La llamada ley de reconciliación que los diputados de cuatro fracciones pretenden aprobar esta semana es un engaño, un retroceso y un insulto a las víctimas del conflicto armado.
Un engaño porque pretende, en el fondo, volver a las leyes de amnistía que la Corte Suprema de Justicia invalidó por inconstitucionales y porque quiere, negándolo, aprobar nuevamente impunidad para los criminales de guerra.
Es un retroceso y un insulto, porque reafirma la idea de que cuando se tiene poder se consigue impunidad y porque, una vez más, las amnistías y los perdones se deciden entre perpetradores sin consultar a las víctimas e ignorando el marco legal internacional y nuestra jurisprudencia.
La ley de reconciliación que se pretende aprobar fue redactada, estudiada y consensuada en una comisión legislativa que incluye a dos exmilitares, a una exguerrillera y al único civil señalado en la Comisión de la Verdad por sus vínculos con uno de los más emblemáticos crímenes de guerra: el caso Jesuitas. Razones, pues, les sobran para aprobar esa ley, para recuperar el poder que las armas les dieron en el pasado.
Pero ninguna de esas razones guarda relación alguna con los valores que deben guiar nuestra democracia presente y los deberes de su investidura como diputados. No son ellos, sino las víctimas, con el resto de la sociedad civil, quienes deberían conversar y debatir sobre cómo abordar aquellos crímenes de guerra, cómo establecer los hechos, como incluirlos en la memoria nacional, cómo restaurar la dignidad de los afectados y definir las debidas retribuciones. No consultar a las víctimas, que han esperado por décadas, con firmeza y resistencia, la llegada de la verdad y justicia que merecen, es un insulto y una nueva agresión contra su dignidad. Es un agravio nacional.
El pasado martes, organizaciones representantes de víctimas entregaron a la Asamblea una propuesta de ley que fue desestimada antes de ser siquiera recibida. En ella se contemplaba no solo justicia, sino también la prohibición de rendir homenaje a perpetradores de violaciones a los derechos humanos, habida cuenta de que en El Salvador se honra públicamente al responsable de la masacre de El Mozote y a uno de los autores intelectuales del asesinato de monseñor Romero: el coronel Domingo Monterrosa y el mayor Roberto D’Aubuisson, respectivamente. La propuesta ciudadana buscaba con ello restaurar la dignidad de las víctimas, asentar un nuevo marco de convivencia que sustituya los tambores de la guerra por los valores que debieron aflorar y consolidarse en la posguerra, pero ni siquiera fue tomada en cuenta por la Subcomisión que redactó el borrador de ley.
El Salvador, en 1992, se convirtió en un modelo para posteriores negociaciones para poner fin a conflictos armados. El acuerdo de paz, la inclusión de la exguerrilla al sistema político y la exclusión del Ejército del mismo, unidos a la conformación de una Comisión de la Verdad y una comisión depuradora del ejército, se llevaron a cabo de tal manera que el conflicto terminó definitivamente. En pocos países ha pasado algo similar.
Pero aquella ley de amnistía, al igual que esta que pretende aprobarse, vulneró y negó los derechos de las víctimas a la debida justicia y a las reparaciones contempladas por toda noción de justicia transicional. Debilitó las raíces del país que debíamos levantar.
No se puede aspirar a la creación de una nueva sociedad si los torturadores, los asesinos, los represores andan libres y sin castigo entre sus calles. No se puede establecer ni exigir un estado de derecho mientras delincuentes menores están en la cárcel al tiempo que los responsables de crímenes de lesa humanidad continúan al margen de la justicia.
La ley que pretenden votar es una decisión de camarillas políticas que niegan sus derechos a las víctimas del conflicto y quieren imponer su ceguera a las nuevas generaciones. Es por eso mismo no solo antidemocrática sino también injusta. Porque niega justicia. Es una ley de impunidad que nos dejará otra vez huérfanos de verdad y justicia. Y por eso es intolerable. La nueva ley de reconciliación es una ley de amnistía. Es una ley de impunidad. Es una ley que protege a los victimarios y niega a las víctimas y es, por esa misma naturaleza, contraria a los intereses nacionales. No a la ley de impunidad.