Lo primero es recordar que no hay peor situación en materia de derechos humanos que la incapacidad del Estado para proteger a la población. Los victimarios también son personas, sin duda, y tienen derechos, pero hay que atender en primer lugar los derechos de las víctimas. De éstas las hay en todos los sectores sociales. Pero las más vulnerables son siempre, en esto como en todo lo demás, las mayorías empobrecidas. De ahí proceden “los lamentos cada vez más tumultuosos que suben hasta el cielo”, como en su momento reclamase ante la represión y el terrorismo de Estado, Monseñor Romero. La situación de zozobra se ha vuelto ahora similar.
Nadie quiere para el país un Estado policiaco, ni una involución a situaciones de uso arbitrario de la fuerza como en los tiempos de las dictaduras militares. Pero tampoco un Estado débil, que desatienda sus obligaciones más elementales, entre ellas, la de brindar adecuada protección a la ciudadanía. En una situación de emergencia como la que enfrentamos, la meta inmediata es “sacar de la circulación” a los delincuentes.
El objetivo primero del sistema penitenciario deja entonces de ser la rehabilitación y la reinserción. Habrá tiempo más adelante – argumenté en mi columna anterior– una vez la situación se normalice y se haya controlado el actual caos. Tal vez dentro de cinco o diez años se pueda priorizar esta noción civilizada, garantista y humanitaria. Hoy por hoy no procede. No lo permiten ni la gravedad de la situación ni la presión ciudadana. Hay que atender el “sentido común” de las mayorías, que reclaman acción y acción enérgica.
Para un gobierno que ha decidido guiarse por “la opción preferencial por los pobres” que postulaba Monseñor Romero, el problema de las pandillas o maras, sin que necesariamente sea el primero o el más grave, debe ser atendido de manera prioritaria pues es el que más afecta a los cantones, barrios y colonias populares. Los mareros han extendido a zonas de gran pobreza y vulnerabilidad el pago de la renta, las extorsiones, los secuestros, las violaciones y los homicidios. Asesinan al que no colabora o no paga, al que tiene vínculos con la pandilla rival o con la policía, al que se sale de la mara, al que se niega a entrar a ella.
El Estado debe recuperar el control del territorio, que en los últimos tres lustros se ha ido perdiendo. Como indicábamos en una columna unos meses atrás – Y ahora, ¿quién podrá salvarnos? – se necesita poder ir declarando “territorios libres de delincuencia” a las zonas hoy más peligrosas. Las pandillas o maras, lejos de “proteger el barrio” o de ser expresión de una subcultura juvenil, han degenerado a formas clásicas de extorsión mafiosa, de distribución de droga, de sicariato y de venta de protección. Constituyen la prolongación del crimen organizado, se han convertido en estructuras a su servicio.
Lógico es proceder como en Estados Unidos, que se dotó de leyes especiales contra el crimen organizado que de hecho hacen a un lado la presunción de inocencia y se fundamentan en la presunción de culpabilidad. O como en España, donde ante el accionar terrorista de la ETA, ésta fue declarada “banda armada”. La sola pertenencia o colaboración con dicha organización es perseguida y penada con dureza. Sus presos son enviados a cárceles alejadas, separados de su entorno. Visitas familiares reciben sólo muy de vez en cuando y la “visita íntima” es un privilegio del que sólo gozan en contados casos.
En El Salvador la tipificación de “agrupaciones ilícitas” resulta demasiado ambigua y poco severa. Urge declarar a las dos pandillas, responsables de crímenes horrendos, que atemorizan a la gente y tienen de hecho secuestrado al país, “banda armada” o alguna figura jurídica similar. Eso permitiría proceder contra sus miembros por su responsabilidad compartida, aun en los casos en que sea difícil individualizar la autoría de los delitos. La filosofía o doctrina es que no hay “inocentes” en el seno de una estructura criminal. Todos los miembros de una clica son responsables de lo que haga la clica. Los que pertenezcan a una mara deben responder por los delitos que cometa su pandilla.
Obviamente, será urgente construir nuevos centros de internamiento con capacidad suficiente. Una meta deseable fuera, en el primer año del plan de emergencia, meter presos a la mitad de los miembros de pandillas. Por las cifras que se han venido manejando, eso sería algo así como quince mil. El reto es grande, no sólo para capturar, también para “alojar” a tanto marero. Pero sólo así la población sentiría un verdadero respiro, las pandillas quedarían claramente a la defensiva, probablemente imposibilitadas de seguir intimidando, simplemente en desbandada, sin capacidad de reacción. Y la gente empezaría entonces a dar un auténtico apoyo al Plan de Seguridad, con información confidencial, denuncias, testimonios y otras formas de colaboración. Ese activo respaldo es crucial.
La prevención debe impulsarse desde ya. Sus frutos tardarán años en verse, tal vez cinco o diez. Hay que rescatar a los que se pueda de la actual generación de jóvenes inducidos a la violencia y procurar que la siguiente generación no se involucre en la misma. Si funciona la represión, prioritaria hoy, más adelante podrán confluir ambas líneas estratégicas. De hecho son complementarias. Izquierda y derecha, progresistas y conservadores deberían comprenderlo así. Quizás en una década, si se tiene éxito, pueda ser declarado todo El Salvador “territorio libre de maras”.
Será entonces tiempo de entrarle al problema de fondo: los delitos llamados “de cuello blanco”, el lavado de dinero y el contrabando a gran escala, la industria del secuestro, la trata de personas, el narcotráfico y el crimen organizado, con todas sus redes, sus alianzas y complicidades. Puede que aparezcan “peces gordos” y que nos llevemos sorpresas. Pero esto requerirá de un esfuerzo de largo aliento, inteligencia policial y un paciente trabajo de investigación.
Es ésta una batalla que se puede ganar. A favor tenemos la pequeñez, tanto del territorio, como del tamaño de la población. A favor está la cultura del salvadoreño, su sentido común, su inteligencia y empeño, capaz de lograr proezas cuando se lo propone. A favor juega la hábil política de unidad nacional del actual gobierno. El Presidente Funes ha de lograr ganarse a la población, lo que le facilitará enormemente cumplir con su elevada responsabilidad. No le habrá de costar hacer una buena Presidencia si consigue su apoyo. Así como lo obtuvo nuestro querido Arzobispo-mártir, quien afirmó agradecido: “Con este pueblo no cuesta ser buen pastor.”