Reportaje  

Nosotros somos Los Zetas”

Un recorrido por el sureño Estado de Tabasco y encuentros con una diversidad de fuentes que solo tras rigurosos rituales de seguridad acceden a contar lo que saben, permite entender cómo el cártel de la droga conocido como Los Zetas logra operar con tanto éxito y con tanta impunidad en un terreno de reciente incorporación: el secuestro de migrantes indocumentados. Lo suyo es atemorizar, matar e infiltrar. Infiltrar todo. Todo.
Texto: Óscar Martínez/Fotografías: Toni Arnau
Publicada el 24 de agosto de 2009 - El Faro

Una calavera de res cuelga en una de las paredes del rancho La Victoria, en en el sureño estado de Tabasco, donde 52 migrantes centroamericanos permanecieron secuestrados por Los Zetas durante una semana.

 

-Luego de más de una semana en esta zona no me queda otra que decirle que su vida tiene que ser muy complicada. ¡Diablos: lo pienso y no entiendo cómo sigue vivo! -le digo.


El agente secreto sonríe con orgullo, mirándome fijamente mientras abre un silencio misterioso. Vuelve la vista hacia la puerta, a pesar de que sabe que estamos solos en este pequeño café. El local tiene estructura de pecera, rodeado por cristales a través de los cuales podemos ver hacia afuera y nos podrían ver, de no ser por el árbol de mango que nos oculta en la mesita del fondo.


-Con inteligencia –responde, finalmente-. No me muevo en una camioneta del año, de esas grandes. Nunca porto mi arma a la vista y no aparezco en eventos más de lo necesario.


No hace falta traducir. Un evento aquí no puede ser otra cosa que un evento de ese tipo: el asesinato de alguno de los policías de uno de los pueblos de esta franja del sureste mexicano, la escena del crimen que queda detrás de una balacera entre militares y narcotraficantes, la intervención armada en un rancho perdido entre el monte donde esos criminales, los que mandan aquí, los del cártel de la droga conocidos como Los Zetas, tienen a una cincuentena de migrantes centroamericanos encerrados. El celebérrimo “secuestro express”.


-Pero a veces parece imposible conseguirlo -insisto-. Esto es como un... ¡Hay que vivir en puntillas! Nunca se sabe quién es quién. No es posible estar seguro de si el que vende tacos solo vende tacos o si los vende como coartada para vigilar la calle.


El agente lo sabe. Él vive bajo estas reglas del sigilo. Los ojos escrutando el derredor todo el tiempo, atentos a si ese carro pasó ya dos veces o si aquel hombre parece mirar de reojo. Él lo sabe y por eso solo aceptó que nos juntáramos cuando le di la referencia de un conocido. Y aún así, no empezó a hablar hasta revisar de arriba abajo mis documentos de periodista. Veía la foto y luego a mí, la foto y a mí. El sigilo y el anonimato, esas son las normas de oro que han sido impuestas. No ser nadie, parecerse a otro cualquiera del rebaño que vive atemorizado, bajando la vista y mirando el pavimento ardiente de estos pueblos que rodean a Villahermosa, la capital de Tabasco, en la frontera con Guatemala. Era obvio desde el principio que el trato bajo el que nos reunimos pasa por no revelar el sitio exacto ni la corporación a la que el agente pertenece.


Él vuelve a sonreír. Le causa gracia ver en mi rostro el reconocimiento de que él trabaja en un terreno donde su enemigo manda y vigila. Todo el tiempo y con decenas de ojos a su servicio.


-Por eso es necesario moverse despacio, entrar lentamente, no de golpe, y tener mucho cuidado a la hora de preguntar. Mucho cuidado -responde, termina su café de un trago, y pasa a lo concreto-. Y al final, ¿fueron ayer al rancho que les dije? ¿Pudo tomar fotos el fotógrafo? -pregunta.


-Sí, sí fuimos. Tomó las que pudo. El escenario era escalofriante -respondo.


El rancho cementerio


La lluvia fue la que hizo que el rancho La Victoria terminara de parecer un montaje. Aquello era demasiado obvio. Era como si un delincuente se disfrazara con un parche en el ojo, un enorme gabán negro y una cicatriz en la mejilla. El rancho era toda la escenografía del secuestro que podemos esperar que salga de nuestro imaginario.


