Recibo con gratitud este reconocimiento a mis 24 años de carrera profesional y me parece hoy importante, por lo tanto, contarles brevemente algunas cosas que he aprendido en este camino:
Nací en El Salvador cuando la guerra civil era ya inevitable y viví toda mi infancia en medio de esa guerra. Me convertí en periodista gracias a la llegada de la democracia y mi generación se lanzó muy pronto a estrenar las nuevas libertades conseguidas gracias al sacrificio y a la sangre de tantos. El país era un lienzo en blanco. Me uní muy pronto a una tropa de estudiantes atraídos por un proyecto periodístico nuevo, El Faro, que habría sido imposible apenas 6 años atrás: un periodiquito nacido en aquella luminosa novedad que era el Internet en El Salvador de finales del siglo pasado, un invento que nos conectaría con el mundo, que haría que la información y el conocimiento no fueran privilegio de pocos, sino un bien poseído por todos.
Y entonces nos lanzamos a creer cosas, con la determinación con que los muchachos creen cosas: Yo creí, por ejemplo, que el propósito del periodismo era cambiar el mundo, para mejor, digo. Y que para ello era imprescindible -y suficiente- investigar con despiadado rigor, escuchar con paciencia infinita a la realidad para que nos revelara sus motivos profundos y nos mostrara sus callejones secretos; escribir lo más hermosamente posible para conseguir que unos se pongan en la piel de otros y así comprenderlos. Creí que si conseguíamos decir al menos una verdad, habría por lo tanto una mentira menos aleteando en el mundo.
Pero nos equivocamos. Me equivoqué. En aquel lienzo en blanco no quedó dibujada la pintura que nos imaginamos: tres décadas después del fin de la guerra civil, perdimos de nuevo nuestra democracia.
Mi país está gobernado por un solo hombre que lleva en ristre su arma principal: el relato de un país que no existe. Las viejas sombras que creímos poder conjurar de la región siguen ahí: la opulencia que se nutre de la miseria, la exclusión de la mayoría en el diseño de nuestros países; la corrupción sin límites; el crimen organizado metido en el ADN de nuestras repúblicas.
Reina, como nunca antes, la mentira. Caudillos multimillonarios han convencido al mundo, a través de sus feudos en internet, que la libertad consiste en el derecho a mentir, en el derecho de engañar a la gente para que tomen decisiones que las perjudican. Y los periodistas le predicamos al mar hallazgos y descubrimientos que naufragan como barquitos de papel en medio del oleaje de la rabia y la desinformación.
Esta es la verdad y los jóvenes que vienen llegando a este oficio necesitan saberla. Estoy orgulloso de hacerlo precisamente porque conozco esta verdad, una que a mí, siendo un muchacho, me habría roto el corazón sin remedio: nosotros, los periodistas, casi nunca cambiamos nada. Nuestro oficio no consiste en cambiar el mundo, sino en soñar con hacerlo; en armarnos de un manojo de convicciones y atarnos a ellas como náufragos, soñando con que si investigamos con despiadado rigor, si escuchamos con paciencia infinita a la realidad, si escribimos lo más hermosamente posible, conseguiremos decir al menos una verdad y que haciéndolo habrá una mentira menos aleteando en el mundo.
*Discurso del periodista, Carlos Martínez, durante la ceremonia de entrega del premio María Moors Cabot, pronunciado el 8 de octubre de 2024, en la Universidad de Columbia, Nueva York.