Dos meses de investigaciones después, la Unidad Especializada Antipandillas de la Fiscalía General de la República cree que Miguel Ángel Deras Martínez, de 22 años, es un marero que pasó la mañana del 3 de marzo de 2016 en el caserío Las Flores, del cantón Agua Escondida, municipio de San Juan Opico. Aquel día y en aquel lugar, dice la solicitud de imposición de medidas, una clica del Barrio 18-Revolucionarios asesinó a 11 salvadoreños: ocho empleados de una distribuidora de energía eléctrica y tres jornaleros. Los asesinaron con crueldad extrema y grabaron partes de la matanza con celular, para regocijo de las redes sociales de la sociedad más violenta del mundo.
Dos meses de investigaciones después, la Fiscalía y la Policía Nacional Civil creen que Miguel es un terrorista que participó en la masacre de Opico. Pero hay otra versión que dinamita la versión oficial, que señala que han detenido al joven equivocado, y que ubica a Miguel aquella mañana del 3 de marzo en el mercado Central de San Salvador, comprando conchas, pancitos y camaroncillo.
La Fiscalía acusó ya formalmente a Miguel y a otros ocho adultos de ser miembros de la clica Vatos Locos Primaveras. “Todos son autores directos y realizaron funciones propias para privar de libertad a las víctimas y quitarles la vida”, dice José Ernesto Castaneda Guevara, el fiscal que lleva el caso.
“Sinceramente... me duele lo que le han montado a mi hijo, porque ese día él estaba por San Salvador, a comprar conchas para la coctelería que administra”, dice Miguel Ángel Deras padre, veterano empleado de la alcaldía de Quezaltepeque, de la que llegó a ser administrador de mercados durante la gestión del Manuel ‘Chino’ Flores, hoy diputado por el FMLN.
Al igual que el padre, docenas de amigos, vecinos, familiares y conocidos creen que fiscales y mandamases policiales se equivocan cuando aseguran que Miguel pasó la mañana del 3 de marzo en Opico. Dicen que Miguel ni siquiera es pandillero.
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La de Opico quizá sea la masacre atribuida a las maras que más impacto ha generado en la sociedad salvadoreña desde la quema del microbús en Mejicanos, en junio de 2010. A la brutalidad de la cifra, 11 trabajadores salvadoreños asesinados con corvos, pistolas y armas largas, se sumó que a mediados de abril se filtró un vídeo grabado por uno de los pandilleros que perpetraron la matanza, en el que se aprecia cómo machetean la nuca de uno de los empleados, tirado contra el suelo con las manos amarradas a la espalda.
Desde el inicio, el gobierno –embarcado como está en una guerra abierta contra las pandillas– quiso mostrar firmeza y efectividad. En las horas posteriores a la masacre, desplegó a cientos de policías y soldados en la zona, que se tradujeron en más de 80 detenciones.
El 7 de marzo, en una conferencia de prensa del gabinete de Seguridad encabezada por el presidente de la República, Salvador Sánchez Cerén, se informó que el caso estaba en vías de resolución. “Son 82 capturados que pertenecen a grupos de pandillas de la MS-13 (Mara Salvatrucha)”, dijo Sánchez Cerén, apenas unos minutos antes de que el director de la PNC, Howard Cotto, detallara la desarticulación de cuatro clicas de la referida pandilla y dijera incluso que habían determinado que las órdenes para cometer la matanza procedían de los penales de Ciudad Barrios y del Sector 2 de Izalco, donde el Estado recluye solo a emeeses.
Sin embargo, apenas un día después, la Fiscalía desdeñó las pesquisas de la PNC, y anunció que no presentaría cargos relacionados con la masacre contra ninguno de los detenidos.
A partir de entonces, la Unidad Especializada Antipandillas de la Fiscalía tomó las riendas de la investigación que, dos meses después, cuajó en órdenes de detención contra cuatro menores de edad y nueve adultos, supuestos integrantes de una clica de la pandilla 18-Revolucionarios con base en el municipio aledaño de Quezaltepeque.
Según la reconstrucción de los hechos realizada por la Fiscalía, que cuadra con el testimonio de un vocero de las pandillas al que ha tenido acceso un periodista de la Sala Negra de El Faro, el grupo de dieciocheros se desplazó armado con fusiles, escopetas y pistolas a Opico, a un sector controlado por la Mara Salvatrucha, para hacer una pegada, para matar a enemigos. Al no hallar a ninguno, cometieron la masacre con la idea de calentar la zona, para que el Estado se desquitara contra los emeeses.
“Tenemos una gama de prueba documental, pericial y testimonial”, dice el fiscal Castaneda Guevara. “Tenemos testigos presenciales que nos aportan elementos que contribuyen a establecer las circunstancias en las que sucedieron los hechos y el nivel de participación de cada uno de los procesados en el mismo”, dice. “Contamos con un vídeo”, dice.