Cuando llegamos, el rancho lucía vacío, solo tres policías judiciales custodiaban a los dos agentes del Ministerio Público (MP) que colgaban el letrero de clausurado. Más allá de la portezuela de entrada, que distaba unos tres metros de las vías del ferrocarril, estaba la casa central del rancho. Una típica vivienda sureña estadounidense, toda de delgados tablones de madera, con dos cuartos centrales rodeados por completo por un corredor donde en otro contexto suelen ubicarse las mecedoras para pasar las tardes de calor. Todo pintado con un verde esmeralda ya descascarado por el tiempo.


Esa era la armazón. Lo tétrico era el decorado. En el dintel principal del porche colgaba un cráneo de vaca. Al lado de la nave central, unas 100 latas de cervezas se amontonaban estrujadas, del mismo modo que en la parte trasera varias latas de sardinas, frijoles y atún tapizaban el suelo. Y en el cuarto más amplio, el de la izquierda si se veía desde el frente la casa, luego de acostumbrar la pupila a la oscuridad, se podía ver un piso con manchas desparramadas y aserrín regado. La habitación expelía un fuerte y fétido olor a humedad y por toda ella había regados desperdicios difícilmente identificables. Jirones de ropa, pedazos de lata, algo que parecía trozos de madera. Más difícil aún era identificarlos desde afuera, porque uno de los agentes del MP no nos permitió ingresar. Apenas aceptó que Toni Arnau tomara un par de fotografías desde la puerta, luego de insistirle unos minutos.


Ahí, en esa locación de película de terror, es donde el día jueves 3 de julio de este año liberaron a 52 indocumentados centroamericanos que llevaban una semana apiñados en la habitación por un comando -“estaca”, como le llaman en su jerga- de Los Zetas, que regenta este pequeño pueblito llamado Gregorio Méndez.


Dos de los migrantes que viajaban sobre el tren en el inicio de su viaje por México habían logrado escapar cuando justo enfrente del rancho el maquinista, Marcos Estrada Tejero, detuvo la locomotora sin razón alguna, y 15 hombres que cargaban armas largas arrearon a los demás migrantes hacia el rancho La Victoria, en medio de esta nada rodeada por veredas y monte. Los dos que escaparon encontraron más adelante, días después, a un comando militar que realizaba un patrullaje poco rutinario por la zona. Les contaron lo sucedido, y los 12 soldados dieron parte para que se armara un comando con otros 12 policías estatales de Tabasco y 30 de Chiapas. El maquinista está preso, lo detuvieron cerca de Veracruz, tripulando un tren donde más de 50 indocumentados iban encerrados en los vagones, obligados por supuestos zetas. A Tejero lo acusan de trabajar para Los Zetas que fueron atrapados en el rancho, encabezados por el hondureño Frank Hándal Polanco, que salía en un taxi a la hora de la intervención. Ocho zetas fueron detenidos y otros siete escaparon hacia el monte, cargando sus AR-15. En el rancho, se decomisaron pistolas 9 milímetros y fusiles M-16 de fabricación iraquí.


-Lo peor es cómo los tenían -cuenta en voz baja uno de los agentes del MP-. Estaban en shock. Y todos presentaban golpes en la espalda baja. Una franja morada. Luego nos enteramos qué pasó.


Ya en el rancho, los migrantes sabían que se habían encontrado con el lobo del cuento. Estaban en manos de los famosos zetas, ya célebres en el camino del indocumentado centroamericano. Lo sabían porque el protocolo de presentación había sido gritado desde la toma de rehenes. “¡Somos Los Zetas, al que se mueva lo matamos!”. En estos pueblitos no hacen falta tarjetas ni credenciales oficiales. Si alguien dice que es zeta, es zeta. Si alguien lo dice y no lo es, suele terminar en algún cementerio. Los zetas son conocidos internacionalmente como un cártel del narcotráfico, pero desde hace algún tiempo diversificaron sus actividades y ahora se lucran de los indocumentados, a quienes secuestran para pedir rescate a sus parientes.


Adentro del rancho, los criminales organizaron su show de presentación. Por grupos de cinco fueron poniendo a los indocumentados de rodillas, contra la pared, en el porche del rancho, y les empezaron a partir la espalda baja a tablazos, un método de tortura militar identificado en México. Y no es de extrañar. Esta es una de las marcas de una organización criminal que surgió, según la inteligencia estadounidense, a finales del siglo pasado, cuando el cártel del Golfo, uno de los dos más poderosos de México, logró hacer desertar a cerca de 40 militares mexicanos de comandos élite, entrenados en estrategias de contrainsurgencia, manejo de artillería pesada e infiltración. A ellos, y directamente por órdenes del capo Osiel Cárdenas Guillén (atrapado en 2003 y extraditado en 2005 a Estados Unidos), se les encomendó una misión: creen un ejército para nosotros. Por eso no extraña que el verbo “tablear” sea tan famoso en el mundo de los zetas. El mismo mundo de los migrantes.


