El presidente Nayib Bukele se denomina a sí mismo “el dictador más cool del mundo mundial” en su biografía de Twitter. Sus seguidores también acuñaron la etiqueta #QuéBonitaDictadura para contrarrestar los reclamos de las voces críticas al Gobierno. En la conmemoración de los 200 años de independencia centroamericana, miramos hacia atrás y revisamos las prácticas del dictador salvadoreño por excelencia: Maximiliano Hernández Martínez.
Valeria Guzmán
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Llegó al poder como un traidor. Al menos así lo describió Arturo Araujo, el presidente que fue derrocado por el golpe de Estado de 1931. El general Maximiliano Hernández Martínez, quien gobernó El Salvador a fuerza de hierro durante 13 años, empezó jugando sus cartas dictatoriales como vicepresidente de Arturo Araujo.
Araujo llegó al poder en 1931 tras unas elecciones transparentes. Esas fueron las primeras elecciones del siglo XX en las que el presidente anterior no inclinó la organización electoral a favor de alguno de los candidatos. Por ello, la llegada de Araujo a la presidencia representó una ruptura positiva con la forma de designación de mandatarios. Duró, apenas, 10 meses en el cargo porque en El Salvador se experimentaba una crisis económica y social sin iguales. La presidencia de Araujo reprimió la marcha del Día de los trabajadores y su gobierno estuvo caracterizado por un constante desatino político. El académico Alberto Masferrer, quien fue uno de sus principales aliados durante la campaña, lo llegó a llamar “un servidor inútil y estorboso”. El malestar creció tanto que un grupo de militares decidió tomar el rumbo del país.
Directorio militar de 1931. Foto consultada en La República, Tomo II.
Así, el miércoles 2 de diciembre de 1931, ocurrió un cuartelazo. Casa Presidencial empezó a ser ametrallada y el presidente Araujo buscó apoyo en el segundo al mando. Era la hora de empezar la contraofensiva para responder a los rebeldes que buscaban derrocarlo. Araujo se fue a Santa Tecla y desde ahí esperó la llamada de su vicepresidente, el general Martínez, pero esta no llegó. Araujo decidió llamar por teléfono al cuartel El Zapote y ahí escuchó la voz del general. De acuerdo con declaraciones que dio al Diario Latino, Araujo le preguntó a Martínez: “¿Y usted qué hace allí?”, a lo que Martínez respondió: “estoy prisionero”. Esa respuesta le fue suficiente a Araujo para comprender que su vicepresidente era parte del golpe. “Al momento lo comprendí todo”, dijo Araujo y luego cuestionó: “¿Cómo se podía explicar que un prisionero estaba en un cuartel sublevado contestando las llamadas telefónicas?”
Derrotado, Araujo decidió irse a Guatemala. Tras su derrocamiento, el Directorio Militar al frente del golpe de Estado creó una excusa para darle la presidencia a Martínez. El argumento era que Araujo salió del país –tras recibir un golpe de Estado–sin permiso de la Asamblea Legislativa. Ante esto, el vicepresidente debía tomar las riendas del Ejecutivo. Según el Directorio, entregarle la presidencia al vicepresidente influiría en que Estados Unidos reconociera al mandatario. Así, el 4 de diciembre de 1931, Martínez recibió la banda presidencial y prometió poner en orden al país. Esa excusa inauguró la dictadura salvadoreña del siglo XX.
Martínez era un hombre extraño. Tenía fascinación por las ciencias ocultas, creía que el agua de botellas dejadas al sol era curativa, creía en la reencarnación, no tomaba ninguna bebida alcohólica y tampoco comía carne. Sin embargo, no se puede decir que era un humanista o pacifista, por ponerlo de alguna forma. A él incluso se le atribuye la desdichada frase: “Es un crimen más grande matar a una hormiga que a un hombre, porque el hombre reencarna, mientras la hormiga muere definitivamente”. Su política se caracterizó por acabar con cualquiera que considerara su enemigo por varios medios, desde la violencia hasta el chantaje o la intimidación. Además, gustó de ensalzarse a sí mismo como un líder que representaba un modelo de moralidad, y manipular las leyes para colocarse como líder supremo de toda actividad de país.
Maximiliano Hernández Martínez condecorando a atletas durante los Juegos Deportivos Centroamericanos en 1935. Foto consultada en La República, Tomo II.
