Reportaje |
Jugando al gato y el ratón con la Border Patrol |
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En el lado estadounidense de la frontera con México, 18 mil agentes y un sofisticado sistema de radares pretenden bloquear el paso de migrantes, cargadores de droga y bandas de asaltantes. La noche convierte al desierto de Arizona en campo de un intenso juego entre quienes intentan ingresar a Estados Unidos y quienes intentan impedir que lo hagan. No hay favoritos. | ||||||||||
Texto: Óscar Martínez/Fotografías: Edu Ponces |
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Publicada el 29 de enero de 2009 - El Faro |
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Uno de los 23 radares GSR ubicados en estos 440 kilómetros de desierto de Tucson, Arizona, ha lanzado una señal. En una de las pantallas del centro de control del cuartel aparecen cuatro puntos. El radar ha dejado de girar. Ahora, que detectó movimiento, se enfoca en esos pequeños círculos rojos que proyecta el monitor. El juego acaba de empezar.
Al menos tres de las patrullas todoterreno que ahora levantan estelas de polvo en esta árida frontera han recibido la señal en sus pantallas. Los mismos puntos moviéndose. Los vehículos aceleran hasta llegar a una zona de vigilancia. Se estacionan en uno de los altos que rodean al llano de Arivaca de donde proviene la señal. Por los radiotransmisores de unos 60 vehículos de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos suena el mismo mensaje: “Tenemos movimiento cerca de Arivaca”.
Han pasado unos 20 minutos desde que aquel radar cumplió su función. Los agentes no logran ponerse de acuerdo. No saben a quiénes persiguen. Por el radio del carro patrulla en el que viajamos se logra escuchar la confusión, que incrementa cuando los cuatro puntos rojos se encuentran con otros cuatro que entran en el monitor. Ahí abajo en el llano hay ocho personas caminando a las 3 de la madrugada, en medio de este desierto, a pesar de que el frío decembrino hace tronar los huesos y pone la carne de gallina.
Por el radio suena el desconcierto: ¿serán dos grupos de migrantes que se han juntado? ¿Serán dos guías que reúnen a sus grupos? ¿Serán cargadores que se han encontrado con aquellos que los van a llevar al punto de entrega de la droga?
La agente Marroquín decide acercarse a la zona y acelera el todoterreno por la carretera que cruza por Arivaca, pasa por varias rancherías y se desvía en una calle que lleva hacia el pueblo de Amado. Aquí está el montículo, rodeado por Diablito Peak y Diablito Mountain. Aquí, el agente que más hablaba por el radio está pegado a sus binoculares de visión infrarroja, observando hacia el llano de abajo desde el techo de su camioneta. Da indicaciones por radio a los tres patrulleros que han bajado a buscar a los migrantes o a los traficantes. A buscar a las ocho siluetas rojas del visor: “One eleven, one nine, from your position to the northeast”.
Cada uno de los tres patrulleros de a pie lleva consigo una pantalla electrónica que le permite ver, al mismo tiempo, lo que el de los binoculares está viendo. Las siluetas formadas por granitos rojos aparecen y desaparecen de vista. “Busquen un papalote cerca de una pared destruida, por ahí cruzaron”.
La tarea no es fácil. Esos caminantes han cambiado tres veces de rumbo en sólo media hora. Entran y salen de pequeños desniveles en el terreno que impiden el contacto visual, ajenos a que todo un sistema tecnológico los ha convertido en ocho puntos rojos perseguidos por unos 15 agentes del sector que atendieron el llamado.
La agente Marroquín nos instruye: “En este trabajo, la paciencia es importantísima”. Los cinco patrulleros que rodean al que está pegado a sus binoculares han sacado café, cigarrillos y conversan al pie del vehículo acerca de cosas cotidianas. Colegas de trabajo, hijos, clima. “¿Qué tal está Michael?”
-No los divisamos (dicen los de a pie).
Ya hace más de una hora que el GSR lanzó la señal. Ya hace más de una hora que un agente del cuarto de control del cuartel ubicado en Tucson repartió la transmisión a las patrullas con monitor y otros oficiales dieron la alerta por los radiocomunicadores de todas las patrullas del sector. Ya hace más de una hora que el agente que está pegado a los binoculares chupa frío en el techo de su todoterreno, a pesar de sus guantes, su gorro y su gruesa chamarra verde que lleva la insignia de su corporación: U.S. Department of Homeland Security/Custom and Border Protection. Departamento de Seguridad Interna de los Estados Unidos/ Aduana y Protección Fronteriza.
