Columnas / Violencia

El exterminio por la paz


Viernes, 17 de febrero de 2017
Benjamín Schwab

“El Salvador vuelve a respirar tranquilidad. Las comunidades que antes fueron asediadas por criminales, hoy han abrazado la esperanza de un país más seguro.” No, está frase no fue proclamada tras la firma de los Acuerdos de Paz en enero del 92, cuando miles de salvadoreños por primera vez en sus vidas experimentaron que es posible una vida sin guerra y persecución. Tampoco en marzo de 2012, cuando la entonces recién iniciada “tregua” logró reducir los homicidios por la mitad.

Esta frase la pronunció el Presidente de la República, Salvador Sánchez Cerén, el 1° de febrero de 2017, a los dos años de haberles declarado la guerra a las pandillas y después de haber gobernado el país durante más de 10 meses bajo “medidas extraordinarias”. Eso sí, la pronunció desde la seguridad y el confort del Estado Mayor, rodeado del más alto mando de la Fuerza Armada y de decenas de oficiales distinguidos.

Me pregunto si hubiera encontrado las mismas palabras en la Campanera o en la Montreal, en San Martín o en Jiquilisco. Y me pregunto también qué le dirían al señor presidente quienes aún sobreviven día tras día en el fuego cruzado, a quienes el miedo y el dolor los desvelan en las noches.

Pero el ejecutivo va más allá y fundamenta su canto de victoria con un malabarismo estadístico, comparando las cifras actuales con los períodos más sangrientos del siglo para proclamar una reducción de los homicidios. Sin duda, el cuento del éxito “mano-durista” le conviene a un gobierno que busca la aprobación popular de sus medidas extraordinarias en un año preelectoral. Y ese cuento tal vez logre convencer a un electorado de clase media que sigue la masacre cotidiana a través de las redes sociales, más no a los que a diario ponen los muertos. Desde las colonias que carecen de portones, alambre de púa y vigilancia privada, desde los cantones rurales en conflicto nos llega inequívocamente el siguiente mensaje: “Aquí nada está resuelto. En El Salvador no se respira tranquilidad.”

Solo desde ahí logramos comprender que la estrategia oficial de seguridad, que sobre el papel consiste en prevención y atención a las víctimas pero en las calles es represión y exterminio, es un callejón sin salida.

Acabamos de pasar los dos años más violentos del siglo con más de 11,000 salvadoreños asesinados y hasta la fecha cada día pierden la vida de forma violenta alrededor de 8 personas. Si esto nos parece un mal necesario deberíamos de preguntarnos qué es lo que pretendemos con la famosa retórica de “golpear con fuerza las estructuras criminales”.

¿Creemos en serio que podemos llevar presos a todos los pandilleros? ¿Encerrarlos en un sistema carcelario que ya hoy está a punto de colapsar por hacinamiento extremo, por enfermedades y corrupción? Y dado el muy hipotético caso de que los más de 60 mil pandilleros sobrevivieran los motines y la tuberculosis, ¿qué haríamos con ellos cuando salieran libres después de 20 o 30 o 50 años?

¿O queremos, más bien, hacerle caso a ese llamado que ha trascendido de las redes sociales y se escucha cada vez con más fuerza: “Hay que exterminar a esas cucarachas. Matarlas a todas. Acabar con la plaga”? De entrada es fácil exigir el exterminio de 60 mil criminales para extirpar “el cáncer” que hoy abate a la sociedad. Y aunque iría en contra de todos los principios de un Estado de derecho y cualquier código moral, para muchos suena tentador.

Tendría cierta lógica pensar que al exterminar a los pandilleros en su totalidad acabaríamos de una vez por todas con el tema de las extorsiones. Pero no es tan fácil. No podemos obviar que el sistema de extorsiones, aunque voraz y criminal, constituye toda una red de seguridad social paralela para un sector significativo de la sociedad salvadoreña. Con los ingresos de la renta, aparte de financiar su guerra, las pandillas sostienen económicamente a las familias de sus integrantes presos y muertos.

No es, entonces, muy descabellado imaginar que de un grupo social de tal magnitud, despojado de su base de subsistencia (ciertamente ilícita) y lleno de odio y dolor, surjan nuevas – y quizás peores – estructuras de violencia social. A estas alturas no nos queda más que reconocer que las pandillas no son un problema principalmente de delincuencia, sino un problema fundamentalmente social.

Hay quienes ante esto incluso llegarían a exigir el exterminio de la base social de las pandillas, es decir, a todas aquellas personas que de alguna u otra manera están relacionados con el accionar de las pandillas, en concreto, alrededor de medio millón de salvadoreños.

Difícilmente la sociedad salvadoreña se recuperaría de semejante masacre que dejaría a las siguientes generaciones una sociedad aún más herida, más dividida. Esto nos lo enseña la propia historia salvadoreña y ojalá la misma nos dé luces para que jamás se vuelva a repetir.

Frente a tales escenarios apocalípticos, la única alternativa que está abierta a conducir a una solución sostenible del problema es hoy por hoy rechazada y despreciada por el Gobierno y por gran parte de la sociedad. Dialogar es de débiles. Dialogar significa rendirse, ceder, derrota. Eso creemos. Nos gusta resolver las cosas “a lo macho”. Pero sinceramente, ¿qué es más valiente, más “civilizado”, más honrado que enfrentar los conflictos a través del diálogo?

Claro, cuando hablamos de diálogo, no hablamos de impunidad, de amnistía, de regalitos o favores. Quitémonos de la mente las imágenes de fiestas en las cárceles, de cementerios clandestinos y elecciones compradas. Esto no es diálogo, es traición. Entendemos aquí por diálogo un esfuerzo maduro, transparente y serio de entendimiento social que tiene como fin último la paz como fruto de la justicia.

Para garantizar que tal proceso sea serio y efectivo es necesario establecer ciertas condiciones básicas:

No negociar la vida. Para que el diálogo pase de las palabras a los hechos, sin duda, en algún momento habrá que negociar. El mero hecho de negociar no resulta escandaloso, es más bien práctica cotidiana en el ámbito político y social. Todos negociamos todos los días. La pregunta clave aquí es: ¿qué se negocia? Tenemos que tener muy claro que las vidas humanas no se pueden negociar. No se puede negociar una reducción de homicidios. Todos los bandos involucrados en este conflicto tienen que aceptar que no se mata y punto.

Atender el clamor de las víctimas, de todas las víctimas. En la actualidad, el debate público y político sobre el tema de la seguridad ciudadana lo dominan los políticos, los periodistas y los comentaristas de las redes sociales. Nadie presta atención a las necesidades de las víctimas de este conflicto. Son miles ya los desplazados que sobreviven escondidos entre nosotros. Son incontables los que lloran a sus hijos muertos o desaparecidos. Ellos deberán de dar las pautas para la paz. Hoy sus voces son ahogadas por su propio miedo a la persecución y por el amarillismo de los medios.

No a la impunidad. Justamente por estar en un proceso de diálogo, ningún tipo de violencia (aparte de la violencia que, legítima y proporcionalmente, ejerce el Estado) puede ser tolerada. Ninguna extorsión, ningún asesinato y ninguna violación dejará de ser delito y todo acto violento tendrá que ser juzgado. La justicia debe de estar en el centro de todo proceso de diálogo por la paz. Lo que se puede y se tiene que negociar son las formas de hacer justicia. Las víctimas no viven de la venganza. ¿Es, entonces, la pena carcelaria la única y más adecuada forma de hacer justicia a las víctimas?

Una sociedad dispuesta a pagar el precio de la paz. La paz social no es gratis, es un largo caminar, un arduo trabajo que no depende solamente del gobierno, sino de cada uno de nosotros, los ciudadanos. Desmantelar el monstruo de las extorsiones requerirá una fuerte inversión social en los sectores más desfavorecidos de la sociedad y la creación de programas especiales de rehabilitación y reinserción para los (ex)pandilleros. Aquí se necesita una sociedad madura que en vez de celosa sea solidaria y en vez de despiadada sepa dar segundas oportunidades. Esto, sin duda, es lo más difícil, pero si hay justicia es posible. En fin, el costo de la guerra siempre será más alto, pues no hay nada más caro que la vida humana.

Para empezar un proceso de diálogo no hay momento inadecuado. Puede ser que este tiempo parezca más idóneo por la reciente propuesta que algunas pandillas le han hecho al Estado salvadoreño , pero en sí la puerta al diálogo siempre está abierta y siempre vale la pena explorar qué hay detrás. Con esto, incluso el señor Presidente de la República está de acuerdo, ya que el marco de la celebración del XXV Aniversario de los Acuerdos de Paz llamó “a toda la sociedad salvadoreña […] a asumir el diálogo permanente como una política de Estado para construir una cultura real de paz basada en el compromiso de todas y todos.”

Ojalá la sociedad asuma ese diálogo que propone el presidente y ojalá el gobierno logre superar su esquizofrenia de discursos y hechos para que algún día sea menos cínico y más verdadero decir: “El Salvador vuelve a respirar tranquilidad.”

 

*Benjamin Jonathan Schwab es investigador en el proyecto de investigación teológica “Violencia y Salvación” de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Estudió teología y ciencias sociales en Alemania, Los Países Bajos y El Salvador y ha trabajado como investigador y consultor en temas relacionados al “buen vivir” y el desarrollo humano en varios países. Tiene un particular interés en el trabajo por la paz en El Salvador desde la perspectiva de la teología de la liberación.

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