¿Y si un día me reprocharas gritando por qué me has traído a este mundo?
¿Por qué?
¿Sabes por qué? Porque tenía que tenerte y punto. Para eso una es mujer. Al menos así me educaron, porque me violaron, porque me obligaron a tenerte y, si no te tenía, me podían condenar a 30 años de cárcel.
Magdalena Vega miró a los ojos a las espectadoras. Esta vez no lloró. Quienes lloraban eran las 150 empleadas que trabajan en el Ministerio de Gobernación y asistieron al Auditórium Monseñor Romero, en pleno centro de San Salvador. La actuación del grupo era para homenajear a las mujeres por el día de la madre. Pese a que la invitación los incluía, ningún hombre se presentó. Administrativas, secretarias, funcionarias y hasta empleadas de limpieza tercerizadas ocuparon las butacas. La mayoría llevaba el mismo uniforme: trajecito azul, tacones, una blusa a juego y el pelo muy arreglado. Las mujeres rieron a carcajadas durante las escenas más crudas de la actuación: golpes a niñas, maltratos durante el parto, vejaciones. Sólo al final, cuando Magdalena las miró a los ojos, se aplacaron. Y lloraron.
“Supe qué era sentir dignidad a los 33 años: gracias al teatro pude sostener la mirada. No estaba acostumbrada a ver a los ojos a las mujeres, y menos a los hombres”, dice Madgalena cuando cuenta cómo pasó de vendedora ambulante a protagonizar una obra de teatro.
Magdalena -morena, retacona, rostro sufrido- siempre esquivó la mirada porque de niña su papá les regalaba palizas diarias a ella y sus dos hermanas. No se les permitía llorar, jugar o siquiera alejarse de casa para huir de las reacciones de su alcohólico padre. Cuando le tocó vender tortillas en la calle junto a su madre –a los siete años-, levantaba la vista sólo para cantar la venta. “En la calle no puede hacerse eso de mirar a los ojos. Uno tiene que ser duro porque si no, la calle te arrastra: desnudarse, ser vulnerable, es algo que una no puede permitirse”, dice. Tampoco le gustaba mirarse al espejo; no podía mirarse fijo ni a sí misma: “Me veía desmejorada; mis ojos delataban todas mis frustraciones”.
Su vida cambió cuando empezó un taller de teatro. De allí nació la compañía teatral La Cachada. Cachada, para la mayoría de los salvadoreños, es una oportunidad que no puede desaprovecharse. Es mercadería robada o a punto de vencerse, por lo que resulta barata. Es casi un regalo. Es, para Magdalena y sus compañeras actrices, una mejor vida.
El grupo nació cuando la oenegé Cinde albergaba a los hijos de las madres solas, mientras ellas trabajaran como vendedoras ambulantes en diferentes mercados. La actriz y directora profesional Egly Larreynaga comandó un taller de teatro en 2011, al que una administrativa de la asociación se le ocurrió llamarlo “taller de autoestima”, para despertar curiosidad en las mujeres. Ninguna había visto teatro hasta ese momento. “Decirles que era un taller de teatro era como hablar de un curso de nieve en El Salvador”, comparó Larreynaga. Ella tiene fresco el recuerdo del primer día. Cada una de las mujeres debía sentarse al frente, controlar su respiración, sus movimientos nerviosos o involuntarios, y mirar fijo a las demás compañeras. Todas lloraron. Les dolió verse.
Cuando finalizó el taller, el grupo se redujo de 25 a cinco mujeres. Todas trabajaban como vendedoras ambulantes. Larreynaga propuso que se convirtieran en una compañía de teatro. “Al principio eran muchas mujeres, todas con vidas hechas bien mierda. Muchas eran inconstantes, por todas las dificultades”, dice. Quedaron Magdalena, su hermana Ruth, Magalí Lemus, Wendy Hernández y Evelyn Chileno. Todas madres separadas, divorciadas o abandonadas, entre 22 y 35 años. Luego se les sumó la actriz Katherine Zelaya.
Ellas mantenían a sus familias con un promedio de 4 dólares diarios. Trabajar en la calle no es fácil: día que no se vende, día que no se come. Ellas comentan que necesitarían 30 dólares por día para no pasar sobresaltos, pero que un muy buen día equivalía a 10 dólares en ventas. De las cinco, ya solo una vive de la venta. Dos de ellas ahora trabajan limpiando en casas ajenas. Ninguna vive del teatro, aunque dependiendo de la función, se reparten algún beneficio directo de la taquilla.