Desde el montículo de Arivaca no sería posible ver nada sin la tecnología infrarroja. Lo único que se divisa, a pesar de que la luna está redonda e inmensa, es un llano deforme, oscuro, frío, con algunos arbustos desértico silueteados. Lo único que se escucha, si se hace silencio, es el silbido de un viento que hiere la piel como si estuviera compuesto por diminutos fragmentos de cristal.
El agente de los binoculares y los que barren a pie el llano se comunican para decirse lo mismo: “Nada de contacto”. Y se responden lo mismo: “Nada por aquí tampoco”.
El agente de los binoculares se baja del techo del todoterreno mientras otro de los que antes tomaba café le ayuda a sujetar el tripié sobre el que sostenía los enormes largavistas. Los motores de las tres camionetas encienden y la agente Marroquín nos dice que nos vamos.
¿Nos vamos a dónde? “A ver qué más hay. En este juego hay que acostumbrarse a perder. A veces ganamos, a veces perdemos. Es así todos los días, todas las noches.”
Lo advirtió desde el principio, hace unas 12 horas, cuando nos encontramos en la base de Tucson. No van a permitir que 15 agentes se pasen dos horas buscando un mismo objetivo. Este desierto se llena de objetivos cada noche. Así es el juego.
En busca de un tracking
Nos juntamos a las 3 de la tarde, 12 horas antes de que ocurriera la persecución enclavada entre el pico Diablito y la montaña Diablito.
La Patrulla Fronteriza hace recorridos para periodistas todos los meses, pero esos recorridos consisten en visitar algunos lugares por donde pasan migrantes, entrevistarse con algunos patrulleros y regresar a casa. “Tours” les llaman los agentes de comunicación de esta dependencia del sistema de seguridad de Estados Unidos. Nosotros solicitamos un recorrido particular: “Queremos ver la rutina. Queremos ver cómo se trabaja normalmente”. Luego de consultarlo con la central en Washington, aceptaron. Podríamos verlo todo, de cerca, sin intervenir en la acción directa, por cuestiones de seguridad.
La gestión la iniciamos al final de un recorrido por algunos de los lugares más calientes de la frontera del lado mexicano: Ciudad Juárez, la más violenta del continente por su tasa de homicidios (139 por cada 100 mil habitantes), frontera con El Paso Texas. Nuevo Laredo, que está separada por el río Bravo de su par estadounidense, Laredo. Desde esa ciudad mexicana los narcotraficantes, muchos de ellos de Los Zetas, ex militares entrenados en uso de artillería pesada que desertaron para ganar un mejor sueldo, controlan las rutas de los coyotes que viajan con migrantes centroamericanos, y coordinan los secuestros de indocumentados que ocurren en el trayecto cercano al océano Atlántico. Y Altar y Nogales, pueblo y ciudad que hacen espejo con Tucson y que desde 1920 están en la principal ruta de entrada de marihuana a Estados Unidos, y desde 2005 también la de más paso de migrantes.
La pregunta a responder del lado estadounidense al ver estos sitios, controlados por los narcos, era si el muro, los helicópteros, las cámaras de vigilancia, los sensores terrestres, caballos y todoterrenos bastaban para controlar una frontera que quiere ser penetrada por miles de personas cada día. Si el mensaje lanzado desde los grandes despachos de gobierno estadounidense es cierto. Si su muro es infranqueable y si el muro (entendido como un todo integrado por tecnología, valla y personal) es suficiente para contener la turbia marejada que se les viene encima una y otra vez.
La agente designada fue Esmeralda Marroquín, con diez años de experiencia en la institución y que ahora se dedica a la labor de comunicaciones del sector más vigilado, el de Tucson.
Marroquín, hija de una mexicana y un francés, nació aquí en el estado de Arizona hace 37 años. Su madre llegó legalmente a Estados Unidos. Cuando le preguntamos qué la motivó a formar parte de la Patrulla Fronteriza, respondió: “Por amor a mi país, para devolverle algo de todo lo que me ha dado”. Por amor a su país pasó los seis meses de entrenamiento legal, clases de español y condición física. Por amor a su país formó parte hace un par de años del equipo disruptor, y se mezcló con migrantes, y se hizo pasar por una de ellos, y desmanteló redes de coyotes que guardaban a los indocumentados en casas de seguridad, antes de llevarlos con sus familias. Habla con desprecio de los coyotes: “Esos traficantes que con tal de conseguir el dinero engañan al migrante y lo dejan ahí tirado en medio desierto”. Para los indocumentados tiene palabras distintas: “Esas personas que sólo buscan una mejor vida, con la esperanza de ganar más dinero. Si yo sé lo pobre que es la gente de por allá. Mi abuela era indígena mexicana y yo sé cómo viven”. Pero su trabajo lo tiene claro. “Yo no los puedo dejar pasar”.
