Sus hijas fueron desaparecidas hace 38 años, un mes y cuatro días antes de esta audiencia, en la que Arcadia Ramírez Portillo denuncia, por primera vez, en el juicio de El Mozote. Arcadia tiene 77 años, no articula mucho, pronuncia quedito, no está acostumbrada a hablar frente a un micrófono. Sus palabras por eso se escuchan débiles y a veces son ininteligibles. Pero pese a todo el tiempo transcurrido, a todas las pistas perseguidas en vano, la certeza de su denuncia suena incontrovertible: después de haber masacrado a su familia, a sus pequeñas se las llevaron unos soldados que conocían a su hijo mayor, que también era miliciano de la cuarta Brigada de Infantería. “Yo estoy aquí porque quiero saber de mis hijas, Julia de 14 años y Carmelina, de siete”, dice ante el juez de Instrucción de San Francisco Gotera. Es la mañana del 17 de enero de 2020. Sus hijas, si están vivas, ahora tienen 54 y 46 años.
Cuando ocurrió la masacre, Ana Julia (12 de abril, 1966) y Carmelina Mejía Ramírez (27 de junio, 1974) estaban en su casa en el caserío El Barrial del cantón Cerro Pando, en Meanguera, Morazán. Cerro Pando es uno de esos “lugares aledaños” en los que se desarrolló la operación Rescate, que terminó en la masacre de El Mozote. Arcadia, la mamá de las niñas, no estaba con ellas porque trabajaba en San Francisco Gotera, a unos 23 kilómetros, como empleada doméstica.
Los soldados mataron a nueve familiares de Arcadia en la misma casa donde estaban las niñas. Cuando le preguntan los nombres, responde como letanía, con una secuencia inolvidable: su hermana Eloísa Portillo; su suegra Nazaria Argueta y sus hijos Tiburcio y Rafael Mejía; Leonisia Romero, la esposa de Rafael; Lucino, Teodoso y Alexis, hijos de Rafael y Leonisia. En el listado también está “mi niña” Etelvina Ramírez Mejía, gemela de la desaparecida Carmelina. Etelvina, como su hermana, tenía siete años cuando fue asesinada.
Mucho de lo que Arcadia repite aquí se lo contó su comadre, Ester Pastora Guevara, la última persona que habló con las niñas Mejía Ramírez, antes de que estas desaparecieran. Ester ya dio su testimonio ante este juzgado, el 10 de junio de 1997, cuatro años después de la aprobación de la Ley de amnistía, una época en el que el sistema judicial servía de manto para la impunidad. Pero ahora, Ester, la testigo que vio por última vez a las niñas ya no puede declarar. “Ella es mayor que yo, ya no reconoce ella a la gente”, dice Arcadia, que junto a su familia ha recorrido un camino largo y sinuoso, lejos de la misión de “pronta y cumplida justicia” que profesa el Órgano Judicial salvadoreño, para intentar encontrar a las niñas.
Desde 1997, la apatía y el desinterés del Estado revictimiza. No es solo el crimen de la desaparición. Todas las trabas políticas y judiciales, todas las leyes y recursos, todas las declaraciones y los intentos de retardar la justicia y prolongar la impunidad repercuten en que, en un juicio como este, haya testigos que ya no pueden testificar.
El tiempo y el olvido juegan en contra de personajes claves como Ester, como Arcadia, que han bregado ellos solos con su lucha, llorado ellos solos a sus muertos y a sus desaparecidos. Fue así en los gobiernos de la derecha (1989-2009), que promulgó el perdón y olvido. En los gobiernos de la izquierda (2009-2019), hubo avances en el reconocimiento, pero poca contundencia y determinación para promover leyes o derogar leyes que amarraban al sistema judicial. Ahora que no gobierna ninguno de los bandos que fueron protagonistas en la guerra, hay promesas de colaboración con la justicia, pero la administración de Nayib Bukele también juega a la desmemoria.