Para la oposición: represión y muerte
Una de las maneras que Martínez encontró para poner orden fue a través del asesinato. En enero de 1932 se organizaron elecciones municipales a las que se presentó el Partido Comunista (PC). Las elecciones fueron suspendidas en los municipios de Colón, Tacuba y otros de Sonsonate por reportes de incidentes. En esos municipios, los candidatos del Partido Comunista se perfilaban como los probables ganadores. Días después, el domingo diez de enero, empezaron las elecciones para diputados y algunos resultados se obtuvieron hasta que pasaron diez días.
El PC se reunió para evaluar lo ocurrido y fue de conocimiento del partido que algunos de sus simpatizantes habían sido asesinados en el contexto de los comicios. Martínez ya estaba en el poder y las elecciones, que no se habían dado de forma transparente, dejaron al país en una condición política crítica. Eso, sumado al descontento campesino, propició el levantamiento del 32 en el que se esperaba participaran incluso simpatizantes del Ejército.
La insurrección no tuvo el alcance que sus organizadores habían esperado. El gobierno de Martínez rapidamente logró capturar a quienes tuvieron que ver en ella y a quienes no, también. La sospecha bastó para asesinar a quienes se creyera que eran comunistas. Así ocurrió la matanza de miles de campesinos. Dicha movida le consolidó a Martínez una reputación como líder severo.
Su decisión por devolver el orden al país por medio del asesinato de la oposición fue celebrada entre las élites. De acuerdo con testimonios de la época, la gran mayoría de los miles de asesinados fueron campesinos y campesinas con prominente origen indígena. Ser indígena opositor o sospechoso se convirtió en un peligro. En la prensa se habló del problema de sanidad pública que representaron los cadáveres en descomposición de los asesinados, pero no se cuestionó la matanza.
La consagración del dictador como modelo de la modernidad y el “bien”
Martínez fue un hombre popular. La aniquilación del 32 le ganó condecoraciones y admiraciones. Martínez había logrado silenciar y acabar a “los comunistas” y era visto como el hombre que rescataba con virilidad a la patria y su rumbo económico. Esto se puede comprobar en un fragmento de un discurso del presidente de la Asamblea Legislativa en 1933, tantos meses después de la matanza. El presidente de la Asamblea se dirigió a Martínez con palabras de alabanza: “Como hábil timonel (...) en medio de un mar tempestuoso, así aparecisteis vos, señor presidente, en diciembre de 1931”.
Y es que las medidas económicas de sus primeros años de gobierno sirvieron para consolidar aliados. En sus mejores tiempos, Martínez tuvo el apoyo de agricultores, militares y banqueros. Para 1933 la economía de El Salvador dependía del café y el precio del café en el mercado ya venía a pique. El valor de las ventas de café en 1933 representaba un tercio de lo que había valido en 1929. Para esos años el gobierno de Martínez emprendió una serie de medidas económicas que salvaron de la quiebra a pequeños y medianos propietarios.
Fundación del Banco Hipotecario. Foto consultada en La República, Tomo II.
En octubre de 1933, bajo la supervisión de Martínez, se creó la Ley de Prenda Agraria. Con esta ley los agricultores pudieron acceder por primera vez a préstamos sin el requisito de hipotecar sus terrenos. Además, en 1934 se creó el Banco Central de Reserva y otros tres bancos pararon de emitir sus monedas particulares. La moneda respaldada por el BCR, el colón, quedó como la única de circulación legal.
Martínez se quería presentar como un estadista integral. Por ello, además encargarse de las cuentas salvadoreñas, pretendía enrumbar al país con su moralidad. Se esforzó por asegurarle a la población que él estaba peleando una batalla política y nacional donde se enfrentaba él, como representante de “el bien”, ante “el mal”, representado por “los totalitaristas” que buscaban el poder.
Inauguración del Puente Cuscatlán en 1942. Foto consultada en La República, Tomo II.