La rutina empezó. El radiotransmisor del vehículo estaba encendido, pero nadie hablaba por él. “Vamos a seguir la acción”, dijo Marroquín. “Vamos en busca de persecución de migrantes, tracking. Cuando escuchemos acción por el radio, hacia allá iremos. A veces cae mucha droga y pocos migrantes. Otras veces caen muchos migrantes”. Durante media hora, el radio no sonó. La agente Marroquín se dedicó a contar anécdotas.
-¿La única vez que he tenido que sacar mi arma? Fue en mis primeros años en la patrulla. Me topé con siete burreros (cargadores de marihuana). Uno levantó un tronco. Yo quité el seguro de la pistola y pensé: ahí vas a quedar. Por suerte, dejó el tronco y corrió. Sólo podemos abrir fuego si la persona tiene intención y posibilidad de causar daño de muerte. No importa si lo que levanta es una piedra, una navaja o un arma de fuego. Si yo pienso que mi vida corre riesgo, puedo abrir fuego.
El todoterreno recorría caminos perfectamente asfaltados, que parten kilómetros y kilómetros de desierto. Afuera, a pesar de que el sol no estaba ni cerca de ocultarse, el viento frío ya rompía la piel. Nada se movía. Algún carro se cruzaba con la patrulla cada cierto tiempo. Nada más.
“Ahí – señaló la agente Marroquín cuando llegamos a un retén entre los pueblos de Amado y Arivaca- es una zona de llegada de polleros que quieren entrar. Hemos detenido a muchos migrantes esperando en esta carretera que los pasen a recoger”.
Lo único que a simple vista diferencia a ese punto de cualquier otro es que tres agentes (dos de ellos de clara ascendencia latina) han montado sus conos fluorescentes en ese sitio, y no en otro. Los puntos calientes que los patrulleros identifican parecen, ante el ojo de un inexperto, lugares idénticos a los demás. Pero ellos conocen las particularidades, como que a diez kilómetros desierto adentro hay un paso entre las montañas que permite a los migrantes no ser detectados por las cámaras y no tener que subir esos enormes picos cuando ya llevan unos cinco días caminando.
A pesar del olfato desarrollado por los patrulleros, la rutina no deja de ser una ruleta rusa. Cuestión de suerte. “Es que no hay un lugar determinado por donde digas que siempre pasan. Cada día encontramos una nueva ruta”, explicó la agente Marroquín.
De la estampa creada (por el cine, por la música, por las anécdotas) a la realidad, hay un abismo. Esto no es un campo de batalla con uniformados corriendo todo el tiempo detrás de latinos harapientos y pick ups con hombres de armas largas soltando ráfagas. Este es un lugar silencioso. Vacío. En el sector de Tucson hay 440 kilómetros que son cubiertos por 3,100 agentes que se dividen por turnos. Una inmensidad de llanos, cerros, montañas y arbustos. Cientos de kilómetros de frontera donde siempre hay movimiento pero no siempre a la vista. Ahí, entre Amado y Arivaca, los agentes reportaron que nada de nada.
“Vamos a ir rumbo al muro de Nogales. En la noche a veces empiezan a pasar droga”, anunció Marroquín. Condujo durante una hora antes de llegar a Nogales y estacionarse en un parqueo de tráileres.
A veces, un patrullero pasa una aburrida noche de espera. Café y cigarrillos en el asiento de su todoterreno, sin escuchar nada ni ver más que un desierto estático. A veces, como le ocurrió al agente Luis Aguilar el 20 de enero de 2008, están tranquilos, a las 9:30 de la mañana, instalando alambre de púas en un camino para evitar que crucen vehículos con droga, cuando una enorme Hummer tripulada por narcotraficantes los embiste. Aguilar es el último agente caído en funciones.
En el estacionamiento donde aparcó Marroquín había siete enormes contenedores. El sitio estaba en lo alto de una ladera. Ahí, un patrullero en bicicleta reportaba el primer movimiento. Desde allá arriba se observaba a pocos metros parte de los casi 50 kilómetros de muro que dividen a Nogales de Nogales. A Estados Unidos de México. Casas de un lado, a cinco metros del muro, y casas del otro, a la misma distancia, sólo separadas por aquella armazón de lámina y tonos grises. Una barrera de ocho metros de alto y con cimientos enterrados a un metro y medio, construida inicialmente a principios de siglo, con desperdicios que quedaron de la guerra de Vietnam. Armazones de combate echadas a perder.
