La villa navideña del Centro Histórico consiste en la instalación de una colorida aldea de casitas que simula ser un poblado en perpetua navidad, presidido por una construcción mayor, de dos plantas, identificada como "la casa de Santa". Todo se ha edificado en las dos principales plazas del Centro Histórico, que se encuentran además en las cercanías de una pista de patinaje sobre hielo que ha sido instalada para la temporada. Tanto la villa como la pista de patinaje son los principales atractivos turísticos para quienes visitan las cuadras gentrificadas del Centro, rodeadas por los nuevos cafés gourmets, restaurantes y hoteles de lujo, que el gobierno presume en la propaganda oficial como las pruebas de la “revitalización” del Centro. Esto último incluye el restaurante La Doña Steakhouse, en el edificio que los hermanos del presidente compraron por $1.3 millones aprovechando la exención tributaria. La villa navideña es la puesta en escena de la narrativa gubernamental sobre El Salvador: un lugar feliz, lleno de luces decorativas y prosperidad, que recuerda a las plazas y parques de países más desarrollados. Es la síntesis de la propaganda oficial, el perfil favorecido de un país que avanza hacia el primer mundo a zancadas. Sin embargo, no es un lugar donde quepan todos. Por ejemplo, ahí no son bienvenidos aquellos que siempre estuvieron ahí, los que habitaron y trabajaron en el Centro durante décadas: vendedores de verduras, paleteros, mendigos, habitantes de mesones en ruinas que buscan monedas en las aceras, viejos peluqueros, ancianas que sobreviven de paupérrimos canastos de dulces, correteados, borrados todos de la fotografía oficial del Centro y del país. Hasta el censo municipalde 2015, en el Centro había más de 22,000 vendedores informales, desde los que tenían puesto de lámina hasta los que deambulaban con sus productos en mano. Algunos de ellos siguen ahí, viven ahí. Estos son los habitantes del Centro Histórico, aquellos que le dieron vida cuando el lugar era el escenario de la guerra pandillera, cuando sólo aparecía en los discursos oficiales como un dolor de cabeza sin remedio, la objeción al país construido en el relato del bukelismo.
Carlos Barrera y Víctor Peña