Los aires de modernidad también alcanzaron a las mujeres. En noviembre de 1938, mientras se fraguaba una nueva Carta Magna, Martínez envió un mensaje a los diputados encargados de aquella misión. El presidente ordenaba que se discutieran los derechos ciudadanos de las mujeres. “Es asunto de acalorada discusión en todos los pueblos de la tierra los derechos cívicos de la mujer”, empezó diciendo. Martínez sostuvo en su mensaje que las mujeres podían aportar sus dones propios a la política, que según él se resumían en la importancia de la intuición femenina frente a la razón de los hombres. Además, dijo que la mujer siempre “en el seno del hogar, ha influido de manera poderosa en el adelanto de los pueblos”. Aunque desde una perspectiva patriarcal, este fue el esbozo del primer reconocimiento de los derechos políticos de las salvadoreñas.
Así, en la Constitución de 1939, se colocó un artículo que establecía que “el derecho de sufragio por las mujeres será reglamentado en la Ley Electoral”. Dicho reglamento pedía a las mujeres que comprobaran “si fuese casada, su estado civil con la partida de matrimonio correspondiente y ser mayor de 25 años de edad; si fuere soltera ser mayor de 30 años; debiendo además, en ambos casos, haber cursado, por lo menos, los grados de la enseñanza primaria”.
Inauguración del Puente Cuscatlán en 1942. Al centro y de blanco, Maximiliano Hernández Martínez, al lado de su esposa. Foto consultada en La República, Tomo II.
Esta reglamentación excluía a las mujeres que los hombres de la época no consideraban capaces por no contar con el cobijo de un esposo. Mientras se proponía que las solteras esperaran hasta cumplir 30 años para ejercer el voto, en caso de ser hombre solo bastaba con cumplir los requisitos de mayoría de edad. De todas formas, el derecho al voto femenino no se pudo concretar a partir de 1939 debido a que las elecciones populares quedaron canceladas. A fin de cuentas, Maximiliano Hernández Martínez se elegía solo.
No poder ejercer el voto no implicaba que las mujeres no participasen en la vida política de El Salvador. La historiadora Elena Salamanca ha documentado el caso de una mujer que se pronunció públicamente en contra del dictador.
En el artículo Ellas también pueden ser heroínas, Salamanca rescata la historia de vida y el aporte de Amparo Casamalhuapa, una maestra y escritora que denunció en público los excesos de Hernández Martínez. En 1939, apunta Salamanca, la maestra Casamalhuapa dio un discurso en “la principal plaza pública de la capital San Salvador”. Un extracto de dicho discurso la muestra enfrentada con el poder absoluto de la época: “Hoy más que en ningún tiempo, estamos pasando por un periodo de verdadera tiranía y corrupción social, en que decir la verdad y defender la Ley es un crimen que se paga con la cárcel y el destierro”. Después de decir esto fue perseguida por fuerzas oficiales y tuvo que exiliarse.
La confección de una Constitución a su medida
Tras su llegada al poder en 1931, Martínez maniobró para quedarse en el poder. En 1935 terminó el periodo presidencial que había ejecutado “en nombre de” Arturo Araujo, tras el golpe de Estado que lo expulsó del país. La Constitución vigente, la de 1886, prohibía la reelección presidencial contínua. Sin embargo, se interpretó que el periodo presidencial de 1931 a 1935 no había sido propio de Martínez, sino que había desempeñado el cargo como presidente “en funciones”. Por lo tanto, podía competir para alcanzar la presidencia que en la práctica ya había desempeñado por años.
Para legitimar su elección, antes de los comicios de 1935, Martínez renunció al cargo como líder del país momentáneamente. Para sorpresa de nadie, ganó las elecciones presidenciales. No había otro candidato inscrito. Además, la oposición ya estaba aniquilada, al menos en los espacios oficiales.
El 1 de marzo de 1935, antes de recibir la banda presidencial en un estadio repleto de gente, el general decidió visitar antes el Mercado Central. Los datos del historiador Gerardo Monterrosa Cubías permiten asegurar que fue recibido por aplausos de vendedoras y hasta con música de marimba.
Cuando el periodo presidencial de 1935 a 1939 estaba por terminarse, Martínez supo que ya no podía reelegirse. Así estaba escrito explícitamente en la Constitución. El problema para seguir en el poder era evidente y la solución de Martínez fue clara: había que cambiar la Constitución. Así, ordenó una mandada a hacer a su medida. A finales del 38 la Asamblea Legislativa convocó a la elección de una Asamblea Constituyente que en enero de 1939 decretó la nueva Constitución. En esta se incluyó la posibilidad de ciudadanía de las mujeres, pero dichas medidas quedaron opacadas por el fin último de la reforma: el continuismo.