En la zona de Tucson hay 107 kilómetros de muro y 193 kilómetros de barreras bajas que impiden el cruce de vehículos que, si pretenden pasar al margen de la aduana, llevan droga, migrantes o cualquier otra mercancía ilegal.
Marroquín conversó un momento con el agente de la bicicleta, se bajó del vehículo y tomó sus largavistas. Apuntó a la ladera en territorio mexicano, en línea recta. “Ahí están”, señaló. Nos dejó los largavistas y ahí estaban: dos hombres sentados, camuflados por el café de la hierba quemada por el frío. Observaban cómo los observábamos desde el otro lado de la frontera.
“Son halcones del narco o migrantes, vigilando el movimiento de este lado para decidir cuándo pasar o para avisar a los que tirarán la droga en qué momento tienen que hacerlo”, dijo Marroquín. El juego del que nos había hablado empezaba a dibujar sus reglas: ellos, sentados en aquella ladera, intentarían cruzar en algún momento. Los patrulleros, vigilando de este lado, intentarían evitarlo. Los dos grupos, viéndose durante unos minutos. A ellos, los del lado latinoamericano, les correspondía marcar el inicio del juego del gato y el ratón.
La calma interrumpida
A las 5:40 de la tarde, el sol lanzaba sus últimos destellos anaranjados. “Está por oscurecer y es cuando el movimiento empieza, pero pueden permanecer ahí durante horas. Saben esperar”, dijo Marroquín, y sugirió que siguiéramos recorriendo el muro de Nogales. El radiocomunicador del todoterreno empezó a soltar indicaciones. Con la precisión de los trabajadores de una fábrica, los de un lado y otro se activaron con el ocaso: “Tenemos un pequeño carro intentando cruzar en el área de Sásabe”. “Hay persecución cerca del cañón de Abraham, dos grupos diferentes”.
Esos sitios, dijo la agente, están alejados de la zona de Nogales. Y siguió pegada al radio, a la espera de que algo ocurriera en el sector. “Esta es la temporada calmada porque a esta hora, en otras fechas, parece que se viene todo México y toda la droga que hay”. Sus palabras parecieron convocar el movimiento. La radio ya no dejaría de sonar en al menos una hora.
“A todas las unidades cercanas, están lanzando droga por la malla”, resonó dentro del vehículo a las 6:15. “Ese es el nuestro”, dijo Marroquín echando a andar su camioneta.
Otra patrulla estaba estacionada en una calle paralela al muro. La línea de casas entre el muro y la calle impedía que del otro lado los halcones divisaran las patrullas. Con las luces apagadas y los radios al mínimo, los agentes aguardaban el momento de entrar en acción, a la espera de que no les ocurriera nada a los dos patrulleros en bicicleta que fueron a interceptar los paquetes que eran lanzados desde el otro lado del muro y atrapados por un mexicano del lado estadounidense.
“Siempre son peligrosos los decomisos en el muro, porque a veces disparan desde el otro lado para evitar que atrapemos al que está atrapándola de este lado”, susurró Marroquín, pegando la oreja a la bocina conectada a su radiotransmisor.
Uno de los agentes bajó por la calle, sudando. “Unas 30 libras de marihuana”, dijo antes de volverse a subir a la bicicleta y regresar a apoyar a su compañero con la otra mochila incautada.
¿Y qué pasó con los que atrapaban las mochilas? “Se me corrieron”, alcanzó a responder el agente mientras pedaleaba cuesta arriba.
Sí, se le corrieron, pero tampoco los persiguió. “Así es este juego”, explicó Marroquín. “No nos arriesgamos en una persecución que implique riesgos para los agentes u otras personas. Si decomisamos la droga y ellos se corren para el otro lado los dejamos ir, no sabemos si van armados. Nos cuidamos de no meternos en una balacera o en seguir a gente que pueda ir armada”. Los agentes volvieron con dos mochilas más. 90 libras decomisadas.
¿Por qué los del otro lado intentan cruzar paquetes por esta zona, sabiendo que la mayoría de las cámaras vigilan el sector del muro? Para todo hay una explicación en este juego, una estrategia del que intenta, en la que el que atrapa cae, porque no le queda de otra. “A veces tiran la droga por aquí y más allá en el muro y un poco más allá, en tres lugares, para ocuparnos a los agentes y distraernos de otros sectores donde están pasando vehículos. Igual, los narcotraficantes a veces mandan a grupos grandes de migrantes para que los atrapemos y dejemos libre el sector mientras los llevamos a la estación, y poder pasar ellos”, explicó en voz baja la agente Marroquín. “Pero ni modo, aunque sepamos que eso ocurre no podemos dejar que estos paquetes pasen, porque tampoco sabemos por qué lugar van a intentar los otros”.
