Columnas / Migración

Yo recuerdo El Álamo

Crecí en un pequeño pueblo del sur de Texas. En cuarto grado hicimos un paseo de campo hasta El Álamo, en San Antonio, para aprender sobre los costos de la libertad. Me acuerdo justo el momento en que me paré en la entrada de la vieja misión española con mis piernas delgadas, llena de emoción. El Álamo es el lugar donde ocurrió una de las batallas de la insurrección de 1835 contra México, que abrió el camino para la integración de Texas a la Unión Americana; y posteriormente el detonador de la guerra mexicanoamericana que “el Oeste ganó”. Cuando salí del lugar, una importante lección me quemaba la cabeza: los mexicanos se interponían en nuestro camino hacia la independencia, la libertad y la democracia. Como una latina de descendencia mexicana, yo era heredera de los enemigos de la libertad.
Isaac Brekken
Isaac Brekken

Viernes, 2 de febrero de 2018
Michelle García

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Crecí en un pequeño pueblo del sur de Texas. En cuarto grado hicimos un paseo de campo hasta El Álamo, en San Antonio, para aprender sobre los costos de la libertad. Me acuerdo justo el momento en que me paré en la entrada de la vieja misión española con mis piernas delgadas, llena de emoción. El Álamo es el lugar donde ocurrió una de las batallas de la insurrección de 1835 contra México, que abrió el camino para la integración de Texas a la Unión Americana; y posteriormente el detonador de la guerra mexicanoamericana que “el Oeste ganó”. Cuando salí del lugar, una importante lección me quemaba la cabeza: los mexicanos se interponían en nuestro camino hacia la independencia, la libertad y la democracia. Como una latina de descendencia mexicana, yo era heredera de los enemigos de la libertad.

Aunque los rebeldes eventualmente emergieron victoriosos, El Álamo se convirtió en una herida legendaria que posteriormente justificaría la brutalidad amparada por el estado durante generaciones contra los mexicanos y los mexicano-americanos. Aquel día, en El Álamo, aprendí que mi ciudadanía, mi identidad tejana, de una “estadounidense”, siempre sería sospechosa. De hecho, personas cuyos abuelos y bisabuelos llegaron a este territorio en el que mi gente ya tenía siglos pastoreando, me han preguntado innumerables veces: “¿Cuándo cruzó la frontera tu familia?”

Tras mudarme a otros estados para estudiar en la universidad e iniciar mi vida profesional como periodista, latinos de diversos orígenes frecuentemente confirmaban su buena fe citando el número de tíos, abuelos, hermanos que pelearon y murieron en las guerras de este país; las raíces mexicanas de la cultura cowboy o los dones intelectuales y las contribuciones a la ciencia espacial, a la literatura, a los negocios hechos por latinos, nacidos dentro o fuera de los Estados Unidos. Esos argumentos, de aparición frecuente en los medios de comunicación y en discursos, parecen decir: “¿Ven? Hemos estado aquí. De verdad somos americanos”.

Mientras aquellos de origen irlandés o italiano podían seguir siendo estadounidenses y su herencia parte del gran tejido nacional, nosotros somos los recién llegados, los eternos extranjeros, aquellos cuyas tasas de nacimiento, hábitos de consumo y gustos musicales son seguidos de cerca para evaluar “signos de asimilación” y medidos por su “impacto” en la nación, pero mayoritariamente ausentes de la mitología de lo que significa “ser americano”.Pero entonces sucedió lo de DACA. El Programa de Acción Diferida para Llegada de Niños, que comenzó en 2012 bajo el presidente Obama, ofrecía un estatus de protección para aquellos migrantes indocumentados que llegaron a Estados Unidos siendo niños antes de 2007, lo que les protegía de deportación y les daba derecho legal a trabajar y estudiar en el país. Unos 800 mil jóvenes se ampararon bajo DACA. Muchos más son elegibles.

En septiembre de 2017, el gobierno anunció el fin del DACA. Pronto volví a El Álamo. A pocas cuadras de allí, beneficiarios del DACA y grupos de apoyo se congregaron para protestar contra la decisión. No estaban rogando ni suplicado por ser aceptados como inmigrantes. Uno por uno hablaron de la historia de los latinos en Estados Unidos. “Ellos nos quieren a nosotros como…” decía una mujer que se identificó solo como Katherine, y continuó en inglés: “They want gardeners but they don’t want us.” (Quieren jardineros, pero no nos quieren a nosotros). Una mujer llamada María, también conocida como Sabdiii, gritaba en inglés: “They don’t want to learn our names. But I am the product of the educational system in the United States.” (No quieren aprender nuestros nombres. Pero soy el producto del sistema educacional de Estados Unidos). Se tomaron de la mano con representantes de organizaciones de trabajadores y de derechos de las mujeres y de Black Lives Matter.

Unieron su narrativa de inmigrantes con la realidad racial y de clase en Estados Unidos. Porque en Texas, 33 por ciento de los menores latinos viven en pobreza, comparado con 11 por ciento de los blancos; y los latinos, tanto los que nacieron en el extranjero como los nacidos en Estados Unidos, ganan salarios que equivalen aproximadamente a la mitad de los de los blancos.

La decisión de rescindir el programa DACA fue impulsada en parte por las potenciales demandas del estado de Texas. Las políticas estatales hacia la creciente población latina y su potencial influencia la dejó muy clara Evan Smith, el cofundador del periódico Texas Tribune, que le dijo a la revista New Yorker que “la gente blanca teme a los cambios, y creen que lo que tienen les será arrebatado por personas a las que consideran que no lo merecen”.

En meses recientes, los méritos de los chicos beneficiarios de DACA y del TPS han sido medidos por su contribución al país en dólares y centavos. Similar al argumento para demandar la nacionalidad para latinos, que residía en la cantidad de veteranos de guerra, su valor es calculado en la pérdida en impuestos que significaría su partida; los futuros profesores, abogados y doctores bilingües que se perderían. Tales cálculos no son sorpresivos en un país en el cual la carne humana era comprada y vendida en mercados de esclavos hace apenas cinco generaciones.

Pero, ante un clima político con su legado de racismo, apenas a unas cuadras de donde aprendí los costos de la libertad escuché a chicos DACA describir cómo estaban logrando sus sueños de convertirse en profesores; los escuché como estudiantes, como personas. Los escuché describirse a sí mismos como modelos para los más jóvenes en las comunidades en las que habían crecido. Como a las decenas de miles de salvadoreños que dejaron atrás los daños de la guerra, las pandillas y los desastres naturales y otros que perdieron el Estatus de Protección Temporal, no se les ofreció nada más que un jadeo de oportunidad. Y la tomaron. En un país desigual, en el cual debido a la incertidumbre de su estatus nada puede ser tomado por seguro, en lugar de temer o acobardarse ante un futuro incierto tomaron la oportunidad. Como verdaderos estadounidenses.

Ellos reclaman esta nación, no como la tierra perfecta de las fantasías prometida en los libros de fotos, sino con toda su complejidad, con todas sus injusticias, como estadounidenses cuyas vidas no son un ruego por clemencia sino una afirmación de su lugar en esta nación. Y en el acto de escucharlos, yo recuperé la parte de mi ciudadanía que se quedó perdida aquella tarde soleada en que entré a El Álamo.

*La autora es periodista free-lance estadounidense, ha escrito para medios de su país como el Washington Post y la Columbia Journalism Review entre otros.

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