EF Académico / Impunidad

Los escuadrones de la muerte como producto de exportación

En Afganistán e Irak, los políticos de Estados Unidos cometieron el error de seguir el guión de las políticas de contrainsurgencia que utilizaron en El Salvador, entrometiéndose una vez más en problemáticas que no comprenden. Las masivas intervenciones estadounidenses dejan a la población local la carga de reparar el inmenso daño colateral de sus políticas de contrainsurgencia amén de consecuencias graves que nadie puede predecir.


Domingo, 15 de abril de 2018
Brian D’Haeseleer

El Salvador. Arcatao, Chalatenango. 1979. “Mano blanca” firma de los escuadrones de la muerte dejada en la puerta de la casa de una de sus víctimas. ©Susan Meiselas/Magnum Photos
El Salvador. Arcatao, Chalatenango. 1979. “Mano blanca” firma de los escuadrones de la muerte dejada en la puerta de la casa de una de sus víctimas. ©Susan Meiselas/Magnum Photos

En 2003, el presidente George W. Bush declaró “misión cumplida” en Irak. Los sucesos posteriores pusieron en ridículo ese prematuro anuncio. En cuestión de poco tiempo, la violencia amenazó al Estado iraquí con la desintegración. Los informes sombríos de asesinatos sectarios, secuestros y decapitaciones de extranjeros, incluyendo a periodistas y trabajadores humanitarios, y atentados suicidas, dominaron los titulares. A fines del año siguiente, Irak se estaba acercando al precipicio del desastre. Incapaces de detener la escalada de la violencia o garantizar la seguridad, los políticos de EE. UU. empezaron una búsqueda desesperada de soluciones. Curiosamente, dirigieron su atención a la intervención de Estados Unidos en El Salvador durante la guerra civil.

Funcionarios de la administración Bush y del Pentágono propusieron lo que se conoció como la “Opción Salvadoreña”. Según los informes, esta política abogaba por utilizar comandos de las Fuerzas Especiales estadounidenses para entrenar a milicianos chiitas o combatientes kurdos Peshmerga para atacar a los líderes insurgentes sunitas. Además de asesinar a insurgentes, el plan también planteaba la posibilidad de lanzar redadas en Siria para capturar a personajes importantes. Los periodistas que cubrieron la guerra civil salvadoreña compararon estas unidades con los escuadrones de la muerte que aterrorizaron a los salvadoreños antes y durante la guerra.

Durante un debate vicepresidencial en la campaña estadounidense de 2004 entre Dick Cheney y el senador John Edwards, Cheney se refirió a las elecciones de la constituyente de 1982 celebradas en El Salvador. Según Cheney, Estados Unidos debería organizar elecciones tanto en Irak como en Afganistán, como lo hizo en El Salvador, aproximadamente veintidós años antes, a pesar de la violencia que seguía desolando a dichos países. La organización de elecciones, argumentó Cheney, resultaría en una derrota decisiva para los insurgentes y demostraría que la democracia estaba en marcha.

La intervención de los Estados Unidos en El Salvador representó el mayor esfuerzo de contrainsurgencia lanzado por Washington en el espacio de tiempo entre la derrota en Vietnam y la segunda guerra con Irak. Abarcando el periodo de tres presidentes, Washington gastó aproximadamente cuatro mil millones de dólares tratando de establecer una democracia moderada en El Salvador y derrotar a una insurgencia respaldada por el pueblo. Al principio, los responsables de la política estadounidense creyeron que sería relativamente fácil asegurar una “victoria” en El Salvador. Estos funcionarios se equivocaron desde todo punto de vista; el crisol salvadoreño puso a prueba la estrategia de contrainsurgencia de los EE. UU. y una vez más demostró sus fallas y deficiencias. Los Estados Unidos utilizaron una variedad de estrategias para alcanzar sus objetivos, incluida la institución de la reforma agraria, la celebración de elecciones, la mejora de los derechos humanos y la profesionalización del ejército salvadoreño.