Diferenciar qué es intento sincero y qué es trampa, ese es aquí el dilema, porque, como ya había dicho Marroquín, a veces, durante momentos intermitentes, parece que toda la droga del otro lado empieza a se lanzada por encima del muro, y todo México y Centroamérica se dejan venir. Y el radiocomunicador del todoterreno lo reporta.
7:12 P.M. El mismo que antes se le corrió al agente de la bicicleta estaba atrapando paquetes que le lanzaban desde México, a sólo unos metros de donde antes le habían quitado sus 90 libras.
7:21 P.M. Dos migrantes detenidos a unos kilómetros del muro. A la vez, por una de las cámaras se divisó a un hombre del lado mexicano que caminaba alejándose de donde estábamos, con dos mochilas, iguales a las que acababan de atrapar.
7:24 P.M. “Una persecución en la zona del cañón de Abraham. Un grupo de migrantes”. Se escuchó en el carro mientras la agente Marroquín seguía recorriendo el muro.
7:31 P.M. En el retén de la carretera Interestatal 19 detuvieron a un grupo de cinco indocumentados mexicanos que intentaban colarse en un fondo falso de un camión. El conductor, al ver el retén, huyó.
8:03 P.M. Una persona se saltó el muro en la zona del centro de Nogales. El clásico intento desesperado. Intentó confundirse entre la gente, pero dos patrullas lo perseguían. “Casi nunca lo logran de esa manera”, aseguró Marroquín. En la misma zona por donde pasó el indocumentado, unos muchachos se lanzaban paquetes de droga.
8:31 P.M. Nos cruzamos en una esquina con dos agentes. Acababan de decomisar 70 libras de marihuana. ¿Y los cargadores? “Se escaparon, se metieron por ese monte -señaló un conjunto de árboles que estaban a unos tres metros de él- y ya se habrán regresado a México”, explicó un agente joven que guardaba en su camioneta lo decomisado.
Más que un juego a muerte, la frontera es una rutina. Una rutina con huecos. Si se escapan, se escapan. Si lanzan una trampa para despistar, igual hay que caer, aunque sepan que es posible que sólo sea una carnada, una distracción. Como bien dijo la agente que nos conduce: En un juego es imposible que siempre gane el mismo. La cuestión es dificultar, no impedir del todo.
“Si nosotros construimos un muro de 10 pies, ellos tendrán una escalera de 11 -explicó Marroquín mientras nos alejábamos de las últimas mochilas de droga decomisadas-. La misión de la patrulla es tener control operativo de la zona. Sabemos que siempre van a entrar. Tienes que aprender a perder. Luego de los atentados del 11 de septiembre (de 2001), nuestra misión cambió. Ahora la prioridad es detener terroristas, y segundo a los migrantes”.
Lo curioso es que nunca se ha reportado la detención de ningún terrorista en la frontera entre Estados Unidos y México, si entendemos por terrorista a lo que Estados Unidos llama normalmente terrorista: algún empleado de Bin Laden, algún miembro de Al Qaeda, un insurgente iraquí que trabaje para Muqtada Al Sadr y se encargue de combatir a los soldados extranjeros en su país.
Pero la visión de qué es un terrorista queda abierta a criterios diferentes. “Claro que hemos detenido a terroristas. Los narcotraficantes son terroristas”, justificó la agente, sin retirar la vista de la carretera hacia la base de detenciones de Tucson. “Viven de sembrar terror, y no queremos que lo que hacen en México lo hagan aquí, por eso tenemos a 18,000 agentes en la frontera y seguiremos aumentando el número”.
Como ejemplo de lo que hacen en México, citó el ataque ocurrido en Morelia, Michoacán, el 15 de septiembre de 2008. Ese día, dos bombas estallaron en la plaza central, en medio de cientos de personas que festejaban la independencia de México. Ocho murieron, y muchas resultaron heridas. Las autoridades mexicanas dijeron que se trató de un ataque orquestado por gruos de narcotraficantes en venganza por recientes decomisos de droga efectuados por el gobierno mexicano en esa región.
