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#MiHistoriaConElFaro
Gerardo Martínez
El evangelista y un libro perdido
El periodismo se me impregnó desde pequeño. Ver noticias, en lugar de caricaturas, o leer un periódico, en lugar de colorear, se consideraba una anormalidad en un niño pero así me nació el amor al periodismo. Comenzó como un juego entretenido, luego se convirtió en una decisión, una carrera universitaria y, finalmente, en un oficio que ejercí por periodos intermitentes.
El periodismo de El Faro me encontró en 2012, en el primer año de la carrera de Comunicación Social de la UCA. Tenía 17 años. Para entonces, leía mucho periodismo aunque nada como los textos extensos de El Faro cuyo contenido, ahora mismo, ya no logro recordar. Ese primer encuentro fecundó en mí la curiosidad por saber de dónde venían esos textos interminables. Unos meses después, en mi primer Foro CAP, El Faro había ya ganado un nuevo y férreo lector.
El hambre de aprender me hizo devorar de una sentada las crónicas de Carlos y Óscar Martínez, de Daniel Valencia, de José Luis Sanz y de Roberto Valencia. En esas lecturas encontré el periodismo que yo quería hacer y también el tipo de periodista que yo quería ser. Mi hambre fue in crescendo. La cobertura tan prolija de El Faro sobre violencia y pandillas me atrapó. Viniendo de donde vengo, esa reacción fue una obviedad. Encontrarme con textos que no solo narraban, sino que explicaban ese fenómeno tan complejo de vivir entre pandillas para mí fue una revelación, una señal.
En 2013, comencé a ejercer como periodista aprendiz y a cruzar caminos con antiguos y futuros miembros de El Faro. Ese mismo año, salió a la venta el libro Crónicas Negras. Lo tomé como una biblia llena de las verdades más horrorosas e inhumanas que he leído y me enseñó que afuera de los muros y pasajes de mi comunidad había otras comunidades como la mía, padeciendo la misma brutalidad y que, además, cruzando las fronteras cercanas, había más de lo mismo: gente dominada por bichos sin escrúpulos que odian a otros bichos que se les asemejan en todo, menos en el sello que se tatuaron: letras o números. El término ‘Triángulo Norte de Centroamérica’ lo entendí gracias a esas crónicas. Entendí que somos una región con una historia compartida que se cuenta por cicatrices, matanzas, migración, autoritarismo y corrupción a rebalsar. Entendí también el ecosistema plagado de muerte y violencia en el que yo mismo vivía. El Faro me había dado otra conciencia de mi realidad. Entonces, decidí hacer algo con esa nueva conciencia: evangelizar.
Libro en mano, comencé a leerle las aberraciones que ocurrían en El Salvador y Centroamérica a mi novia de entonces. Noche a noche íbamos avanzando en el abismo macabro que los miembros de Sala Negra estamparon en papel. “Yo Violada” nos traumó por varios días; “Nosotros ardimos en la buseta”, nos rompió algo por dentro. Y así, una lectura por noche, un mazazo, indignación, más preguntas, más curiosidad, más crónicas y una conciencia transformada. Mi prédica de la obra de El Faro la trasladé a las redes sociales. Eran tiempos de La Tregua, tiempos complicados para hablar y opinar públicamente del tema. No me detuve ni por las críticas constantes de amigos que respondían combativos, ni por las advertencias de mi familia sobre mis posturas. Yo había asumido una labor: echar un poco de luz donde no la había. Puede parecer una nada, pero yo sugería a mis contactos y seguidores que había que leer El Faro como si de ello dependiera una decisión trascendental en sus vidas, y eso hizo que otros leyeran, que preguntaran, que aguzaran su mirada.
Crónicas Negras me acompañó incluso a la iglesia católica. Una vez, en una reunión de jóvenes leímos, nos indignamos, reflexionamos… y la semilla de la curiosidad quedó instalada. Mi libro, que yo comparo con una biblia, llegó a ser famoso y deseado. Un amigo muy cercano se interesó en él cuando le conté sobre la crónica “El origen del odio”, porque desconocía de dónde venían las pandillas, las mismas pandillas que nos tenían a él y a mí condenados a jamás revelar de dónde éramos, que nos convertían en seres sospechosos no solo para las autoridades sino también para la pandilla contraria que gobernaba en otras colonias.
En la universidad, la idea de ser y hacer periodismo también la iluminó El Faro. Mi grupo de amigas y yo coincidimos en que había que seguirle los pasos a esos colegas que habían transitado nuestras mismas aulas. Evangelizar en la universidad fue sencillo porque entre estudiantes hablábamos el mismo idioma. Pero evangelizar a mi familia fue todo lo contrario. La generación de mi mamá y mi abuela conocieron las balas y la muerte durante la guerra. De violencia ya sabían bastante por experiencia propia, pero hablar de aquello era una prohibición que, aunque no estaba escrita, la teníamos entendida. Un día, sentado en la sala, les pedí que viéramos juntos el documental Las Aradas: masacre en seis actos. Me di cuenta que ellas vivieron la guerra sin poder nombrar a los victimarios, porque la historia que ellas escucharon era la que habían contado esos mismos victimarios. Ver aquel documental significó para ellas reaprender la historia, recordar lo que sabían, contar por primera vez lo que vivieron, preguntarse a sí mismas por personas que jamás volvieron a ver y preguntarme a mí qué más sucedió. Esa experiencia de ver y escuchar a las víctimas, a mi mamá y a mi abuela les dio valor para relatar su propia experiencia personal con la guerra. El silencio sobre la guerra no volvió a ser el mismo.
Mi familia, como casi todo el país, está marcada por la guerra y también por la migración. La mitad de mi familia está en Estados Unidos. Algunos se fueron antes de que yo naciera, a otros, nunca los he conocido en persona. Eso me llevó a leer Los Migrantes que no importan porque, una vez más, yo quería entender para luego evangelizar. Al terminar de leerlo, colgué una foto de su portada en mi Instagram y, un día, uno de mis tíos que migró a los 15 años hacia Estados Unidos me preguntó por esa foto. Le conté y tiempo después, estando él de visita en el país, sin tan siquiera hacer alusión al libro, él decidió contar su historia de migración mientras departíamos con cervezas. Inmediatamente, otro de mis tíos contó su historia, todavía más cruel. Esa tarde, una vez más, el periodismo había provocado un quiebre y había liberado las historias de vida, historias tan cercanas, tan comunes, pero a la vez tan secretas por el dolor que todavía provocan. Si alguien duda de que el periodismo cambia cosas, esto demuestra que es así.
Hoy evangelizo desde otras trincheras. Ya no lo hago con mi libro-biblia de crónicas despiadadas. En el cumplimiento de la misión presté ese libro a una amiga y no regresó. Si ella lee esto quiero que sepa que la disculpo y que deseo que el libro de Crónicas Negras haya llegado a manos de otros que, como yo y muchos de mis evangelizados, tuvieron curiosidad, leyeron, se indignaron, se hicieron preguntas y desarrollaron conciencia. Cierro con esto: leer periodismo de calidad es ahora mismo un acto de rebeldía. Hacerlo, emitir una crítica, compartir una investigación implica sufrir el linchamiento digital, implica recibir los insultos de troles que escupen odio. Pero entre toda esa bazofia todavía hay personas —lo son en menor número— que nos ven a quienes evangelizamos como terceros creíbles, como mediadores frente al discurso de “estás conmigo o contra mí”. Por esas personas que tienen miedo a opinar públicamente, pero lo hacen por chats o en pláticas personales; por esas personas que todavía alcanzan a ver matices entre los polos del fanatismo; por esas que deciden hacerse las preguntas correctas y buscar las respuestas en el periodismo como el que hace el Faro, por esas personas es que sigo y seguiré evangelizando. Es un compromiso y un deber. Es por amor a este oficio.
Feliz 25 aniversario.
Con todo el orgullo de ser lector y excavador.