Algunos historiadores militares y científicos políticos norteamericanos, incluido el profesor Russell Crandall, creen que la intervención de los Estados Unidos en El Salvador fue un éxito. El libro de Crandall de 2016,The Salvador Option: The United States and El Salvador, 1977-1992, presentado el año pasado aquí en El Faro Académico , argumenta que el esfuerzo de contrainsurgencia respaldado por Estados Unidos tuvo como resultado un conjunto de ganancias tangibles, especialmente prevenir que la insurgencia rebelde lograra el control del Estado, como había ocurrido en la vecina Nicaragua en 1979, y la eventual democratización de El Salvador. Yo cuestiono esta narrativa de “éxito”. De acuerdo con mi análisis, la intervención de los Estados Unidos prolongó el conflicto y contribuyó a las distorsiones del panorama socioeconómico de El Salvador. En última instancia, la intervención no pudo solucionar las diversas crisis y problemas estructurales que provocaron el comienzo de la guerra civil y que siguen afectando al país en la actualidad. En resumen, tenemos definiciones muy diferentes de “éxito”.

Algunos líderes estadounidenses creen que la intervención norteamericana en El Salvador en los años ochenta no solamente representó una aplicación exitosa de la estrategia de contrainsurgencia, sino también ofreció una serie de lecciones para vencer a la intransigente insurgencia en Irak. Como recientemente han argumentado varios historiadores, incluido el norteamericano Greg Grandin, las diversas intervenciones y políticas estadounidenses aplicadas en América Latina a lo largo de la guerra fría sirvieron de referencia para los esfuerzos más recientes de construcción de nación tanto en Afganistán como en Irak. Países como El Salvador representaron un laboratorio para que los EE. UU. llevaran a cabo sus experimentos neoliberales y de contrainsurgencia. Exfuncionarios que trabajaron en El Salvador reaparecieron en Irak décadas más tarde, incluyendo al coronel James Steele, que comandaba a los asesores estadounidenses en El Salvador. Las medidas empleadas en El Salvador reaparecieron en Irak, con resultados similares.

Mi libro, The Salvadoran Crucible: US Counterinsurgency in El Salvador, 1979-1992 , explica por qué los políticos de EE. UU. adoptaron una estrategia particular para El Salvador, y también analiza los antecedentes de esa estrategia al ubicar la participación estadounidense en El Salvador en el contexto de la historia de las campañas de contrainsurgencia de las grandes potencias. No se trata simplemente de condenar a los Estados Unidos, la administración Reagan o los actores salvadoreños, como ARENA o el FMLN. Más bien, es importante examinar críticamente las políticas utilizadas por Washington y sus aliados salvadoreños, incluida la reforma agraria, la profesionalización del ejército salvadoreño y la organización de elecciones, y evaluar su efectividad. De hecho, los actores salvadoreños tanto de izquierda como de derecha desafiaron e influenciaron la política de los Estados Unidos y el resultado del conflicto.

En general, la intervención de los Estados Unidos en El Salvador ofrece un ejemplo sorprendente de cómo el poder del norte intentó contrarrestar una insurgencia y fracasó. Por el contrario, Washington aceptó un acuerdo negociado. Esto es sorprendente porque la intervención ocurrió en la zona de influencia imperial de los Estados Unidos. Las condiciones en El Salvador eran favorables para un resultado exitoso, incluido el apoyo generoso de los Estados Unidos, tanto financiero como político. Si Washington no pudo alcanzar el éxito en tales condiciones, entonces tal vez no sea sorprendente que esfuerzos similares hayan fracasado en Afganistán e Irak, países muy diferentes en términos de geografía, etnia, idioma y religión.