Por el radio del todoterreno sonó una indicación. El coordinador del sector solicitaba que los patrulleros abandonaran el área del muro de Nogales y dejaran paso a un grupo especial, con armas largas. Informantes estadounidenses del lado mexicano habían reportado que el narco avisó que ejecutaría a policías en su lado de Nogales. A veces, cuando eso pasa, los sicarios intentan huir hacia Estados Unidos, y por eso la Patrulla Fronteriza realiza operativos especiales.
Es imposible saber si es por esta nueva prioridad de la Patrulla Fronteriza que las cifras de migrantes detenidos ha disminuido. O si lo que ocurre es que menos migrantes lo intentan cada año mientras más narcos envían su droga.
439,079 indocumentados fueron detenidos en ese sector de la frontera en 2005. En 2008 la cifra bajó a 281,207 en 2008. En cambio, las 488,760 libras de marihuana decomisadas en 2005 aumentaron a 519,880 en 2008. Se suele entender que lo que se decomisa o atrapa es equivalente o menor a lo que pasa. Esto por una lógica muy sencilla: si se decomisa más droga de la que pasa, el negocio no sería rentable para los narcos. Si atrapan a más migrantes de los que pasan, el negocio no sería rentable para los coyotes.
El desierto, de noche, se convierte en un territorio misterioso. Una inmensidad oscura, donde el movimiento de una rama puede parecer un cuerpo moviéndose. La luz de la luna engaña. Atravesábamos aquel paraje por la Interestatal 19, con el radio encendido: “Otro vehículo entró a unas 12 millas de Nogales, pero se regresó cuando vio a la patrulla. Sigue rondando para intentar entrar”, se escuchó en el radio. “Así nos la llevamos -dijo la agente Marroquín con una pequeña sonrisa-. Correteándolos todo el tiempo”. Y se soltó a contar anécdotas que, aunque involucraran a narcotraficantes, asaltantes del desierto y coyotes con sus migrantes, la hacían reír. Las relató como quien rememora la última y más ingeniosa travesura de un niño.
“Son de lo más creativo. Ya hemos encontrado a tres falsas patrullas de las nuestras, tratando de ingresar droga. Claro, al hablar por el radio y preguntar quién anda ahí, y no obtener respuesta, sabemos que es un engaño. O recuerdo -sonrió moviendo de lado a lado la cabeza- a una señora de 85 años, que llevaba a 16 migrantes en una camioneta que decía: Iglesia de Amor”.
Su sonrisa desapareció cuando recordó que hace un mes un patrullero se topó con tres de los famosos bajadores. “Uno de ellos llevaba una AK-47”. Los bajadores son mexicanos que se internan al desierto del lado estadounidense a interceptar grupos de migrantes. Violan a las mujeres y desvalijan a los hombres. De todo hay en este desierto.
“Y a veces- retomó el tono amable para hablar de un juego, con un toque de ternura- se las ingenian más. Sobre todo los narcos. Una vez detectamos a una camioneta, porque no la cubrieron bien. Por la pantalla de control de la base solo veíamos un diminuto punto rojo que no podía ser ni una persona, ni un animal, ni un vehículo, y flotaba por el desierto. Al acercarse, las patrullas se dieron cuenta de que era un vehículo lleno de droga, pero cubierto por un metal invisible a la luz infrarroja.
De película. Los narcotraficantes consiguieron alguna especie de fibra de vidrio o metaloide, germanio o algo parecido, y cubrieron todo un carro, pero dejaron descubierto un pequeño pedazo que los delató. Por eso, la frase con la que Marroquín cerró el anecdotario mientras entrábamos al cuartel de Tucson, cayó como anillo al dedo: “todo lo que te puedas imaginar que ellos han hecho, lo han hecho, y todavía más”.
Llegamos al centro de detención de Tucson. Si este es el juego del gato y el ratón, en ese momento entrábamos en la ratonera. Aquella es una base, iluminada con luz blanca, muy parecida a cualquier comandancia de policía. Unos agentes tomaban huellas, otros le quitaban las esposas a un recién detenido. Cuatro patrulleros vigilaban, como siempre pasa, de día y de noche, los 38 monitores que proyectan sin variación el desierto y el muro. Dos pantallas grandes de computadoras mostraban puntitos rojos, como los que esta noche se escabulleron de los agentes en medio de la montaña y el pico Diablito.
En uno de los cuartos de detención se podía ver por el cristal a siete indocumentados, envueltos en mantas militares y acostados en las banquetas de loza gris. “Esos son los que tienen cargos”, explicó Marroquín. Que si han entrado más de una vez como ilegales, que si violaron o robaron, o condujeron borrachos. Sea lo que sea, todos irán ante un juez que les dirá si serán deportados o encarcelados. “Aquellos de allá -señala Marroquín- son indocumentados sin cargos”. Tres hombres decepcionados, encorvados en otra habitación, permanecían callados en similares bancas, recostados en la pared.