Entre ellos, las reglas son inviolables, y las consecuencias, fatales. Una de esas noches, la segunda de cautiverio, dos migrantes escaparon del rancho aprovechando el descuido del guarda de la puerta. Se internaron en el monte. Un monte que ellos conocían poco y sus captores como la palma de su mano. Un comando zeta fue a buscarlos. A los pocos minutos, volvieron con uno de ellos. Lo hincaron frente a la puerta del cuarto repleto de migrantes, y Frank les dijo en voz alta:


-¡Miren lo que les va a pasar si andan con pendejadas!


Un disparo en la nuca terminó con la vida del migrante hondureño Melesit Jiménez. El otro migrante aún corría cuando por detrás sus dos perseguidores le atinaron un disparo en la nuca y otro a la altura del abdomen. Poco después de que el cuerpo de Melesit se desplomara frente a los 52 indocumentados, se escucharon allá atrás en el monte las dos detonaciones.


Los siguientes días, ya con un grupo manso, los zetas se dedicaron a violar a las dos mujeres hondureñas del grupo, y a divertirse tableando de vez en cuando a alguno de los hombres, mientras esperaban que los depósitos de entre mil 500 y 5 mil dólares llegaran a una sucursal de transferencias rápidas como rescates enviados por los familiares de los cautivos.


Un secuestro masivo más. Apenas unos días después de la presentación del informe especial sobre secuestro de migrantes que hizo la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México. Un barullo de periodistas que se codeaban por un espacio para meter la cámara de videos o fotos se apiñó en la sala donde se dijo, con la voz ronca del ombudsman mexicano, que con su escaso personal habían documentado en siete meses casi 10 mil casos de secuestro de viva voz de indocumentados que señalaban a Los Zetas en contubernio muchas de las veces con policías. Decenas de titulares aparecieron al día siguiente en portadas de diferentes medios. Luego, todo volvió a la normalidad.


Los secuestros, en este mundo de peregrinos sin papeles, son ya tan comunes como los asaltos en el suroeste mexicano o las mutilaciones provocadas por las altas velocidades de los trenes que parten del centro de la república y sacuden a los polizones que viajan prendidos de ellos. Es tan común que ya no venimos a buscar esto aquí a Tabasco. Ya en noviembre de 2008 habíamos documentado esta dinámica en esta franja atlántica de México, bajo un titular casi parido naturalmente: “Los secuestros que no importan”. Ahora, después de meses de ver cómo Los Zetas se desperdigan por todo el país, de quedar cada vez más claro que se constituyen como un cártel independiente, de escuchar su nombre y oler su miedo en los pueblos del sur, del centro y del norte de México por donde circulan los migrantes, venimos a entender quiénes son, cómo funcionan y, sobre todo, cómo consiguen su principal activo para poder operar a sus anchas: el temor. Generar temblores en policías, taxistas, abogados, migrantes. Hacer marca de su consigna: “Nosotros somos Los Zetas” y poner al interlocutor a bailar su baile con solo esas cuatro palabras.


 

El jueves 3 de julio las autoridades liberaron a 52 indocumentados que llevaban una semana apiñados en una habitación del rancho La Victoria. Los integrantes de la banda, un comando de Los Zetas, torturaron y mataron a dos de los migrantes que intentaron escapar.

 

Eso se respira aquí en Tabasco, una de sus principales plazas y donde inicia el control que detentan sobre coyotes y migrantes. Eso se percibe con ese sexto sentido tan real, tan en la piel, con el que se sabe cuando uno está por ser asaltado en alguna esquina oscura. Se percibe, como nos ocurrió al entrar al pueblo de Gregorio Méndez, en la cara de terror que puso el taxista cuando le pedimos que hiciera un servicio hasta el rancho La Victoria, y él respondió: “No, no puedo ir ahí, no nos dejan, ahí no puedo ir”, y tomó su taxi y se largó. Se palpa en la mirada de los hombres de la camioneta negra que rondaban en la esquina mientras esperábamos que un camión nos internara en los montes de rancherías, y en la pregunta temblorosa del motorista de ese camión, cuando antes de aceptar llevarnos dijo en voz baja: “Pero ustedes... ¿no serán?... es que no quiero problemas con nadie”.


Antes de abandonar el rancho, se notaba el nerviosismo de los tres policías judiciales. Mientras los del MP aún colgaban el cartel de “propiedad incautada”, uno de ellos dijo entre suspiros sosteniendo su AR-15 con firmeza y perdiendo su mirada en los montes de atrás:


-No podemos enseñarles las tumbas, porque ellos andan por allá, en el monte, vigilándonos.


