El Salvador / Coronavirus

'Si los cocos son para llevar, ¿por qué no puedo venderlos en la calle?'

Una tortillería produce a todo vapor en Zacamil; una mujer padece los préstamos caníbales de los agiotistas; un hombre mira una acera desolada que era su lugar de trabajo, donde pelaba cocos. En San Salvador, bajo cuarentena, muchos capitalinos siguen en la rebusca para sobrevivir a un mal que lleva más tiempo que el coronavirus: la pobreza. 


Jueves, 26 de marzo de 2020
Carlos Martínez

Cuarentena día 4. Miércoles 25 de marzo. Es medio día en una tortillería frente a la Súper Manzana de la colonia Zacamil. Suena una detonación y las señoras que esperan sus coras de tortilla saltan de las bancas de madera y las sillas plásticas. Hay humo en el aire.

– ¿Fue balazo?
– A los cipotes les dispararon.
– Allá va corriendo uno ve.
– No, no fue balazo. Allá viene de regreso el cipote pasmado ve.

No fue un disparo, quizá un petardo fuera de temporada, y así vuelve todo a la normalidad, o sea, a hablar del coronavirus. O quizá sea al revés, porque en esta comunidad, hace apenas unos días –que hoy parecen años lejanos, cuando nadie había escuchado hablar del COVID-19– esos sustitos y otros más grandes eran la cotidianidad. Pero hoy no.

La Súper Manzana de la colonia Zacamil intenta asimilar la cuarentena. Los habitantes de los multifamiliares apenas salen para comprar tortillas al medio día. Foto de El Faro: Carlos Martínez  
La Súper Manzana de la colonia Zacamil intenta asimilar la cuarentena. Los habitantes de los multifamiliares apenas salen para comprar tortillas al medio día. Foto de El Faro: Carlos Martínez  

Somos seis a la espera de tortillas, cinco mujeres y yo, todos bien juntitos bajo un techo de lámina, debatiendo si vale la pena llevar mascarillas. De las dos tortilleras sólo una, Magdalena, lleva con estoicismo una mascarilla quirúrgica y soporta, asándose en vida, mientras produce tortillas a todo trapo: su plancha se llena y se vacía a un ritmo industrial. La otra también lleva mascarilla, pero la usa de collar, bajo la barbilla.  “Dígame loco –le comento–, pero yo entiendo que así no funcionan las mascarillas”, pone cara de asco y me responde igual: “¡Ay, no, yo no aguanto el calor de la plancha, aquella a saber cómo le hace”, y para dejar clara su postura, se la terminó de quitar. Han encendido las dos planchas y no dan abasto para llenarle las mantas a toda la clientela, que entiende que comer sin tortillas es como no comer.

Son hermanas y hablan y debaten como si no fueran suyas las manos que palmean, colocan y voltean la masa sobre el hierro caliente. Hace unos días su madre también torteaba, pero los soldados se lo prohibieron: pasaron y le advirtieron que no querían verla afuera de la casa. Así que hoy es la cajera, y a ella no hay demonio capaz de ponerle una mascarilla encima. Magdalena, además de hacer tortillas, es también actriz de teatro, del célebre grupo La Cachada, y esperaba con ansias marzo, cuando el año comienza a ponerse bueno para los artistas y aparecen contratos y presentaciones. Pero en marzo todo se torció: le cancelaron las siete presentaciones que tenía y la negociación de otros dos jugosos contratos se fue directo al garete, así que aquí está echando tortillas como una máquina.

Como no hay mal que por bien no venga, la mayor parte de su competencia ha cerrado –ni la Mary ni la Mirna están trabajando– así que en aquella casita calurosa se cocina a diario un quintal de maíz molido que se les esfuma de las manos. Y parece que todo mundo está haciendo su agosto con el virus, porque en cuestión de dos semanas, el quintal pasó de 17 dólares a 22. Aún así, aquellas tortillas fragantes, enormes, redondas, perfectas, le dejan 10 dólares diarios a las tortilleras y 20 a la cajera, que además de ser su madre es la dueña de las planchas.

Un camioncito de verduras recorre la comunidad creando pequeños remolinos furtivos de gente; una mujer grita desde un balcón que hoy no va a querer tortillas; llegan niños con mantas enviados por sus madres; una perrita diminuta mendiga masa; el sol derrite aquella veintena de edificios multifamiliares que se han dado a llamar, pomposamente, la Súper Manzana y la vida parece aquí transcurrir en unos calurosos puntos suspensivos disfrazados de cotidianidad.

