Un tiro. Un charco de sangre. Minutos después llegan los periodistas. Un par de familiares lloran frente a las cámaras. Claman justicia. No hay respuestas, solo preguntas. Corte comercial. A los que lloran no los volvemos a ver, al menos no hasta que eventualmente alguno de ellos mismos se vuelva protagonista de este macabro “reality” de cada día.
3,942 en el 2014, 6,657 en el 2015 y 5,278 en el 2016. Una tasa de casi 81 asesinatos por cada 100,000 habitantes en el año recién pasado.
En este país somos campeones en contabilizar muertos. Y, no me entiendan mal, hay que seguir haciéndolo. Hay que registrar, reconocer y llorar cada vida perdida. Estas son las víctimas que no volverán. Sin embargo, hay víctimas que se quedan. Son las madres y padres, hermanos, compañeras de vida y amigos de quienes mueren a diario.
El eje 4 del tan celebrado “Plan El Salvador Seguro” , lanzado por el Gobierno y el Consejo Nacional de Seguridad y Convivencia Ciudadana a mediados del año 2015, contempla el desarrollo de una ley y una política “para la articulación de la oferta institucional orientada a garantizar la atención integral y la protección de las personas, familias y comunidades víctimas de la violencia.”
Hasta la fecha, poco de lo propuesto ha pasado del papel a la práctica. Y si pasaría es dudable que la gran cantidad de víctimas se acerque a reclamar estos servicios. La confianza en las autoridades responsables de la justicia y la protección de las víctimas es mínima, por el hecho de que muchas de estas autoridades son administradas o infiltradas por los mismos perpetradores.
Creeríamos que de quiénes son estos perpetradores tenemos conocimiento de sobra. El circo mediático se encarga a diario a condenarlos como terroristas o celebrarlos como héroes, respectivamente.
Más bien deberíamos preguntarnos ¿quiénes son las víctimas de las múltiples violencias que hoy se viven en este país?
La Asamblea General de la ONU en su Declaración sobre los principios fundamentales de justicia para las víctimas de delitos y del abuso de poder comprende como víctimas a “personas que, individual o colectivamente, hayan sufrido daños, inclusive lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdida financiera o menoscabo sustancial de los derechos fundamentales.”
En El Salvador esto aplica sin ninguna duda antes que nada a las salvadoreñas y los salvadoreños de a pie. Mujeres y hombres, jóvenes y ancianos quienes cada día salen a trabajar con la preocupación de llevar algo de comer a la casa para sus familias. Personas que se esfuerzan para dar un futuro mejor a sus hijos, poder pagarles sus estudios, enseñarles a ser honrados. Son justamente ellos quienes son victimizados de manera múltiple en nuestra sociedad.
A parte de sufrir la violencia de la escasez diaria y del estigma del pobre son los arrinconados en una guerra sin sentido. Por temor pagan la extorsión a las pandillas hasta ya no poder y sobreviven únicamente por seguir un mapa interiorizado sabiendo qué calle no cruzar y qué bus no tomar. Ellos pasan las noches sin dormir en medio del fuego cruzado, rezando porque ninguna bala perdida los encuentre en su casa. Ellos aguantan las amenazas de las pandillas y las redadas con golpes e insultos de las autoridades. Cada vez en cuando lloran a algún familiar, vecino o amigo de la colonia, quien en el momento equivocado había estado en el lugar equivocado.
Luego, sin pretender establecer ninguna jerarquía, son víctimas los miembros de la PNC y de la FAES junto a sus familias. Son víctimas en cuanto a que muchos de ellos son ajenos a este conflicto, subsisten con salarios de hambre arriesgando sus vidas cada día y son asesinados mientras descansan con sus hijos.
