Columnas / Política

Carta desde Venezuela: el día en que todo se fue a la mierda

Desde el día en que salí de Venezuela, tenía ya claro que la libertad de expresión que me había permitido formarme como periodista y ejercer el oficio sin censura en mi país estaba condenada, y no quería que mi hijo creciera en un país sin libertad.
Ronald Peña
Ronald Peña

Sábado, 1 de junio de 2024
Boris Muñoz / Boston*

Recuerdo la fecha y la circunstancia en que vi a la dictadura acercarse a Venezuela. Era febrero del 2009 y el presidente Hugo Chávez se había lanzado de nuevo al ruedo para garantizarse la posibilidad de ser reelegido de manera indefinida mediante un referéndum constitucional, tras haber fracasado en un primer intento a fines de 2007. Los seis meses previos a aquel fracaso habían sido convulsos. Los estudiantes se habían lanzado a la calle para protestar el cierre arbitrario de Radio Caracas Televisión, la principal televisora del país, a la que Chávez había decidido no renovarle la licencia operativa en venganza por el apoyo del canal al golpe de Estado de 2002. Había indignación y movilización ciudadana. En las calles la gente estaba indignada. Le reprochaba a Chávez haber eliminado su principal fuente de entretenimiento. La represión contra los estudiantes había dejado claro que ya no se trataba de una lucha del pueblo contra la oligarquía. Ese pueblo tampoco acompañaba al caudillo en su obsesión de imponer de un solo plumazo el socialismo y convertirse en un César tropical usando el referéndum para socavar la democracia desde adentro.

El 2 de diciembre de 2007, Chávez recibió un NO rotundo en las dos instancias. El margen de diferencia con el SÍ fue pequeño, pero contundente, porque resultó la primera derrota electoral del chavismo tras una década en el poder. Esa noche se lanzaron cohetes en las plazas y el país fue una fiesta. Muchos, como yo, creyeron que la democracia se había salvado. Pero al día siguiente, un Chávez visiblemente golpeado y furioso calificó el triunfo ciudadano como “una victoria de mierda”. En ese momento tuve la sensación muy nítida de que todo sería al revés de lo que yo había pensado. La democracia no se había salvado.  En realidad, habíamos dado un paso decisivo, aunque el definitivo tardaría ocho años más en llegar: de la autocracia a la dictadura.

En los siguientes 12 meses, Chávez preparó muy bien su golpe maestro. Primero nos distrajo de lo que cocinaba con su incesante presencia en televisión a través de su show semanal “Aló Presidente” y en miles de cadenas televisivas. No me refiero a la oposición, a la que mantenía contra las cuerdas y jugaba a dividir, sino a todo el mundo en Venezuela.

Sin duda tuvo la suerte de su lado, un factor que lo acompañó en muchos de sus lances hasta su súbita enfermedad. A mediados de 2008, el precio del petróleo había alcanzado un máximo histórico de 145 dólares por barril. El país estaba en el punto más alto de su petroborrachera. La urbanización Las Mercedes, en Caracas, se convirtió en el punto del planeta donde más se consumía whisky de 18 años, los malls se desbordaban de gente y era imposible transitar por la ciudad por la cantidad de carros nuevos que había. Por supuesto, el crimen también campeaba.

Supongo que Chávez habrá pensado que la bonanza petrolera le indicaba que era el mejor momento para actuar. De pronto, en noviembre, hizo que sus marionetas en la Asamblea Nacional resucitaran el tema de un referéndum para aprobar una reforma que eliminara el límite a la reelección por más de dos periodos, aunque la letra de la Constitución prohibía someter a consulta popular un asunto ya rechazado por vía de referéndum.

Para garantizarse un triunfo amplio, ofreció a los alcaldes y gobernadores un caramelo infalible. Ellos, que no habían movilizado a sus seguidores en el referéndum anterior, ahora también podrían ser reelectos sin límites. Así se ganó el apoyo que le permitió revertir en un mes la intención de voto negativa que mostraban las encuestas. Y para eliminar el disenso en sus propias filas, le lanzó un trozo de carne envenenada a los partidos de su coalición: 'el que no está con Chávez está contra Chávez', una frase que solo son capaces de pronunciar los aspirantes a tirano.

Recuerdo haber votado contra la enmienda a la Constitución con mi mayor convicción y ninguna esperanza. Chávez ganó. Esa misma noche –el 15 de febrero de 2009– desde el Balcón del Pueblo, anunció su candidatura a la reelección dentro de cuatro años:

'Aquí estoy parado firme. Mándenme el pueblo, que yo sabré obedecerle. Soldado soy del pueblo, ustedes son mi jefe' (...) A menos que Dios o el pueblo dispongan otra cosa, este soldado es ya precandidato a la Presidencia de la República para el período 2013-2019”.

De un modo más intuitivo que consciente comprendí de manera nítida que se había abierto una vía sin regreso. Chávez tenía ya todo lo que necesitaba para establecer su hegemonía desde el poder ejecutivo, como se vio poco después con una mayor cooptación del poder judicial. Era cuestión de tiempo para que ese poder se erosionara y que la dictadura mostrara sus colmillos. En gran medida, la muerte de Chávez evitó el desgaste de su liderazgo. Pero en los meses siguientes a aquel triunfo ya se había iniciado la persecución directa –pero ahora sistemática– de todos aquellos que desafiaran su voluntad, incluyendo a la jueza María Lourdes Afiuni, a quien ordenó encarcelar por televisión, y a su propio compañero de armas y exministro de defensa, Raúl Isaías Baduel, quien había dirigido el contragolpe que llevó a la restitución de Chávez en la presidencia en 2002.

El asedio a la libertad de expresión mediante el acoso a periodistas y medios había empezado mucho tiempo atrás. El cierre de RCTV fue solo el preludio de una cadena que provocó una extinción masiva de medios periodísticos, mediante la censura, la asfixia económica, la instrumentalización judicial y las compras hostiles por parte de operadores afines al chavismo.

En julio de 2009, empujado por los vientos del destino, hice mis maletas para partir con mi familia con una beca de la universidad de Harvard. Digo que fue el destino porque lo que iba a durar un año se ha prolongado ya 15. Pero desde el día en que salí tenía ya claro que la libertad de expresión que me había permitido formarme como periodista y ejercer el oficio sin censura en mi país estaba condenada, y no quería que mi hijo creciera en un país sin libertad. Por eso mismo, desde ese día no ha dejado de crecer mi admiración por todos los colegas que han luchado y siguen luchando por mantener vivo el periodismo en Venezuela.

*Boris Muñoz es cronista y editor venezolano. Fue fundador y director de opinión de The New York Times en Español

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