“Lo chivo de La Cachada es que es honesta, son sólo mujeres que cuentan su vida. No es una defensa a los pobres sino que es apenas un relato de su realidad. La Cachada se ha presentado para las élites más altas de El Salvador, frente a apellidos de dinero, y la escucharon. Los patrones escucharon lo que las mujeres pobres tenían para decirles”, dice Larreynaga, emocionada, mientras golpea los nudillos de una mano contra la palma de la otra. Hasta los sectores de mayor poder adquisitivo de la ciudad las aplaudieron cuando subieron al escenario. “Para mí todo esto es mágico. Se produjo un cambio de rol bien chivo. Siempre que se encontraron esas dos clases sociales fue en un enfrentamiento o una dura desigualdad. No cambió nada, pero al menos se conmovieron. Ellos (por la gente de dinero) nunca irán a una comunidad, a un barrio… pero al final una parte de la comunidad fue a darles una cachetada”, completa la dramaturga.
El grupo presenta desde hace dos años su segunda obra: Si vos no hubieras nacido, basada en el libro Las mujeres que nadie amó del antropólogo Juan Martínez. La obra cuenta historias del grupo de mujeres que participaron en las actividades de la oenegé. La Cachada denuncia la violencia machista, la maternidad forzada, las violaciones, la violencia obstétrica, el maltrato infantil, la deserción escolar, los embarazos en menores de edad, las remesas que no llegan. Un reclamo fortísimo en un país en el que el 30% de los nacimientos registrados corresponde al segmento de niñas y adolescentes entre 10 y 19 años, según cifras de la ONU. Si vos no hubieras nacido tuvo su debut en la gran sala del Teatro Nacional, en el corazón del centro San Salvador, en septiembre de 2015. Desde entonces se ha interpretado 55 veces.
—¿Qué significa hacer este tipo de teatro? –pregunto a Magdalena.
—Los de abajo estamos siendo escuchados por los de arriba. Y no es porque no nos crucemos con la gente que tiene mucho dinero, porque nosotros trabajamos para ellos. Ellos se acostumbran a no dirigirnos la palabra a menos que sea una orden. Somos invisibles.
“Deje de llorar y puje en silencio”
La primera escena ya es una cachetada: una mujer respira fuerte, mientras le colocan un muñeco de un niño pequeño, atado a su cintura. Luego otro, colgado de su cuello y hombros. Luego un bebé, y luego dos bolsas de mercadería: cachada. En seis historias, las frases emblemas de la violencia contra las mujeres retumban: “¡deje de llorar y puje en silencio!”, “¿14 años? Debería jugar con muñecas en vez de embarazarse”, “¿Le duele? Con el marido encima seguro no te quejabas”, “dedicate al oficio y olvidate del estudio”, “basta de juguetes: están los oficios”.
“No nos sorprende que se rían, depende de la clase social a la que expongamos nuestro trabajo. Acá las muertes son tan comunes que una persona normalizará un homicidio. Ver una escena de maltrato infantil les da risa”, explica Ruth, sentada al lado de dos hileras de 57 zapatitos de niños en el escenario.
La realidad que recrea La Cachada es cruda: “en este país no existe la niñez ni la adolescencia. Las niñas son obligadas a dejar la escuela para trabajar o hacerse cargo del hogar. Antes de los 15 ya pueden haber quedado embarazadas, y ahora deberán hacerse cargo de un hijo”, cuenta Ruth, que fue madre a los 21. Ella lamentó repetir el mismo modelo de crianza que sus padres. “Soporté un padre que estaba medio loco, que nos golpeaba como animales, que nos tenía calladas, sometidas, sin poder preguntar ni llorar. Estudiar era como ir a Disneylandia. Él tuvo tres hijas mujeres, tres hembras. Quería tanto un varón que nos insultaba como hombres. Nos negaba hasta el género”, cuenta Ruth, retacona, ojos marrones y pecas.
—¿Qué es la violencia? –le pregunto a Magalí, esbelta, sonrisa amplia, ojos penetrantes. Ella responde:
—La violencia es el día a día. Es con lo que tenemos que vivir. A veces salimos a trabajar, y al regresar a la casa nos encontramos con un agujero en el techo y una vaina en el suelo. Podés salir a trabajar, regresar y encontrar a tu hijo muerto por una bala perdida. La violencia es la falta de sensibilidad. El teatro me cambió la vida, me ayudó a entender que podía criar a mi hijo de otra forma. Me enseñó a abrazarlo y a decirle te amo.
Magdalena agradece al teatro por haberle permitido reconstruir su vida. No la hizo menos pobre, a pesar de que cada tanto reciben un sueldo por hacer funciones, pero la hizo sentirse capaz. “Hacer esto me permitió volver a querer, volver a valorarme. Reconocerme”.
*Martín Dzienczarski es periodista de La Gaceta de Tucumán y de la Agencia de Prensa Alternativa (Aregentina). Este relato fue escrito para el taller de crónicas La mirada extrema, impartido por el maestro Martín Caparrós y la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano. El taller se realizó en San Salvador entre el 11 y 14 de mayo en el marco del sexto Foro Centroamericano de Periodismo de El Faro.