Son víctimas también los muchos cuyos hijos o hermanos han decidido unirse a una pandilla en busca de reconocimiento y respeto. O las niñas y jóvenes quienes por ingenuidad o a la fuerza se han hecho novia de un pandillero renunciando para siempre a la soberanía sobre su cuerpo. ¿Cuánto pesará el dolor de estos padres quienes cada noche cierran los ojos con la conciencia de haberse equivocado, de no haber dado lo mejor a sus hijos y los abren en las mañanas pidiéndole a Dios que sus hijos no cometan ninguna locura? Son casi medio millón los salvadoreños quienes son relacionados directamente a algún pandillero y no cuesta imaginar el miedo y la preocupación constante en la que viven.
Y por último, aunque no con menos insistencia, tenemos que reconocer que también son víctimas los y las jóvenes miembros de las pandillas. Esto definitivamente resulta difícil de aceptar, pero si obviamos este hecho, no hemos comprendido la compleja realidad social en la que vivimos y mucho menos seremos capaces de erradicar la violencia de nuestra sociedad. ¡Ojo! Los pandilleros son victimarios, sí. Muchos lo son de manera directa porque han asesinado, violado o extorsionado. Otros muchos lo son de manera indirecta por el solo hecho de pertenecer a un colectivo que en su conjunto controla y aterroriza a las comunidades en las que tiene presencia. Sin embargo, antes de convertirse en victimarios son víctimas.
El PNUD, en su último informe de desarrollo humano sobre El Salvador , afirma que las pandillas son “un resultado extremo de la incapacidad de la sociedad salvadoreña de proveer oportunidades reales para su gente, en este caso particular, para los jóvenes.” Estos jóvenes en muchos de los casos no han tenido el amor de una familia, un padre, una madre que los tomara en serio y les enseñara con su ejemplo a controlar los impulsos, a ser honrados y a respetar a los demás. No han crecido en colonias donde existía confianza y solidaridad entre los vecinos, sino más bien donde regía el miedo y el desprecio.
De ser nadie en su casa pasaron a ser nadie en el sistema educativo y luego nadie en el mercado laboral hasta tal punto que llegaron a la convicción fatal de que solo en la pandilla son –y serán- alguien. Obviamente hay muchísimos jóvenes que crecen bajo condiciones semejantes y no se hacen pandilleros, pues no existe aquí ninguna causalidad lineal y es por eso que el informe habla de “un resultado extremo”. El que los pandilleros sean víctimas no quita nada de su ser victimarios, de la condena de todas las atrocidades que se cometen en nombre de su pandilla y de la necesidad de que por cada hecho violento se haga justicia. La impunidad ya ha causado suficiente daño en el país.
Pero aun así, reconocer la condición de víctimas de los pandilleros no suena bien en los oídos de la sociedad. Es más, duele y se resiste a encajar en los imaginarios de costumbre. ¿Por qué? Pues, porque si ellos en primera instancia son víctimas, nosotros somos sus verdugos. Lo somos porque formamos parte de una sociedad que excluye, que señala, que condena, que calla y que, en último término, mata. Reconocer esto es la clave para cambiar nuestra realidad de terror y muerte. No lo es, por cierto, la lógica del contragolpe y de exterminio que actualmente dominan el discurso político y mediático. Esto solo contribuye a que más niñas y niños crezcan con odio y violencia como patrones de conducta.
Demasiado fácil es quedarnos con que ellos son los malos y nosotros los buenos. Si tomamos en serio la definición de la ONU, prácticamente todos en este país somos víctimas. Todos tenemos heridas que necesitan sanar y culpas que quieren ser absueltas. Atender las necesidades de las víctimas puede significar en unos casos sanar heridas físicas y psíquicas, mientras que en otros casos requiere transformar las estructuras sociales que excluyen y estigmatizan. Solo si reconocemos y atendemos a todas las víctimas que viene arrastrando la historia seremos capaces de humanizar a nuestra sociedad.
*Benjamin Schwab es investigador en el proyecto de investigación teológica “Violencia y Salvación” de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas