La Biblia y el fusil son dos de los fetiches simbólicos más usados por los presidentes salvadoreños del siglo XXI. De Francisco Flores a Nayib Bukele, pasando por Antonio Saca, Mauricio Funes y Salvador Sánchez Cerén, la necesidad de mostrarse morales, como vírgenes párrocos, o quizás rudos, como lesivos coroneles, los ha empujado a construir buena parte de su imagen en torno a uno o ambos objetos o sus sustitutos.
Los dos son de cajón. La Biblia –o bien una plática con Dios, un beso al papa o un aeropuerto con nombre de santo– los perfila como hombres capaces de mediar entre los mortales y el todopoderoso y, por lo tanto, como merecedores de nuestra confianza y admiración. El otro, el fusil –que también puede ser una tanqueta, un batallón o cualquier uniformado con pistola– funciona como un placebo usado para proyectar más fuerza y control del que realmente tienen, en aras de ganar votos. Si bien el actual presidente está tejiendo ambos recursos con la habilidad de una abuela costurera y con la inventiva de un millennial; se trata, en realidad, de una práctica trillada de sus antecesores que ha tenido siempre el mismo fin: construir imágenes políticas en épocas preelectorales. Veamos caso por caso.
Pocos anuncios tan funestos como aquel de Mauricio, del FMLN, para las elecciones de 2009. En el video, el aún pelinegro político –más parecido al sabueso periodista de antes que al nicaragüense protegido de hoy– usaba la Biblia como símbolo de confianza. Se veía tan sincero: tomaba el libro entre sus manos, lo acercaba al corazón y, como un cardenal con corbata, prometía que esas letras guiarían sus actos. Luego, ya en Casa Presidencial, convirtió a Monseñor Romero en aeropuerto, bulevar y salón de honor. Once años y varios tuits después de aquel comercial, el expresidente se acobija bajo el bigote de Daniel Ortega y se cuelga de los aritos de Rosario Murillo, los mandamases en Nicaragua, mientras la Fiscalía salvadoreña lo requiere por cinco procesos judiciales relacionados con corrupción. Aquellas armas, perdón si la metáfora les recuerda algún caso presente, solo le sirvieron para dispararse en el pie.
Su sucesor, Salvador Sánchez Cerén, también del FMLN, aunque con menos labia, usó el fusil como símbolo para demostrar control. No hablo, obviamente, de sus fotos sepias con rostro fresco en los ochenta. No. Me refiero al uso descarado de la palabra “guerra” para retar a las pandillas durante su gestión. “Aunque algunos digan que estamos en una guerra (…) no queda otro camino”, declaró en 2016. Eran días –perdón por si también suena familiar– de tanquetas y soldados en las calles. Las botas de los militares pisaban los adoquines de los pasajes para generar a golpe de imagen y estruendo de fusil una falsa sensación entre la gente de que, con los de ropa verde olivo ahí, los de tinta azul en la piel se iban a rendir. Pero no. Al final de los cinco años de Cerén, había tantas clicas en el territorio como memes con su rostro.
Los presidentes que gobernaron con la bandera de Arena ya habían jugado en las mismas canchas antes. En julio de 2003, a menos de un año de las elecciones presidenciales, Francisco Flores montó una de las escenografías más rudas y memorables de la época moderna. En plena colonia Dina, vestido con chaqueta marrón y flanqueado por un militar y un policía –otra vez, perdón si la imagen evoca reminiscencias recientes–, se paró de espaldas a una galería de placazos y lanzó a los medios su estrategia de balas y cárceles para “acabar” con las pandillas: el Plan Mano Dura. Luego vino Antonio Saca y lo exageró. Demostrando que bien pudo trabajar poniendo nombres a las secuelas de películas de acción, decidió que su estrategia debía ser más rápida y más furiosa, y la llamó Plan Súper Mano Dura. Además, antes de despedirse del cargo, se le vio besando la mano del papa en el Vaticano. ¿Y qué pasó? Nada. Bueno, en realidad, mucho. Varias frecuencias de radios después, el también exnarrador deportivo está preso por delitos vinculados a corrupción; Flores fue acusado, antes de morir, de haber desviado donativos; mientras que las maras ganaron músculo, gracias, en parte, a los más rápidos y más furiosos planes Mano Dura de principio de siglo.
Varios de los símbolos del actual Gobierno, pues, son los mismos de siempre, pero con la gorra al revés y un cargador de iPhone a un lado. Un día, molesto con los diputados porque no le autorizaban la negociación de un préstamo para seguridad, el presidente pintó de verde olivo el Salón Azul, penetró efusivo la Asamblea y charló con un Dios que le aconsejó mejor tener paciencia antes de cometer un disparate. Un mes y medio después, con el COVID-19 encima, le pidió desde Twitter a ese mismo Dios que perdonara a quienes lo atacaban en plena pandemia y luego cercó con soldados y tanquetas a un pueblo entero en nombre de la salud. Biblia y fusil, otra vez.
Jugar a los soldados o que se escriba DM con Dios sería anecdótico si no supiéramos el ingrato resultado de sus antecesores usando iguales recursos. Ni la Biblia en manos de Funes ni la boca de Saca en la mano del papa evitaron que la Fiscalía fuera tras ellos y los acusara de corruptos. Ni la escenografía de CSI de Francisco Flores en la Dina ni la guerra de Sánchez Cerén contra las maras doblegó al monstruo. Todo fue utilería, montaje, decorado. No digo que, como si fuera regla matemática, le pasará lo mismo a Bukele; pero tampoco hay garantías de que solo por usar la religión y la rudeza saldrá alzado en brazos en 2024, como un Maradona del 86, pero barbado.
Respecto al actual mandatario, más allá de desahogarnos en memes y no creernos los montajes tan fácilmente, poco podemos hacer. Sin embargo, mirando al futuro, ojalá que la próxima vez que un candidato se lleve una Biblia al corazón o proponga fusil para acabar con los villanos en una guerra súper dura, nos acordemos de que esa película ya la vimos varias veces en los últimos 20 años. Y peor aún: que era mala, que las actuaciones fueron pésimas y que, hasta hoy, el final nos ha dejado puras decepciones. Perdón por el spoiler.