Viernes 18 de enero. No hubo agentes federales con escudos, ni gases lacrimógenos. No hubo necesidad de atravesar el río Suchiate a nado o sobre balsas. Jamás apareció un helicóptero para intimidar a los centroamericanos que querían ingresar a México. Ni siquiera hubo un portón cerrado. Quienes quisieron ingresar lo hicieron: siguiendo los procedimientos legales o no.
El nuevo gobierno de México, presidido por Andrés Manuel López Obrador, ha dado un giro radical con respecto al trato que otorga a los migrantes indocumentados centroamericanos: para recibir a la nueva caravana migrante, que partió de Honduras el 15 de enero, había dispuesto todo un operativo de bienvenida, que incluía la posibilidad de obtener un permiso legal para permanecer en México durante un año renovable, con autorización para trabajar y con derecho a gozar de los servicios públicos de salud y educación. El permiso incluye la posibilidad de entrar y salir del país sin restricción alguna.
O al menos eso es lo que oficialmente se le ha ofrecido a los miembros del éxodo centroamericano.
Para acceder a estos beneficios el único requisito es tener algún documento de identidad y un mínimo de paciencia: a su llegada a la frontera mexicana, unos amables funcionarios del Instituto Nacional de Migración (INM) orientan a los centroamericanos para que obtengan un brazalete –parecido a los que entregan en discotecas o en hoteles todo incluido–, que contiene un código QR. Eso garantiza estar inscrito en un registro de solicitantes de visa humanitaria. En un tiempo máximo de cinco días luego de otorgado el brazalete, los solicitantes pueden pasar a recoger una tarjeta que les otorga todos los beneficios mencionados.
Ni siquiera es requisito permanecer dentro de una instalación oficial durante los cinco días de espera: el brazalete permite permanecer legalmente en la ciudad fronteriza de Ciudad Hidalgo, e incluso regresar a territorio guatemalteco. Si no se cuenta con los recursos suficientes para costearse hospedaje y alimentación, el gobierno mexicano ha prometido que habilitará un albergue con capacidad para cientos de personas y les proporcionará alimentación. De momento, cientos duermen en la garita migratoria de Ciudad Hidalgo en colchonetas proporcionadas por Migración.
Aunque una fuente, con un alto cargo diplomático, aseguró a El Faro que se trataba de una política permanente frente a la migración centroamericana y “un cambio de paradigma”, la versión oficial es que es una medida de contingencia diseñada para atender exclusivamente a esta nueva caravana de centroamericanos que huyen de sus países.
Ana Laura Martínez de Lara, directora general de control e identificación migratoria del INM, ha sido la única funcionaria que ha dado información oficial sobre las nuevas medidas. En una escueta conferencia de prensa, de menos de seis minutos de duración, aseguró que “es un programa que está aperturado para esta caravana, es una excepcionalidad”. Uno de los periodistas que asistieron a la conferencia insistió “¿O sea que si viniese dentro de un mes un centroamericano que viaje sólo no será aplicado esto?”. La funcionaria respondió tajante: “Ahorita es un programa que está aperturado solamente para esta caravana”.
A la llegada a los portones que dan entrada a México –que permanecen abiertos de par en par– hay un funcionario de Migración que pregunta a quienes van llegando: “¿caravana?”.
Creer o no creer
A lo largo de todo el jueves 17, cientos de centroamericanos se fueron congregando en el parque central de Ayutla, el municipio guatemalteco que colinda con la frontera mexicana. Entre ellos se fue extendiendo el rumor de que algo había cambiado en el cruce fronterizo.
Y se lanzaron a sacar sus propias cuentas.
Algunos agentes del INM llegaron por la mañana hasta el parque guatemalteco y comunicaron a la caravana las buenas nuevas. Algunos quisieron verlo con sus propios ojos y fueron al puente fronterizo a verificar la información. Varios volvieron con la pulsera puesta en la muñeca. Otros volvieron refunfuñando teorías del engaño y burlándose de los que habían caído en la “trampa”.