“Esto a veces está repleto, pero más de madrugada, porque siempre intentan de noche”, justificó Marroquín la baja presencia de capturados. “A veces se gana, a veces se pierde”, había dicho. Lo que haya adentro de esos dos cuartos es lo más parecido a un marcador.
Habían pasado nueve horas de recorrido, entrábamos ya a la madrugada y aún no habíamos visto ni un operativo de detención de migrantes. Queríamos ir allá donde algún patrullero reportara el paso de un grupo. Era en ese momento cuando se podría ver qué tan implacable es la Patrulla Fronteriza en este juego diario. Era en esa acción en la que se podría evaluar cómo un grupo de indocumentados sin más que agua, un poco de comida y cansancio en las piernas se enfrenta a un grupo de agentes que en este sector no se pueden quejar de falta de equipo: 28 helicópteros, incluidos tres A Star B-3, consideradas de las mejores máquinas para realizar vuelos a ras de suelo y aterrizajes en lugares inhóspitos. Nueve avionetas Cessna, 140 caballos, 1,800 vehículos y una cantidad de cámaras, radares y sensores de tierra que no revelan por motivos de seguridad.
Marroquín cumplió su promesa. Ver la rutina diaria. El minuto a minuto, que a veces es trepidante y a veces muy silencioso. Entró en su todoterreno decidida a unirse a alguna patrulla que hiciera “tracking”. Que le siguiera el rastro a un grupo en el desierto o en los valles. “Iremos a Bear Valley. Ahí, si algo se mueve a estas horas, anda en algo ilegal”.
Nos dirijimos hacia el campamento Montana, en medio del Valle del Oso, un paraje de árboles y calles de tierra. Llegamos a la base improvisada, pero no había nada que reportar. El agente de turno en esa estación móvil había perdido el rastro de un grupo hacía poco menos de una hora. “No los volví a ver”, aseguró. Y, a esas alturas, ya habrían descendido del valle, y estarían de nuevo en desierto abierto.
“Bajemos de nuevo”, recomendó una agente Marroquín empecinada en encontrar un “tracking”.
Fue entonces, descendiendo por aquellos caminos irregulares, bordeando el desfiladero, cuando escuchamos por el radio la transmisión que provenía desde este lugar donde ahora todo ha terminado, Arivaca. Era la 1:20 de la madrugada cuando empezó la persecución de este grupo que acaba de ganarle a la famosa Border Patrol en el desierto, en medio de Diablito Peak y Diablito Mountain. Un “tracking”. El juego en su plenitud.
El radar GSR había lanzado la señal. Los perdieron de vista. Los volvieron a ver minutos después, cuando se reunían con otras cuatro siluetas en el desierto. Los agentes se ubicaron en el montículo de Arivaca, desenfundaron sus largavistas de visión infrarroja, enviaron a tres patrulleros a rastrear la zona. “Tracking”. Cambiaron de rumbo. “Van al sur”. “Ahora al norte”. Y, finalmente, en una escena, en medio de una persecución de 15 contra ocho, el juego quedó claro. “A veces se gana, a veces se pierde”. El de los binoculares se bajó del carro. Dejó de perseguirlos con la vista. Esto se acabó.
Perder o ganar, cuestión de un movimiento
Aquí, en Arivaca, esas siluetas lo han logrado. Unas 240 libras de marihuana más se venderán en el mercado estadounidense. O, si no eran burreros, ocho migrantes más buscarán un trabajo que les permita enviar remesas a México o Centroamérica. Siguen ahí, en algún lugar del desierto, y no saben que han ganado, que pueden dejar de esconderse porque los patrulleros de la zona que los buscaban ahora se retiran en la misma dirección en la que vinieron.
Esta es la dinámica de lo posible, no de lo infranqueable. “Hay que aprender a perder”, repite la agente Marroquín. “Lo que buscamos es tener un control operativo de la frontera”. Es lo real. Cerrar esta frontera es una ilusión que se vende desde despachos políticos. Aquí, mantenerla bajo control, cediendo y apretando, es lo que se puede. Así: lo que se puede.
No hace falta ver un tracking exitoso para entender cómo pierde el ratón. Se pierde dando un paso en falso, asomando una cabeza, entrando en la línea visual de unos binoculares, encendiendo un cigarrillo. Se gana haciendo lo contrario.