Como siempre, vigilan. Ya me lo había advertido el agente secreto: “Seguro andarán por la montaña, porque deben de tener más armas enterradas en el rancho”.


Y es que ahí cerca, entre la maleza, es donde dos hondureños encadenados para que no escaparan de la migración desenterraron a los dos asesinados en el rancho. A Melesit, ya con los gusanos entrándole y saliéndole de la herida de la nuca, lo desenterraron esa misma noche, cuando un hondureño dijo que sabía dónde estaban ese cuerpo, una ametralladora Uzi y dos cargadores también bajo tierra. El otro cadáver fue desenterrado cinco días después, cuando los dos hondureños encadenados que desenterraron a Melesit fueron desenmascarados en la estación migratoria de Tapachula, a donde habían trasladado a los migrantes para deportarlos a Centroamérica.


Se escuchó un barullo en la celda de hombres y cuando los agentes de migración se acercaron a revisar, se encontraron un linchamiento en proceso. Eran los 50 indocumentados hombres intentando matar a los dos hondureños, zetas los dos.


-¡Ellos son zetas, ellos traían armas y nos tableaban en el rancho, ellos son del grupo! -se oía gritar a la turba.


Entonces los sacaron, ellos aceptaron ser zetas y fueron devueltos a Tabasco, a declarar, a ubicar al segundo muerto, al que ellos mismos habían matado y enterrado.


Los Zetas son como un cáncer que hace metástasis con rapidez y en todo lo que los rodea. Migrantes reclutados como zetas, militares reclutados por la banda, policías, taxistas, alcaldes, comerciantes.


Preguntando al enemigo


-Pero entonces, ¿todo lo del rancho La Victoria fue una casualidad? Es decir, no fue un operativo exitoso, sino dos migrantes que por cuestiones del azar encontraron a un pelotón y contaron que tras ellos quedaban 52 más -pregunto al agente secreto, que vuelve a sonreír, esta vez con una mueca cómplice, que deja muy clara su respuesta. Una sonrisa de obviedad.


-¿Por qué crees que me muevo como me muevo, despacio, paso a paso? -pregunta-. Porque aquí Los Zetas se enteran de muchos de los operativos antes que las mismas jefaturas militares. Tienen orejas en todas partes. Y cuando hay golpes como este es por una de dos razones: o porque todo ocurrió así, rápido, sin planificación, por un pitazo sorpresivo que en este caso dieron los migrantes, o porque se elabora un operativo silencioso, sin andar contándole a todas las corporaciones, paso a paso.


Todo fue una casualidad, cuestión de tiempo, de voluntades, de humores. Si aquellos dos migrantes que huyeron hubieran temido ser detenidos por los soldados... si en lugar de detenerse y denunciar hubieran corrido por el monte... si minutos antes se hubieran detenido a descansar ocultos a la vera de un árbol, al margen de la vereda, y el pequeño pelotón hubiera pasado de largo, nadie sabría siquiera de la existencia de un rancho llamado La Victoria en las afueras del pueblito Gregorio Méndez.


-Ya te dije, tienen muchas orejas repartidas -continúa el agente, que como buen infiltrado siempre sabe sorprender-. Dime, ¿había en el rancho policías judiciales?


-Sí, tres.


-Pues bueno, a uno de ellos lo están investigando porque trabaja para Los Zetas.


¡Lo que faltaba! Durante más de 30 minutos estuvimos haciendo preguntas y comentarios a un policía que está con Los Zetas. Esto es lo que les permite actuar como les da la gana. Así es como logran ser avisados de casi todos los operativos en su contra. De esta manera consiguen enterarse de a qué hora, qué día, dónde y quiénes.


Por eso es difícil actuar en su territorio. Por eso Toni solo consiguió sacar su cámara por breves minutos en todo el viaje. Por eso el agente se mueve con cautela, porque Los Zetas todo lo ven.


Ya es bastante incómodo andar por estos lugares. Ya es bastante atemorizante pasearse por una de las calles de Tenosique, el pueblo donde inicia esta ruta. Ahí, una de estas tardes, un funcionario nos trasladó en su vehículo. Mientras transitábamos por la avenida principal que parte en dos ese municipio de 55 mil habitantes, nuestro piloto iba señalando hacia ambos lados de la arteria, cada vez que nos cruzábamos con un negocio grande de muebles, medicamentos, lo que sea, y decía:


-Al hijo del dueño de ese local lo secuestraron el mes pasado. Al dueño de ese negocio lo secuestraron y lo mataron hace cuatro meses. En esa calle secuestraron al ex presidente municipal, Carlos Paz, en mayo, y parece que la esposa del dueño de aquella farmacia también está secuestrada por Los Zetas...