Entonces apareció Wendy –hondureña, treintañera, de ojos amarillos– para reinar sobre la duda. Wendy tenía una historia que contar sobre la última vez que creyó en las promesas del gobierno mexicano: ella fue parte de la primera caravana, que partió de San Pedro Sula el 12 de octubre de 2018, y decidió ser obediente. No se lanzó al río Suchiate, como hizo la mayoría, sino que soportó el calor atroz de la frontera, hizo cola durante días, durmiendo sobre el asfalto para someterse al procedimiento legal y solicitar refugio en México. Pero una vez que llegó su turno, la subieron en un autobús y la encerraron en un recinto sin permitirle llamar a sus familiares. Al cabo de cinco días, cuando tuvo claro que había sido engañada y que la caravana se había largado sin ella, solicitó su deportación. Todo eso le ocurrió cuando en México el presidente era Enrique Peña Nieto.
Ayer volvió a Ayutla, en medio de una nueva romería de hondureños, y se puso a predicar su verdad a quien quisiera escucharla. Muy pronto tuvo a su alrededor a un corrillo de gente que escuchaba a la experimentada con atención. “Lo que quieren es separarnos”, decía. Y el público murmuraba que era cierto, que no podían ser tontos.
Otros más seguían llegando al parque con el brazalete en la muñeca, y un grupo de sabiondos se burlaban de su credulidad.
Horas más tarde se reunió un grupo de hombres que hacían sus análisis sobre cómo proceder:
“No hay que dejarse poner ese grillete, para dárselo a uno le piden las huellas y ahí es donde lo fichan”, decía un señor que no había ido a la aduana. “Lo único que buscan es separarnos”, dijo otro, “que nos quedemos cinco días dispersos y luego ya perdemos fuerza como caravana”. Dos mujeres se unieron al grupo y una proclamó que ella había hecho el proceso, pero que luego le dio desconfianza y se arrancó el brazalete. “¡Pero ya fuiste a dejar tus huellas!”, le reprendió uno. Avergonzada, la mujer respondió: “Es que yo no sabía”, y le citaron a la hondureña de ojos amarillos que al parecer había sido fichada en una ocasión anterior por el gobierno mexicano, y luego agregaron su propio remate: resultó que esos datos habían sido enviados al gobierno hondureño para que la persiguiera.
Cuando terminaba el día, aquel colectivo huraño había decidido no someterse al proceso y esperar que la noche engrosara su número, con los otros migrantes que no paraban de llegar. Al día siguiente, a las cuatro de la mañana, se presentarían ante la aduana e intentarían cruzar a cómo diera lugar. Sin permitir, eso sí, que nadie les pusiera ningún brazalete.
A las ocho de la noche, 969 personas habían optado por la opción legal y aguardaban, con sus brazaletes puestos, en la garita mexicana, a que les repartieran comida y colchonetas. De esos, la mayoría –766– eran hondureños; 155, salvadoreños; 39, guatemaltecos; y 9, nicaragüenses.
Portones abiertos
A las cuatro de la mañana del 18 de enero, el ejército de incrédulos se despertó cuando todavía no aparecía la luz del día, recogieron el campamento montado en el parque central de Ayutla y se dispusieron a lidiar con una frontera.
Pero cuando llegaron a la aduana mexicana, nadie los estaba esperando. Los portones estaban abiertos de par en par. Por no haber, no hubo ni quien les sonara un silbato. Así que siguieron caminando y entraron a México sin más.
Cuando al menos 2,000 personas habían cruzado la garita fronteriza, unos agentes del INM cerraron el portón. Cuatro centroamericanos rezagados se encontraron con ese inconveniente, pero decidieron saltarlo, ante la mirada calmada de los agentes, que se limitaron a filmarlos.
Ahora avanzan ya por las carreteras mexicanas, rumbo al norte, sin que nadie les moleste y escoltados por cuatro patrullas policiales. Solo el tiempo podrá aclarar si desperdiciaron una magnífica oportunidad o si evadieron una trampa.
*Con reportes de Víctor Peña