Para comprender estos problemas, es importante usar fuentes tanto estadounidenses como salvadoreñas, incluyendo acervos archivísticos y entrevistas con actores clave. Analicé fuentes de archivo que incluyen documentos de insurgencia capturados, telegramas de la embajada de los EE. UU. en San Salvador y Washington, DC, así como evaluaciones de inteligencia de la Agencia Central de Inteligencia de los EE. UU. (CIA). Las entrevistas tuvieron dos propósitos: llenar las lagunas en los registros de archivos y evaluar la literatura secundaria existente (libros y artículos de revistas). Entrevisté a ex embajadores de EE. UU., asesores de las Fuerzas Especiales e insurgentes salvadoreños del ERP y el FPL. Las entrevistas ofrecieron una ventana iluminadora hacia uno de los objetivos más importantes de la misión de contrainsurgencia: la profesionalización del ejército salvadoreño. El hecho de que Estados Unidos estaba financiando al ejército salvadoreño ciertamente le daba cierta influencia a los funcionarios estadounidenses. Pero mis fuentes revelan cuán limitada podía ser esa influencia, porque los oficiales salvadoreños sabían muy bien que Estados Unidos se había comprometido con El Salvador y que no había otra alternativa para combatir a la guerrilla que respaldar a los militares. De esta manera los oficiales salvadoreños demostraron gran destreza para maniobrar a los Estados Unidos para asegurarse acceso continuo a financiamiento, pero también para perseguir su propia agenda para pelear la guerra de la forma que ellos querían. Un ex oficial de las Fuerzas Especiales de los EE. UU. subrayó la influencia limitada de Estados Unidos sobre los oficiales militares en El Salvador cuando dijo: “Los militares de alto rango creían que si se asesinaban suficientes campesinos, además de los sacerdotes jesuitas que plantaban ideas comunistas en sus mentes, todo volvería a lo que había sido en el pasado. Para ellos la lección era que La Matanza [de 1932] fue la forma de proceder correcta”. Y otro asesor estadounidense bromeó diciendo que “los salvadoreños eran demasiado nacionalistas como para permitir que los gringos los dirigieran”. Cualquiera que tenga familiaridad con los conflictos en Irak y Afganistán reconocerá la medida en que esos comentarios fueron clarividentes.

Eventos complejos como la Guerra Civil salvadoreña no se ven mejor en blanco y negro sino a través de una lente refinada y con matices. Si el estudio de caso hubiera dependido solamente de los documentos de archivo de los formuladores de políticas en EE. UU., se hubiera obtenido una visión distorsionada del conflicto; se habría reforzado la visión errónea de que las únicas voces que importaban eran las de los estadounidenses y no se habrían discutido las contribuciones considerables que hacían los salvadoreños. De hecho, el escrutinio de las fuentes salvadoreñas me llevó a una conclusión que la mayoría de los historiadores del conflicto que escriben desde Estados Unidos han pasado por alto: los éxitos y fracasos asociados con el conflicto tenían más que ver con las circunstancias locales.

El estudio de caso salvadoreño demuestra las deficiencias de la estrategia de Washington para derrotar a la insurgencia. La amplia ayuda estadounidense no logró una derrota decisiva contra su enemigo o confrontar los problemas socioeconómicos que llevaron a la guerra. Por el contrario, prolongó el conflicto. Incluso el logro más pregonado, la democratización, sucedió como consecuencia directa de la guerra del FMLN contra el Estado salvadoreño. No obstante, Estados Unidos sigue utilizando políticas incorrectas de conflictos previos, como El Salvador, para contingencias contemporáneas. En El Salvador, como en otros lugares, los políticos de Estados Unidos aportan enormes recursos para abordar problemas que no comprenden del todo y sin darse cuenta de la astucia y la determinación de sus contrapartes y enemigos locales. Después de declarar “misión cumplida” y abandonar la escena, Estados Unidos deja a la población local a cargo del daño colateral de las políticas de contrainsurgencia y de sus graves e imprevistas consecuencias.

*Brian D’Haeseleer, PhD, es Assistant Professor of History en Lyon College, Batesville, Arkansas. Esta entrega se basa en su nuevo libro The Salvadoran Crucible: US Counterinsurgency in El Salvador, 1979-1992 (University Press of Kansas, 2017).

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