En otras palabras, la Fiscalía ha negociado con un exintegrante de la clica presente en la matanza, lo ha bautizado con el sobrenombre de Islámico, y le ha ofrecido criterio de oportunidad, que no es más que beneficios a cambio de poner el dedo a sus homeboys.
En este contexto es que la Fiscalía acusa a Miguel de ser un asesino desalmado.
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Miguel cumplió 22 años en abril. Cuando uno navega en su página de Facebook, lo que halla son continuas referencias a su novia, a su familia, a sus amistades y a los dos equipos de fútbol de su preferencia: el Club Deportivo FAS y el Fútbol Club Barcelona. Es un joven en apariencia enamoradizo, risueño y apegado a los suyos. Sus últimos dos mensajes los dedica uno a su novia (“Un año 3 meses mi amor atu lado te amo mi vida eres lo máximo”, el 14 de mayo), y el otro a su madre (“Feliz día de la madre le doy gracias ah Dios por permitirme tenerte ami lado un año más te amo mama”, el 10 de mayo). El joven que se ve en las fotos viste zocado, camisolas sport o camisas abotonadas, tenis discretos, todo en las antípodas del look atribuido a las pandillas. “Mi hijo no está tatuado ni usa aritos… nada”, dice Ana Lilian Martínez, la madre. En una pared de la habitación en la que vive, en casa de sus padres, Miguel pintó en letras grandes y rojas ‘Guns N’Roses’, el nombre de la banda metalera estadounidense, alejada de los gustos musicales que se presuponen a los mareros.
Pero la Fiscalía está convencida de que Miguel es pandillero.
En la investigación lo han bautizado con la taka Slipy, Miguel Ángel Deras Martínez (a) Slipy de la Santa María, y dicen que disparó en la nuca a una de las víctimas con una 9 mm de fabricación checa. “Pero Miguel le decimos nosotros; Miguel o Miguelito, eso de Slipy se lo han inventado”, dice uno de los amigos, que pide no ser identificado por miedo. “Nosotros somos el círculo de amigos y le decimos Miguel”, apuntala. Otros cinco amigos presentes asienten. A pesar de que a Miguel le tocó ser joven en Quezaltepeque, quizá el municipio salvadoreño más estigmatizado por la violencia, no tiene antecedentes penales de ningún tipo. Ni él ni nadie de su círculo familiar cercano.
Pero la Fiscalía está convencida de que Miguel es pandillero.
La familia de Miguel es una familia integrada por padre, madre y tres hermanas mayores. Son clase media y viven en una casa grande ubicada en la Lotificación Antonieta, donde no hay una presencia activa de pandillas. Ana Lilian tiene un puesto en el mercado de Quezaltepeque. Miguel Ángel Deras padre trabaja para la alcaldía desde hace 27 años, salvo el trienio 2012-2015, cuando Arena llegó al poder y lo despidió por ser uno de los cargos de confianza del hoy diputado efemelenista Manuel ‘Chino’ Flores. “El Chino es gran amigo mío; de niños, sus hijos y Miguelito jugaban juntos en el mismo equipo de fútbol”, dice el padre. Miguel se graduó en 2012 de bachiller general en el Instituto Nacional Juan Pablo II, en Nejapa, y el despido de su padre lo desanimó de ir a la universidad. En 2015, Miguel Ángel Deras padre se reintegró en la planilla de la municipalidad, amparado por una sentencia judicial. Con el dinero de la indemnización por la improcedencia del despido, alquilaron un localito en el centro de Quezaltepeque y abrieron una coctelería, que tiene los cócteles de conchas y de camaroncillo como principal reclamo de su menú. El negocio lo administran Miguel y Alberto Domínguez.
Pero la Fiscalía está convencida de que Miguel es pandillero.
En un municipio como Quezaltepeque, en el que las fronteras de los sectores controlados por la Mara Salvatrucha o el Barrio 18 están muy delimitados, Miguel se mueve con relativa libertad. Vive en la Antonieta, rodeado de canchas firmes de la 18; lleva a su sobrina al Colegio Adventista, en la otra punta de la ciudad, cerca del redondel de la fábrica Corinca; el puesto de su madre, que visita con frecuencia, está en un sector del mercado bajo influencia de la Mara Salvatrucha; la coctelería, a tres cuadras del parque Central. Viaja seguido a la capital, a Santa Ana para ver al FAS, incluso hace escapadas con sus amigos a la playa El Tunco, en La Libertad. No parece el tren de vida de un marero activo.
Pero la Fiscalía está convencida de que Miguel es pandillero.