Marroquín insiste en continuar: “Vamos al retén de la Interestatal 19. A esta hora suelen salir algunos grupos para ver si los recoge la camioneta que los tiene que ir a traer”. Son las cuatro y media de la madrugada cuando llegamos al retén de la Interestatal. Aquí está la otra cara de la moneda.
Al menos para ellos dos, el juego ha terminado. Perdieron. No consiguieron sortear las trampas. Dieron un paso en falso en este desierto. Hicieron un torpe movimiento, y ahora están refundidos en un remolque, en la celda del fondo instalada a la par del retén vehicular.
Es una pareja de indocumentados hondureños. No se pueden ver, porque se esconden tras unas mantas verde olivo en el fondo de la pequeña celda. Se intuyen jóvenes cuando dicen que no quieren hablar con nadie. Se oyen decepcionados, y es normal. Estaban a un paso de ganar. Resulta que se separaron de su grupo, creyendo que podrían salir a la carretera y pedir un aventón. Eso le explicaron a los patrulleros que los capturaron cuando los dos intentaban volverse a internar en el desierto al ver un carro con sirena acercándose.
Amanece, y la jornada está terminando en esta carretera que conecta a Tucson con Phoenix, la ciudad destino de la mayoría de los migrantes que andan por los alrededores. Intentándolo. Hay desierto a un lado y desierto al otro, y el frío decembrino sigue presente, crecido e implacable.
Han pasado 14 horas desde que nos subimos al todoterreno de la agente Marroquín.
Salimos del remolque. La pareja de hondureños no quiere conversar. Es normal. Enfrente está el retén de los patrulleros que intentan evitar que droga e indocumentados pasen por este embudo. Este es el último peaje de la Interestatal 19. Todos están de acuerdo: si logran sortear esta trampa, es casi seguro que ya ganaron. Pero pocos lo consiguen. Camiones con fondo falso, migrantes escondidos en los lugares más inverosímiles de un carro, como dentro del tablero, y droga viajando entre las llantas, en el cielo falso o impregnada en el traje de alguno de los tripulantes.
Al salir, la agente Marroquín está ahí, bostezando tras el maratónico recorrido. Sabe que no quisieron hablar, y sabe que la escena, a estas alturas del partido, es catastrófica para sus contrincantes. Se ha quitado las gafas, y, restregándose los ojos con los dedos medio y pulgar, dice: “Qué lástima, si no se hubieran asomado a la carretera, no los hubiéramos agarrado. Es una regla, ¡no te asomes a las carreteras!”.
Esta no es una persecución a muerte. La misma Marroquín sabe que la mayoría de sus capturados son personas honradas, como dijo durante el recorrido. Pero lo suyo es un trabajo. Atraparlos, no juzgarlos. Por eso, porque no se trata de amigos o enemigos, sino de roles, es que puede lanzar la frase que acaba de lanzar: “Si no se hubieran asomado a la carretera...”
Pero se asomaron, y ahora otras tres patrullas se han internado en el desierto en busca del resto del grupo. Ellos fallaron, y si fallan, la agente Marroquín y sus colegas tienen que actuar. “Así es este juego -repite ella- , es igual todos los días y todas las noches”.
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Escribo esto mientras un tren desgarra su potente pito a unos metros de aquí. Ese horrible gusano lleva a unos 50 indocumentados centroamericanos prendidos como garrapatas de su lomo. Viajarán ocho horas y lo más probable es que cuando lleguen a la siguiente estación los secuestren.
SLIDESHOW
El inquietante silencio de la muerte
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GUARDIANES DEL CAMINO
Aquí se viola, aquí se mata
CUADERNO DE VIAJE
El día de la furia
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El sur de México funciona como un embudo para los miles de migrantes centroamericanos. Ahí, muchos de ellos declinan aterrorizados de su viaje a Estados Unidos. Secuestros masivos, violaciones tumultuarias, mutilaciones en las vías del tren que abordan como polizones, bandas del crimen organizado que convierten a los indocumentados en mercancía. Este es el inicio de un viaje. Esta es apenas la puerta de entrada a un país que tienen que recorrer completo.
Nadie sabe ni de cerca cuántos cadáveres de migrantes se ha llevado el río Bravo. Este caudal que cubre casi la mitad de la frontera entre México y Estados Unidos suele arrojar cada mes algunos cuerpos hinchados. Enclavado entre uno de los puntos fronterizos de más constante contrabando de drogas y armas, el río, cumple su función de ser un obstáculo natural. Uno letal.