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Al final del evento varias personas se quedaron conversando o, simplemente observando el otro lado a través de la malla, bajo la vigilancia de la patrulla fronteriza de los Estados Unidos |
No puedo negarlo, disfruto tomándole fotos a la Border Patrol. Desde que llegamos por primera vez a la frontera norte no pierdo la oportunidad. En cuanto veo alguno de los pick ups verdes acercarse por el otro lado de la valla saco la cámara y disparo una buena ráfaga, gastando la tarjeta de memoria en fotografías que muy probablemente luego voy a borrar. No me escondo. Al contrario, hago todo lo posible para que me vean y disfruto de la ventaja (una de las pocas que tiene) que me otorga estar a este lado de la línea.
Puede que tantas horas con migrantes, tantas historias terribles y tantos rostros de decepción entre aquellos a quienes los uniformes verdes les frustraron el sueño de llegar me hagan ver a los agentes de la patrulla fronteriza como adversarios, enemigos ante los que, normalmente, lo único que se puede hacer es huir. O tal vez es simplemente el placer de retar a la autoridad. Un pequeño arrebato de ese anarquista que llevamos adentro los que nos dedicamos a una profesión que tiene como una de sus principales obligaciones cuestionar al poder.
Es inverosímil estar ahí frente a una valla que a veces no mide más de un metro, tomando unas fotografías que, si estuviera tan solo unos pasos adelante, provocarían un arresto inmediato por afrenta a la seguridad nacional. Es tan sólo uno de los absurdos que se vuelven evidentes el día en que uno se planta frente a una frontera. La de México y Estados Unidos tiene 3,141 kilómetros. Más de la mitad de ellos están marcados por el cauce del río Bravo; la otra parte son solamente líneas rectas trazadas sobre un mapa.
Si no has estado en esta frontera, probablemente la idea que tenés en tu cabeza de ella es falsa. Ese muro épico que separa a los ricos de los pobres, a George Clooney de Tin Tan, no existe. La realidad es una mezcla de absurdos e imperativos que la hacen muy difícil de dibujar. Dejame intentarlo.
Las Chepas es un pequeño ejido ganadero situado frente a una zona donde el muro sólo es una pequeña barda contra vehículos de apenas un metro de altura. Resulta que a los habitantes de este pueblito de vez en cuando una vaca se les aleja y se decide a cruzar la barda, seguramente atraída por los jugosos manjares que crecen en el aledaño campo de los Johnson. A primera vista sólo es una vaca a escasos metros de un vaquero. Pero en realidad, en la realidad que importa, es un mexicano en México y su vaca en Estados Unidos. Pueden imaginarse las dimensiones del problema.
Hay más. Los habitantes de Anapra, una colonia periférica de Ciudad Juárez, conectan las antenas de sus televisores a la valla fronteriza. Decenas de cables salen de las casas y cruzan una pequeña calle de terracería hasta empalmarse con la reja. Los kilómetros de metal mejoran mucho la recepción de las novelas y los noticieros.
Los anaprenses acostumbran lanzar la basura al lado estadounidense. Eso les ahorra tener que caminar hasta un contenedor y les evita problemas con las autoridades municipales.
Sigo. Si uno observa desde un avión, le será casi imposible diferenciar Ciudad Juárez, Chihuahua, de El Paso, Texas. Las dos ciudades, situadas en distintos países, parecen una sola desde el aire. Sólo la línea curva que dibuja el cauce casi seco del Río Bravo marca la línea divisoria. Los centros históricos de ambas urbes se tocan como si fueran solo uno. Sin frontera serían la misma ciudad. Con frontera, son dos mundos distintos. Ciudad Juárez es la ciudad más violenta de México. 1,400 homicidios vinculados al crimen organizado en lo que va de año. El Paso es uno de los lugares más pacíficos y seguros de los Estados Unidos de América.
En Anapra, frente a la valla, me dediqué a seguir a un patrullero que caminaba por el lado norteamericano. Le tomé fotografías a escasos 3 metros, disfrutando de la ventaja (una de las pocas que tiene) que me otorgaba estar a este lado de la línea. En ese momento, el patrullero me habló: “Es terrible esta valla para tomar fotos”, soltó en un español fluido, pero con el inconfundible acento norteamericano. Se presentó como agente Jones y me contó que él, a menudo en su tiempo libre, paseaba por ahí y le tomaba fotografias a los niños que jugaban en el camino de Anapra. Se quejaba de que sus imágenes siempre quedaban filtradas por los alambres trenzados. Hablamos de la luz, que es mejor en la mañana si se está fotografiando desde el lado estadounidense y en la tarde si se hace desde el mexicano. Luego nos despedimos. Nos hubiéramos dado la mano, pero la reja lo impide.
Lo absurdas que son las fronteras. Y lo mucho que importan.
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