El Salvador vive uno de esos escasos y sorprendentes capítulos de lucha contra la corrupción y la impunidad. Sus últimos dos expresidentes, según investigaciones realizadas por la Fiscalía General de la República (FGR), fueron funcionarios que se aprovecharon de su poder y gestaron redes de corrupción para el manejo de millonarias sumas de dinero público para beneficio propio y de sus secuaces. Los 652 millones que Antonio Saca y Mauricio Funes habrían sustraído del erario público escandaliza porque es una cantidad obscena, pero también porque estos casos han acabado con la poca fe que los ciudadanos teníamos a favor de la Presidencia de la República.
En el caso de Antonio Saca, la maquinaria que creó para desviar fondos públicos no debería asombrarnos. Él, desde su candidatura, hizo saber que no estaba realmente a favor de la transparencia. Vale recordar que sostenía que “ no era necesaria una ley de acceso a información pública ”, y que bastaba únicamente con su voluntad política, y la de sus funcionarios, para brindar información. Claro, en su período nunca existió esa voluntad; y es que quien tiene intenciones de fraguar actos ilícitos, no pretende garantizar el derecho a solicitar información a través de una ley que le permita a la ciudanía vigilar el uso de los fondos públicos.
Funes, por el contrario, en su campaña presidencial tuvo, como muchas otras campañas, el eslogan y grito de batalla de la transparencia y lucha contra la corrupción. Hoy, nueve años después, la Fiscalía ha hecho pública la investigación por delitos de peculado, lavado de dinero y encubrimiento en contra del expresidente, algunos exfuncionarios de su administración, amigos cercanos y familiares; confirmándonos que su campaña fue solo esto: propaganda política. Funes en la realidad siguió los pasos de su antecesor en cuanto a las prácticas de opacidad y mal uso de fondos públicos.
Lo curioso con su caso, a diferencia del de Saca, es que fue durante su gobierno, luego del impulso de la sociedad civil, que por fin entró en marcha, en mayo de 2011, una Ley de acceso a información pública (LAIP). Dicha ley estableció reglas mínimas para el ejercicio del derecho de petición, reconocido en el artículo 18 de la Constitución de la República Salvadoreña, y que en años anteriores no obtuvo la voluntad política necesaria para responder a las pocas pero existentes solicitudes de información y rendición de cuentas, realizadas por ciudadanos interesados en la gestión de los asuntos del Estado. Esta nueva ley obligó a los servidores públicos a transparentar su gestión, forzándolos a cambiar una cultura de opacidad por una de transparencia y participación ciudadana, una participación para vigilar la toma de decisiones y el manejo de los fondos públicos.
La entrada en vigencia de la LAIP no implicó un cambio inmediato de cultura. Por el contrario, desde su entrada en vigencia quedó evidenciada la resistencia de diversos funcionarios e instituciones estatales para entregar la información que por derecho es pública y nos corresponde conocer. No es aventurado afirmar que hay una constante en las instituciones del Estado en donde los funcionarios se han prevalecido de sus cargos y de diversas prácticas de disuasión para evitar el cumplimento de este derecho fundamental.
Entre esas prácticas están sugerir, a través de discursos, que las solicitudes de la población ocasionan entorpecimiento en el cumplimiento de las funciones del Estado por ser información irrelevante; abusos en las declaratorias de reservas; declaratorias de inexistencia, entre otras.
¿Muestras claras de malas prácticas? Ahí tenemos la “inexistencia” de la información sobre la compra del inmueble que ocupa la sede de Ciudad Mujer, en Colón; la declaratoria de reserva sobre los viajes del exfiscal Luis Martínez; la inexistencia de las transferencias de reorientación de fondos de otras carteras del Estado hacia casa presidencial; la declaratoria de reserva para evitar transparentar los gastos de publicidad y las auditorías internas de la Presidencia; la reiterada negatoria de entregar la información sobre los viajes del expresidente Funes, la exprimera dama y sus comitivas. Sobre esta última solicitud, el proceso de entrega ha durado más de cuatro años, dejando a la luz que pese a que existe una ley que se niegan a cumplir, también carecen de la 'voluntad política' –como plantaba Saca- para entregar a la información. Para este caso la Presidencia ha transformado sus excusas, pasando de información reservada a inexistente y posteriormente que la información fue extraviada. A la fecha aún no ha sido entregada a pesar que el caso trascendió hasta el máximo tribunal constitucional, quien ya emitió una sentencia: la Sala ordenó la reconstrucción de la información y la entrega a los ciudadanos que la solicitamos; y giró instrucciones a la Secretaría de ese tribunal para realizar la certificación del caso hacia la Fiscalía , para que realice las investigaciones que determinen si hubo comisión de delitos en el extravío de la información. Y por falta de voluntad, seguimos esperando.
Menciono estos casos porque son relevantes por dos razones: la primera, porque hay que reconocer que la LAIP ha sido herramienta clave para la lucha contra la corrupción; y, en segundo lugar, porque ha sido la herramienta utilizada desde diversos sectores de sociedad civil para exigir, transparentar y visibilizar la discrecionalidad y opacidad en el manejo de gestión pública. Y vaya que ha dado resultado. Veamos cómo el periodismo de investigación, así como los informes o pronunciamientos públicos de diversos sectores de la sociedad civil, han contribuido a generar alertas para que instituciones como la Fiscalía profundicen las investigaciones de posibles delitos de corrupción que puedan estarse realizando por funcionarios del Estado. Esta presión también ha servido para que el Instituto de Acceso a la Información Pública siga siendo garante de este derecho, y para que sus integrantes se apeguen siempre a la ley y estándares internacionales para su cumplimiento.
La presión también pone en evidencia al resto de instituciones fiscalizadoras. Y contra estas no hay que rendirse y hay que seguir presionándolas para que cumplan sus funciones. No hay que dejar de llamar la atención a la Corte de Cuentas, por ejemplo, que por años ha permanecido voluntaria o 'despistadamente' dormida, permitiéndose ser una tapadera de la corrupción y del mal uso de los fondos públicos. O el Tribunal de Ética Gubernamental, que no sale de su apatía en la lucha contra la corrupción. Incluso aquellas instancias que ya están actuando, como la sección de Probidad y al Pleno de la Corte Suprema de Justicia, el llamado es para que no retrocedan o se duerman en sus laureles, y que hagan prevalecer su compromiso con la justicia y la objetividad al conocer de los casos donde existan indicios de posible enriquecimiento ilícito. Si estas instituciones llegan a funcionar individualmente y a través de mecanismos de coordinación interinstitucional, con el fin de luchar contra este flagelo que ha afectado por años al país, podría empezarse a generar cambios positivos y dar primeros pasos para recuperar la credibilidad y confianza en la poca institucionalidad efectiva aún existente.
Despierten y empiecen a cumplir los roles que sus respectivas leyes y los convenios internacionales les demandan, para que el erario público no sea para el beneficio de unos pocos, dejando en desventaja y sin posibilidades de desarrollo a todo un país. En ustedes también recaerá el peso de la condena moral de toda una sociedad por ser leales a funcionarios y exfuncionarios corruptos, en lugar de honrar y ser leales a un país que demanda, necesita y pide seguridad, justicia, servicios de salud dignos, medicinas, una verdadera educación para la niñez, transporte, en fin… Verdaderas oportunidades de desarrollo.