Un día antes de la declaración de Arcadia, el nuevo Gobierno no conmemoró los Acuerdos de Paz, unos acuerdos que como punto protagónico definieron el respaldo a las víctimas y el combate a la impunidad. Mario Durán, el ministro de Gobernación y encargado de muchos programas de reparación a víctimas, dijo que un acto como ese no era prioridad para ellos. A cambio defendió que el 16 de enero no hubo homicidios. “No podemos estarnos gastando, todo el gobierno reunidos, en un evento protocolar para celebrar un evento como este, y por fuera todo nuestro trabajo botado porque simplemente estamos ahí viendo que están tirando palomas al aire”, dijo Durán, en una entrevista televisiva realizada en Canal 12 la misma mañana en que Arcadia brinda su testimonio.
Pero la petición que ella hace es más fuerte que la desidia del pasado y la desmemoria (o el desinterés) del presente: “Quiero que se haga justicia por la pérdida de mis hijas. Le pido a Dios que me las encuentre. Es algo inolvidable. Una gemelita murió y otra que anda desaparecida. Espero que estén vivas. Ya con las que murieron nada se puede hacer. Con las que están vivas espero que me las busquen”.
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Arcadia, como su hermana Reyna, y otros varios testigos en este juicio por una masacre de casi mil víctimas, son testigos de referencia. O sea, Arcadia no vio ni escuchó las cosas sobre las que declara. Lo que está diciendo aquí se lo contaron. Los abogados defensores de los militares se encargan de dejar eso en claro con sus preguntas, algunos con menos sensibilidad que otros. De nuevo, desde las alturas, huelen sangre y se lanzan en picada.
—¿Por qué dice que fue el Batallón Atlacatl el que se las llevó?— pregunta el exdirector de Centros Penales Rodolfo Garay Pineda, alzando la voz.
—Porque una gente de Meanguera me dijo que eran soldados del Atlacatl— responde Arcadia.
—¿Y quién era esa gente?— insiste Garay Pineda hasta ganarse una reprimenda del juez por su tono y por alzar la voz.
—No lo recuerdo— acepta Arcadia.
El código procesal penal dice que “la prueba testimonial de referencia no será admisible, por regla general”. Pero, como todo en este juicio, lo que aplica son las excepciones. Para el juez Jorge Guzmán, el juicio de El Mozote, uno de los capítulos más oscuros de la guerra, amerita excepciones.
Por eso el relato de Ester Guevara, la madrina de las niñas, ahora es reconstruido por Arcadia, su comadre. Ester recopiló y guardó en su memoria, hasta que las fuerzas comenzaron a abandonarla, las palabras de Julia, la hija mayor de Arcadia, antes de que se la llevaran los soldados. El testimonio de Ester consta por escrito en el expediente de El Mozote. 39 años después, estas son las pruebas posibles.
Mientras su abuela, tíos y primos eran ejecutados, las niñas se escondieron debajo de una mata de huerta. Cuando los soldados las encontraron, una foto salvó sus vidas. Avenicio Portillo, hermano mayor de las niñas, era soldado del cuartel de San Francisco Gotera. En una cajita conservaban fotografías familiares, una de ellas era un carnet de su tío Avenicio. Frenéticamente, “Julita” revolvió las cosas en la caja y encontró el carnet. Los soldados, al ver el carnet, decidieron llevarse a las niñas con vida. Julia se llevó esa caja salvavidas y se la entregó a Ester, cuando se la encontró. Ester la conservó. Se la dio a Reyna Portillo, tía de las niñas, que todavía guarda esa caja, como una reliquia o un memorial. Esa caja es una pieza, una pista que agrega verosimilitud a la denuncia.
El encuentro de las niñas con su madrina fue azaroso. Ester Guevara había huido de Cerro Pando y estaba en la casa de María Herminia Argueta, en Meanguera. Entonces vio un camión militar sobre la calle negra, como le llamaban a la calle principal que sube de San Francisco Gotera hacia el norte de Morazán. Las niñas estaban ahí. “Julita” vio a Ester y dijo: “ahí está mi madrina”. Uno de los soldados le preguntó a Ester si ella las conocía y ella dijo que sí, que eran sus ahijadas. Entonces se las entregaron… Pero no para siempre.
Ambas estaban sucias y Ester las bañó y les dio un cambio de ropa.
