Para serte franco, corazoncito, hubiera preferido exponerte, con la seriedad que te merecés, mis argumentos por los que mi Paw Patrol favorito es Chase y no Marshall o por qué la versión dibujos animados de El Rey León es mejor que la que disfrutamos este año en el cine. Pero vivimos en El Salvador, y acá los villanos son más crueles que Scar y más traidores que el Alcalde Humdinguer. Repleto de rabia, pues, como el tipo rojo y refunfuñón de la película Intensa Mente que vimos el domingo, me veo en la iracunda necesidad de escribirte esta carta que, si seguís haciendo las tareas del colegio, más temprano que tarde vas a leer por tu propia cuenta. Por lo pronto, te la leo yo.
Hace año y medio, te contaba ya lo difícil que es vivir en un país simbólicamente violento. Ahora debo devolver al congelador a los medios de comunicación que tanto me gusta analizar, para, en su lugar, hablarte de violencia sexual. Una que es más directa, más letal; y que, sobre todo, en El Salvador está más cerca del Simba adulto en live-action que te asustó al rugir que de una tierna caricatura.
Ese país –la realidad me obliga a ser sincero– es amargo, preciosita. Sabe, para la mayoría de las mujeres, a la cucharada de Broncohelix que recorre tu garganta cuando tenés tos o como un sorbo de Tylenol sin el saborizante de cereza que te lo vuelve apetecible. Queda lejos de Disney, no entiende de hadas y le faltan esas campanitas de las canciones de Soda Stereo para bebés que te ponen a soñar antes de dormir. Es una áspera verdad que hay que cambiar y para la cual, mientras eso no ocurra, me toca prepararte.
Te cuento el origen de todo esto. Hace días, mientras te reías en casa porque en YouTube el gallo Bartolito volvía a confundir su canto con el de un lobo, el sistema judicial se quitaba el traje de oveja. Estableció, según replicaron algunos medios y ong, que tocar a una niña, poquitos años más que vos, no es delito, sino una falta. ¿Cómo te explicamos eso? Imaginá que, según lo que han retratado los medios y algunas instituciones que velan por la niñez, el Señor Lobo palpara a una cerdita de vestido rojo –que, como te hemos advertido, no es correcto– y que algún Señor Oso vestido de juez resolviera que no es tan grave; y que, además, el Señor Rinoceronte, que defiende al Señor Lobo, agregara que fue un hecho instantáneo y, por lo tanto, no puso en riesgo sexual a la cerdita de vestido… Pues algo así.
Perdón por arruinarte alguna caricatura, futura dentista, pero ese es nuestro país. Un bosque al que las caperucitas no pueden entrar con libertad porque algún lobo de manos grandes puede atravesarse en su camino y robarle los frutos y las ramitas recolectadas. Una cabaña donde vecinos, padrastros y consanguíneos pueden también resguardarse y disfrazarse de ancianitas de dientes grandes. Historias de brujas, monstruos y finales infelices. Cuentos que, si bien hoy los protagoniza una niña, han sido escritos tantas veces por niños, algunos casos en bosques, otros en cabañas solas y, otros tantos, en las sacristías o en las oficinas de los pastores.
Pero es que con ustedes, señorita, a medida van creciendo, este país se ensaña más. Por eso es que quiero alertarte. A veces, las ruedas del autobús llevan girando por la ciudad a leones en celo que procuran la inercia de los frenos; en la calle abundan canes que pretenden envolver de piropos su saliva acosadora y en las oficinas algunos tiburones se juntan para cantar let’s go hunt cuando huelen la sangre. Una colección de riesgos que es para las mujeres salvadoreñas lo que La Gran Vía para las golondrinas.
Entonces, disculpá, chiquilla bonita, por terminar escribiéndote esto y no algo más dulce. La verdad, yo quisiera cambiar el mundo en lugar de darte consejos para cuidarte de él. Sería, al final, menos costoso que el Señor Lobo y compañía se regeneraran en lugar de inscribirte a un curso de aikido para defenderte de ellos. Sería más efectivo, en el largo plazo, que nadie saliera a aullarte en los bosques cuando recolectás frutos y ramitas y que no se escondieran los lobos en las cabañas o en las sacristías; o que no hubiera leones en los buses ni tiburones en las oficinas, ni ese tipo de perros en las calles. Pero eso se llama utopía, hija. Es más probable que George, de Peppa Pig, deje de pensar en dinosaurios a que eso pase. Lo que me que queda, entonces, es ser buen ejemplo y prepararte para cuando te toque encarar esta sociedad maléfica; aconsejarte que no sigas ni a lobos, ni a ovejas ni a pastores en la calle; que no te dejés tocar y que nadie te diga que lo hagás.
Así que te quedo debiendo una carta más dulce, quizás para la próxima. Por lo pronto y para compensarte, corazoncitoarbolito, te invito a que después de leerte estas letras nos sentemos tipo 5:30 en la terraza a tomarnos un jugo Capri-Sun, con sabor a ponche de frutas y, viendo las ixoras del jardín despeinarse por estos vientos de octubre tardíos, platiquemos con la seriedad que amerita sobre Chase, Marshall y los giros dramáticos de la nueva temporada de Paw Patrol. Será una cita papá-hija.