La nueva Constitución cambió las reglas políticas y buscó legitimar a la dictadura. Esta Carta Magna dispuso que los periodos presidenciales pasarían a ser de cuatro a seis años y que el Ejecutivo sería quien nombraría a los alcaldes. Además, se decidió que, debido a la crisis global propiciada por la Segunda Mundial, lo mejor para tener estabilidad en El Salvador, sería hacer una excepción y que la Asamblea Constituyente eligiera al próximo presidente. Otra vez, a nadie sorprendió el elegido.
Toma de posesión de Maximiliano Hernández Martínez. Foto consultada en La República, Tomo II.
El primero de marzo de 1939, Martínez recibió –otra vez– la banda presidencial. Falsamente humilde dio un mensaje presidencial, citado en el libro La sombra del Martinato de Gerardo Monterrosa Cubías. Martínez expuso: “en otras circunstancias yo no habría aceptado tan honrosa designación, pero todos recordamos hechos dolorosos que hemos presenciado antes del año 1932”. Así, intentaba usar los fantasmas del comunismo para excusar su deseo dictatorial.
Pasados cinco años, en 1944 se siguió el mismo procedimiento de la “elección” anterior. Se convocó a una Constituyente y los diputados hicieron una reforma constitucional para reelegir, tras trece años en el poder, a Maximiliano Hernández Martínez. Sin embargo, para esta reelección el dictador no fue al mercado a recibir cumplidos de las vendedoras ni a ser homenajeado con canciones de marimba como en el pasado. Los verdaderos colores del régimen ya estaban expuestos. Las libertades individuales no existían y Martínez ya había probado que haría lo que fuera necesario para seguir al mando del país. Su popularidad ya no era la de antes. La ceremonia de 1944 fue mucho más sobria y tomó por sorpresa a la ciudadanía, pues se realizó nueve meses antes de que finalizara su periodo anterior.
La organización vertical del poder: a la punta el líder supremo
El domingo 2 de abril de 1944, Martínez quería descansar. Estaba en su rancho en una playa de La Libertad cuando se enteró del plan en la capital. Otros militares buscaban derrocarlo tras 13 años de dictadura y miles de asesinatos. Intentó hacer llamadas a sus hombres de poder, pero pronto se dio cuenta de que debía volver a la capital si no quería perder la presidencia. Martínez, un hombre de mañas, dejó su carro oficial y partió hacia San Salvador en un carro alquilado. Al frente del auto, su motorista. Atrás, el dictador. Así logró sortear un control militar que buscaba capturarlo. Desde San Salvador, Martínez logró quitar el poder a los rebeldes y comenzó una serie de fusilamientos en contra de los militares que habían intentado el golpe de abril.
Esto no hizo sino profundizar el descontento popular hacia su mandato. Lo que no se pudo lograr con las armas se logró de manera pacífica. Así empezó la huelga de brazos caídos, impulsada por los estudiantes universitarios y que, unos días después, paralizó las fábricas, la banca, etc.
Ante esto, Martínez declaró que las últimas actividades de la población civil en la capital eran parte de “una guerra muy conocida de los nazistas: desarrollar una guerra de nervios, meter pánico en las diferentes clases sociales”. Como buen negacionista, se rehusó a reconocer su régimen como uno dictatorial e hizo llamamientos al júbilo. “Es la época de la alegría”, dijo en un discurso el 5 de mayo del 44. El dictador sostuvo que la gente está “alegre, trabajando en los campos de cultivo. Sólo en la capital persiste esa guerra de nervios”.
Las huelgas, sin embargo, continuaron hasta que se concretó la renuncia del general el 8 de mayo de 1944. A sus 66 años, Martínez pronunció su último discurso como presidente ese día en la Radio Nacional: “Mañana ha de resolverse el problema del depósito de la Presidencia y ha de resolverse de conformidad con el concepto constitucional (…) “Os digo, pues, adiós”. Para entonces en las calles salvadoreñas se celebró la renuncia del dictador. Se derrocó al dictador que estaba en la cúspide del aparato dictatorial. Pero el entramado de poder antidemocrático se mantuvo casi intacto, como vendrían a probar los años venideros en la historia.
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200 años de lucha por la emancipación en El Salvador (Antonio Bonilla)