Aquello es una vitrina de secuestros, un paseo turístico por un pueblo tomado por los narcos, donde las referencias abundan, pero en lugar de ser la esquina donde se tomaba café tal célebre personaje local, apuntan al negocio donde ocurrió el último secuestro o la cuadra donde sucedió la última ejecución.


Los Zetas, cuando dominan, dominan todo. Hacen monopolio del crimen: secuestros, extorsiones, sicariato, narcotráfico, venta al menudeo, piratería, rentas para los coyotes que circulan por su zona, todo les corresponde. Todos son giros de su negocio, y quien quiera dedicarse a alguno de ellos debe ser miembro de la banda o un empleado de ellos.

 

Jesús Acosta, de 27 años, es un nicaragüense que fue secuestrado por Los Zetas en Tenosique. Luego de unos días de secuestro, los migrantes consiguieron escapar tras atacar al vigilante a cargo de su custodia. Una semana después, en Veracruz, Jesús recibió una llamada telefónica de su familia, que el contó que su hermano menor, de 15 años, había sido asesinado en Tenosique.

 

 

-Lo controlan todo y a todas las instituciones. Fíjate que en Tenosique muchos de los secuestros de migrantes ocurren en las vías, justo enfrente de la estación migratoria. Los agentes de migración saben que si mueven un dedo, mañana amanece uno de ellos muerto. Mejor callan y reciben lo que les pagan -explica el agente secreto.


-Habrán tardado mucho en crear esa red -suelto un pensamiento en voz alta.


-No creás -responde-. Ellos vinieron y pegaron fuerte. Lo que hicieron es incorporar a todas las pequeñas organizaciones criminales que ya existían. Si aquí apenas se empezó a escuchar de la banda en julio de 2006, cuando detienen a Mateo Díaz, alias el Comandante Mateo o el Zeta 10.


Antes de eso en Tabasco sonaba con fuerza el Cártel del Golfo, pero pocos conocían a su entonces brazo armado. Finalmente, y tras una noche de imprudencia, Mateo fue arrestado en su pequeño municipio natal, Cunduacán, aquí en Tabasco, por hacer escándalo borracho en el bar La Palotada. Lo atraparon junto a su cómplice guatemalteco, Darwin Bermúdez Zamora. La policía municipal no sabía a quién tenía entre manos, y minutos después de detenerlo, ya veían cómo un comando armado de 15 hombres atacaba con bazucas, granadas de fragmentación y AR-15 la comandancia. Mataron a dos policías en la refriega, hirieron a otros siete, destruyeron patrullas e instalaciones. Entonces se enteraron de que en sus celdas, junto a otros traviesos nocturnos, tenían nada menos que al Zeta 10, uno de los fundadores del grupo, que en 1998 desertó del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales del Ejército, los temidos GAFES, la élite de esa institución. Tenían en custodia al Comandante Mateo, de los delincuentes más buscados del país, encargado de dominar la plaza de Tabasco, Chiapas y Veracruz, tres importantes estados para la entrada de cocaína proveniente de Colombia y balas y granadas compradas en Guatemala que luego utilizan el Cártel del Golfo y Los Zetas. Habían atrapado a uno de los fundadores de un grupo que ahora tiene a sus dos cabecillas en la lista de los más buscados por las autoridades estadounidenses. Cinco millones de dólares por la cabeza del Z-3, Heriberto Lazcano, y la de Miguel Ángel Treviño Morales, el Z-40.


Mateo fue quien llegó a poner orden en esta llamada región de los ríos. Él y sus secuaces fueron los que empezaron a recitar las reglas a las pequeñas bandas locales: o se alían o se apartan. Ellos reclutaron a la pandilla de unos 30 muchachos entre los 12 y los 35 años que se dedicaban a cobrarle 100 pesos a cada migrante que quisieran abordar el tren en Tenosique. Los Zetas les ofrecieron un trato: a partir de ahora, trabajan para nosotros. A partir de ahora, no tendrán problemas con las autoridades municipales ni de migración. A partir de ahora se acabó eso de sacar solo unos cuantos pesos. Vamos a dominar la ruta, cobrar a los coyotes que pasen por aquí, castigar a los que no paguen y secuestrar a los migrantes que no viajen con uno de nuestros protegidos.

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