Una veintena de personas juran y perjuran que la mañana del jueves 3 de marzo, día de la masacre de Opico, Miguel hizo lo mismo que el 2 y el 4 de marzo, su rutina desde que comenzó a administrar la coctelería a mediados de 2015. Mañaneó, fue a dejar en mototaxi a su sobrina al Colegio Adventista, incluso se tomó una foto con ella que subió a su Facebook a las 7:22 a. m., se reunió con su padre para que le diera 30 dólares, se fue en Coaster con una mochila alpina al sector de mariscos del mercado Central de San Salvador, donde compró 150 conchas a nueve dólares el ciento, dos dólares de pancitos duros y el resto en camaroncillo fresco. Regresó tipo 10 y media para abrir la coctelería y se puso a jugar maquinitas; en esas estaba cuando llegó su socio Alberto Domínguez, quien también respalda con su testimonio la versión.
Pero la Fiscalía está convencida de que Miguel es pandillero, de que su taka es el Slipy de la Santa María, y de que es un asesino desalmado.
A Miguel lo detienen unos minutos antes del mediodía del martes 17 de mayo, en su día libre. A las 10:52 a. m. había escrito su último mensaje de Whatsapp a su novia, Jackeline Jiménez: “Okizz mi amor aver si no viene cansada”. Un pick up nuevo y blanco, sin ningún tipo de distintivos, llegó con seis militares y dos policías. Él les abrió y se lo llevaron a la subdelegación policial de Quezaltepeque, y de ahí, ya en la tarde-noche, a las bartolinas de Lourdes, en Colón, que por su tamaño y hacinamiento ya se conocen con el sobrenombre del Penalito. Esa detención se tradujo en dos procesos judiciales distintos: el primero, por agrupaciones ilícitas –nombre legal que recibe la pertenencia a una mara u otra agrupación de naturaleza criminal–, con un requerimiento fiscal tan débil que incluso mentía al aseverar que Miguel fue detenido a las 7 de la noche en la colonia Primavera, y sobre el que el Juzgado Primero de Paz de Quezaltepeque concluyó, el lunes 23 de mayo, que ni siquiera ameritaba la detención provisional; el segundo proceso es el de la masacre de Opico, por el que el fiscal Castaneda Guevara pide no menos de 344 años de cárcel para Miguel, e igual número para los otros ocho involucrados.
Porque la Fiscalía está convencida de que Miguel es pandillero.
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Mediodía del lunes 23 de mayo de 2016. Miguel sale de la pequeña sala que acoge el Juzgado Primero de Paz de Quezaltepeque. Lleva la camisola y los chores blancos que la PNC entrega ahora a los detenidos relacionados con pandillas. Una juez acaba de decirle que el caso con el que la Fiscalía pretendía que él y otros cinco jóvenes fueran privados de libertad por agrupaciones ilícitas no tiene sustancia suficiente. Miguel luce somnoliento y huele a bartolina, pero acepta platicar.
—En realidad… no sé qué hago aquí, porque yo no tengo ningún vínculo con pandillas –dice.
—Alguien ha tenido que decir que formas parte de la clica.
—Pero no tengo ni la menor idea. Adentro he hablado con los bichos, y ellos mismos me han dicho que ni saben por qué yo estoy aquí. Uno me dijo: “Sí se pelaron con vos...”
En la solicitud de imposición de medidas de la Fiscalía identificada como 64-UDHO-LL-16, la referida a la masacre de Opico, el testigo criteriado Islámico identifica con precisión al Slipy de la Santa María como uno de los jóvenes que participó en la matanza, con un rol destacado. En la página 17 lo describe: “De 18 años de edad aproximadamente, de complexión física delgada, piel negra, cabello negro, de un metro con sesenta centímetros de estatura aproximadamente, residente en colonia Santa María, Quezaltepeque, no le ha visto tatuajes y es soldado o gato de la cancha de la Santa María”. Miguel tiene 22 años, es chele y vive en la lotificación Antonieta, casi en la otra punta de la ciudad.
—Yo no soy pandillero y no tengo... o sea, enemigos, o sea… yo no tengo enemigos –dice Miguel.
—¿Cómo explicas lo que te está pasando?
—No le he hallado... porque yo jamás me he metido en problemas. Ni sé por qué me tienen vinculado.
Al salir del juzgado, un hombre llamado Carlos González se acerca al periodista, se identifica como amigo de Miguel y pregunta por él. Con el celular muestra un par de fotos de hace varios años en las que se ve a ambos. A Carlos todos le dicen Charly, tiene una parte del pelo teñido de rubio, viste colorido y vive de su puesto en el mercado de Quezaltepeque, donde arregla ropa. Es homosexual y lo lleva con orgullo.
En el submundo de las pandillas, la homosexualidad –el culerismo, dicen– está vista como una de las desviaciones intolerables en un homie, razón más que suficiente para ser asesinado. Miguel y Charly son amigos desde hace años.
Pero el fiscal Castaneda Guevara está convencido de que Miguel es pandillero.