Herminia Argueta, la dueña de la casa donde estuvo Ester, ahora tiene 66 años y confirmó al juzgado la historia de Ester. “Atrás de mi casa estaba un puesto de Fuerza Armada. Las niñas reconocieron a su madrina. Venían sucias. Yo las vi. Ester las bañó, les dio comida y luego vi que los soldados se las llevaron caminando para la calle. Ester decía que ahí se quedaran pero no se las quisieron dejar”, dijo Herminia.
Cuando un soldado regresó con órdenes de llevarse a las niñas, le dijo a Ester que se las entregarían a Avenicio, el soldado que era hermano de las niñas, en San Francisco Gotera. Esa fue la última vez que las vieron. Avenicio tampoco puede declarar: falleció.
Hay indicios de que las niñas sí llegaron a San Francisco Gotera. Reyna, la tía de las niñas, declara que un hombre llamado Eusebio Martínez le contó que vio a las niñas ahí. “Ahí estaban tus sobrinas, una zarquita, pelo rubio”, dice Reyna. De nuevo, una testigo dice que alguien le dijo, pero es lo que hay, porque pese a que Martínez dio su testimonio al juzgado en 1999, 20 años después ha sido imposible localizarlo.
En la descripción física que el relato de Martínez hace de las niñas hay un detalle: “zarca, de ojos claros”. Cuando uno ve a Arcadia, sus ojos claros y su vestido floreado, uno puede imaginarse a sus hijas desaparecidas, aunque nunca las haya visto.
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Desde que desaparecieron, Arcadia intentó ubicar a sus niñas de todas las maneras que pudo. La principal apuesta era que su hijo Avenicio, militar, pudiera hacer gestiones con sus colegas y superiores. Pero lo único que pudo hacer fue enterrar, pocos días después de la masacre, a sus otros nueve parientes asesinados en Cerro Pando. Parece poco, pero fue más de lo que muchos pudieron hacer.
Legalmente, el proceso por la desaparición forzada empezó 16 años después del hecho. Hacer una acusación con la guerra en apogeo era una sentencia de muerte. Aún así se abrió el juicio por El Mozote, en 1990, y cuatro? años después ya estaba cerrado, gracias a la ley de Amnistía. Arcadia y su familia empezaron un proceso por la desaparición forzada de las niñas en abril de 1997, en este mismo juzgado.
Dos años después de que Arcadia presentó la denuncia, el juzgado suspendió la investigación. En el 2000, Reyna,la tía de las niñas, fue a la Sala de lo Constitucional a presentar un recurso de exhibición personal (habeas corpus) que los magistrados resolvieron en 2002, ordenando a la Fiscalía investigar la desaparición. En 2010, la Fiscalía inició un expediente de investigación en el que solo constan solicitudes de información al juzgado, al ministerio de Defensa y a Tutela Legal. En 2011, la Corte Interamericana de Derechos Humanos resolvió un proceso que había iniciado diez años antes, y ordenó al Estado salvadoreño continuar la investigación.
Hace nueve años, ya había dos instancias ordenando la búsqueda: la Corte IDH y la Sala de lo Constitucional. Pero no ha pasó nada. Ahora el juez Jorge Guzmán decidió agregar este caso al proceso por El Mozote, entre otras razones, para fortalecer la acusación contra los militares por el delito de desaparición forzada, un cargo añadido en abril de 2019. En el rosario del horror que es esta masacre, se siguen descubriendo nuevas formas de padecimiento, como las de Ester y su familia, que no encuentran a sus hijas perdidas.
Los cuerpos de los nueve parientes de Arcadia y Reyna ejecutados en la masacre fueron exhumados en 2003 y se los entregaron a la familia el 13 de diciembre de 2004. La tía de las niñas dijo que recuperar esos cuerpos fue un cierre pero también una desilusión. “Yo esperaba que mis sobrinas estuvieran ahí, en esa fosa”, dijo. Hasta las esperanzas son oscuras en este caso: la de Reyna era hallar a sus sobrinas muertas.
“Estos 39 años han sido una tortura para toda la familia. Quería a esas niñas como mías. Esto no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Lo que quiero es ya no estar en la incertidumbre, que se dé con restos, que se sepa si están vivas o muertas. Es lo único que quiero”, dice Reyna.