Cerca, en el mercado municipal de Mejicanos, un grupo de policías controla que no se produzcan aglomeraciones, lo que equivale a decir que a eso de las cuatro de la tarde están ociosos, porque seremos unas cinco personas, enmascaradas, las que echamos vistazos a los puestos. Dentro, la nave está oscura y silenciosa. El pasillo de ropas y salones de belleza es un desierto, donde se apilan los huesos de “Elba’s Salón”, de la “Librería y variedades Cory”, del “Arca de mi mascota”, de “Variedades de Alejandra y Rebecca”, que yacen cerrados a cal y canto. Me alegro cuando una mujer me llama amor: “¿Qué busca, amor, que le damos?”, y me muestra su puesto rebosante de frutas jugosas. A ella, las medidas que congelan el cobro de intereses de préstamos bancarios le pasan zumbando por encima de la cabeza, porque nunca ha tenido acceso a uno de esos. “Ay Dios, los prestamistas no perdonan. Ni le digo cuánto he sacado, porque ya pasó el prestamista cobrando y se llevó el pisto que había hecho en el día”. Cada tarde, ella debe pagar 25 dólares al agiotista que le presta al 20% de interés. Si se atrasa un día, debe pagar el doble, porque aunque sea ilegal hacerlo, aquí las leyes las pone el que puede.

– Pero ya lo dice la Biblia.
– ¿Qué dice la Biblia, señora?
– Que hay que humillarse. Gracias a Dios nosotros tenemos qué comer, pero es porque a mí me han humillado bastante. Todo esto que está pasando es porque la gente no se humilla. Todo está en la Biblia.

Le compro un dólar de marañones japoneses y se compromete a enseñarme más verdades tremendas de La Palabra, si vuelvo a visitarla.

El mercado municipal de Mejicanos luce desierto. Algún que otro puesto abierto, algún comprador. La cuarentena prohibe cualquier venta que no sea de productos de primera necesidad. Foto de El Faro: Carlos Martínez
El mercado municipal de Mejicanos luce desierto. Algún que otro puesto abierto, algún comprador. La cuarentena prohibe cualquier venta que no sea de productos de primera necesidad. Foto de El Faro: Carlos Martínez

Peligro estaba sentado en el murito del Banco Cuscatlán de la colonia San Luis, viendo a la nada, al lado de su bicicleta. Hace unos días este era el sitio de los que venden camas para perros y calzonetas deportivas con falsas marcas internacionales. En la acera de enfrente, estaban las fruteras, con sus exquisitas bolsas de mango verde o jícama preparada, al lado de uno que vendía tortas al medio día y de los que vendían plantas y macetas. Más abajo estaba el puesto de Peligro, que vendía agua de coco en bolsa, con su carnita dentro, al lado de una anciana con un canasto magro de dulces y plátanos fritos, y más abajo las reinas del lugar, que por las tardes despachaban cientos de elotes locos, papas fritas, una variedad de atoles dulces, canoas de plátano, y más allá los canastos de pan francés, al lado del vendedor de CD piratas con las últimas de Hollywood –cuya compra incluía una reseña de la película–, y más allá un zapatero remendón y un chino que vendía empanadillas de leche. Todo está vacío hoy y Peligro sospecha que es porque los policías que los corrieron no escucharon bien al presidente.

–Al final solo quedábamos la señora del pan y yo, y un sorbetero que pasa por aquí. A todos nos echaron los policías. Ahí se pasaron de la raya, porque el presidente dijo que se podía vender comida para llevar, y los panes nadie se los come aquí, ni los sorbetes. Los cocos son pa-ra-lle-var.

En el Súper Selectos de la colonia San Luis, las personas hacen fila para entrar. Afuera del centro comercial han sido desalojados todos los pequeños vendedores que solían ocupar la acera para sus ventas de subsistencia. Foto de El Faro: Carlos Martínez
En el Súper Selectos de la colonia San Luis, las personas hacen fila para entrar. Afuera del centro comercial han sido desalojados todos los pequeños vendedores que solían ocupar la acera para sus ventas de subsistencia. Foto de El Faro: Carlos Martínez

 

Y me pregunta, o se pregunta a sí mismo: '¿Y yo de qué voy a comer?'. Se mete la mano a la bolsa y saca unas monedas: “vaya, mire, dos dólares me acompañan para toda la semana, pero yo no me preocupo, porque yo sé aguantar hambre porque yo fui militar durante la guerra. Estuve en la cuarta brigada, en el Batallón Cobra”, y se vuelve a guardar su fortuna. “Creo –suelta con un suspiro– que los policías solo quieren que compremos en el súper, pero yo ¿Qué voy a ir a hacer al súper con dos dólares? Mire cómo está el súper”. En el Súper Selectos del Centro Comercial San Luis, a metros de Peligro, hay una cola de 17 personas esperando entrar. Y vuelve Peligro a quedarse en silencio, con su rostro apache duro, con sus zapatos rotos, viendo una esquina que cada tarde solía ser una fiesta.

 

 

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