Que a los hombres los asesinan más que a las mujeres en El Salvador es un hecho. ¿Quién puede negarlo? Los datos son rotundos. Más del 90% de las víctimas de la violencia homicida son hombres. Y no solo pasa en El Salvador. Según datos del Banco Mundial, en América Latina y el Caribe, “el 71 % de las muertes masculinas ocurrieron como consecuencia de traumatismos causados por violencia interpersonal”. Esta causa solo representó el 31 % de las muertes de mujeres. En la mayoría de víctimas de la violencia homicida en El Salvador, los más afectados son los hombres jóvenes y pobres. No tengo datos al respecto, pero creo que si se nace hombre y pobre en nuestro país se tiene muchas más probabilidades que cualquier otra persona de morir asesinado. Género y clase social son inseparables. Claro que sí.
Sin embargo, considero problemático y riesgoso el uso que suele dársele a este argumento. En primer lugar porque a veces, como en el último texto de Roberto Valencia en su blog en El Faro, este tipo de cifras no se utilizan para complejizar el debate, sino para minimizar la violencia de género, especialmente la que se ejerce contra las mujeres. A pesar de que la población femenina representa poco más del 50% del total, como son muchas, muchísimas menos las mujeres asesinadas que los hombres, parece que la importancia de entender por qué las matan es menor y por lo tanto menos urgente de atender.
En segundo lugar, al valorar la importancia del problema a través de a quién matan más y a quién matan menos lo que se está construyendo es una jerarquía del dolor. Como dice Elena Salamanca, es como si estuviéramos en una competencia por ganar el primer puesto de quién ha sufrido más, de quién ha soportado más horror. “No peleamos por el horror”, afirma Elena, y yo comparto.
¿Por qué luchamos entonces? ¿Por qué insistir en que sí importa hablar de violencia de género y en que sí importa visibilizarla? Esto se ha respondido hasta la saciedad, pero es necesario repetirlo: porque la violencia hacia los hombres y la violencia hacia las mujeres, y personas de otros géneros, se expresan de distinta manera. Ninguna es más importante que la otra. Las mujeres y “nuestros problemas” no somos residuales. Toda vida dañada o perdida a causa de la violencia, sin importar su género, merece ser llorada y es asunto de toda la sociedad. Por eso, si queremos parar el río de sangre que corre por nuestro país, necesitamos entender cada muerte desde su especificidad.
Por supuesto que a los hombres también los matan por su género. Ellos también nacen y se desarrollan dentro de un sistema cultural machista que les impone una manera de “ser hombres”, en el cuál no solo participan como victimarios sino también como víctimas. Lo dije en mi última columna, “no puede negarse que la manera en que los asesinan está relacionada con la construcción social de la masculinidad y los estereotipos (machistas) presentes en nuestra concepciones de género. Pero la diferencia está en que solo en el caso de los feminicidios las causas están directamente vinculadas con la desigualdad entre los géneros”, al igual que en otro tipo de violencia como la sexual y la intrafamiliar.
A los hombres los matan otros hombres, sobre todo en peleas, en rencillas de pandillas, en venganzas, en disputas de territorio. ¿Por qué? Las mujeres no se matan entre ellas, las matan los hombres. Un informe de la Digestyc de 2015 lo señala: “Se conoce el sexo en aproximadamente el 60% del total de personas victimarias. De este grupo (…) el 95% son hombres”. Muchas veces sus maridos, novios o exparejas ¿Por qué? Las mujeres son minoría entre las víctimas de asesinatos, pero mayoría en las violaciones sexuales, acoso callejero, violencia de pareja. ¿Por qué? La violencia homicida contra nuestros hombres jóvenes duele y la entendemos como un problema que atañe a todo El Salvador. En cambio se sigue normalizando y minimizando las violencias que nos afectan específicamente a las mujeres, como demostramos con el especial “Un paraíso para violadores de menores”. ¿Por qué? Responder sin miedo a estas preguntas obligatoriamente llevará a cualquiera a las construcciones de género, a cómo aprendemos a ser hombres y mujeres y a la posición jerárquica que cada uno ocupa en la sociedad. Los unos con más privilegios, las otras con menos.
¿Significa esto que al hablar de violencia de género ignoramos otro tipo de desigualdades, como las de clase social, para 'sobrevictimizar' a las mujeres? No. Es claro que ni los hombres ni las mujeres son grupos homogéneos. A los que argumentan esto los invito a leer lo que se ha venido escribiendo desde finales de la década de los ochenta. Han pasado casi 30 años desde que las feministas de color (negras, latinas, chicanas, indias, árabes, etc.) pusieron por primera vez sobre la palestra pública cómo resulta insuficiente la categoría de género para entender las opresiones de las mujeres y de las poblaciones no heterosexuales y no blancas. Igual de insuficiente resulta hablar solo de clase social. La violencia causada por la desigualdad solo puede entenderse desde la interrelación entre género, clase y también la raza. En el punto en el que estas distintas desigualdades se juntan es donde se hacen visibles las violencias específicas.
Por ejemplo, en El Salvador, la población que más sufre la violencia directa de las pandillas es bien concreta. Son los hombres y mujeres de los estratos sociales más pobres. Hecho fáctico. Pero ¿qué pasa si relacionamos con la clase social la cuestión de género? Entonces es cuando podemos acercarnos a la violencia desde su complejidad. Sí, las pandillas asesinan sobre todo a los hombres que viven y se mueven en los territorios que controlan o disputan. A las mujeres las matan mucho menos, pero a ellas las violan, las reclaman para ser “sus mujeres” o sus esclavas sexuales. Los cuerpos de la mujeres son entendidos como territorio de los hombres, territorio de las pandillas. Su valor está en que son espacios que se pueden usar, demandar y poseer sexualmente. Dos violencias distintas que necesitan ser explicadas desde sus diferencias y especificidades para poder explicarnos como sociedad.
Otra vez he comprobado que aún falta camino para que esta necesidad se comprenda. Debemos hablar más, pronunciarnos desde nuestras trincheras particulares, pero que quede claro: las mujeres no hacemos “alharaca” cuando denunciamos la desigualdad de género. No son datos chocos las cifras de violencia hacia nosotras ni son exageraciones para llamar la atención. Tampoco somos un gueto con asuntos residuales a resolver. Nuestros problemas son problemas de todos y todos deberíamos estar comprometidos para visibilizarlos y buscarles solución. Como le dije hace poco a uno de mis amigos de El Faro: “Estamos del mismo lado. Vos y yo queremos lo mismo: justicia social”.