Batman termina de hacer unas costuras a su atuendo en la comunidad Modelo 1 de San Jacinto. Se ajusta el traje, le queda flojo, le sobra en la cintura y brazos, y también en el torso y por todos lados más bien. Lo único que le va justo es la máscara. Apenas llena el resto con su cuerpo. Batman es flaco y bajito.
Son las 3 de la tarde del 12 de junio del 2020 y el mundo entero sigue en prueba y error para intentar sacar cabeza en medio de la emergencia causada por la covid-19. En El Salvador, a esta fecha, van más de 70 muertos. Es el último viernes de cuarentena obligatoria y algunos negocios informales en las afueras de la plaza San Jacinto, en la capital, ya están abiertos. Dentro de la plaza hay un supermercado y afuera se genera una fila de personas que intentan entrar bajo las normas de capacidad limitada. Este día, por disposición del Gobierno, solo pueden comprar aquellos cuyo documento de identidad termine en 0, 1 y 2. Pero aquí parece que todos los vecinos vinieron. La fila abarca la cuadra entera y da vuelta en la esquina.
En medio del murmullo de la gente se escucha una voz que capta la atención de todos: “Proteja a su familia, use mascarilla”. Batman ha aparecido de entre la multitud, mide 1.65, es trigueño, se nota en el cuello y las manos, las partes que el traje no cubre. De la cara solo se distinguen sus ojos color café, la boca de este Batman no se ve, la lleva cubierta con una mascarilla negra. “Proteja a su familia, use mascarilla, es a dólar”, grita Batman. La sensación térmica es fuerte, bajo sus párpados se ven las gotitas de sudor. En sus manos carga una regla de madera de donde cuelgan más de una docena de barbijos. “No son de las que usan los doctores, pero algo es algo”, se sincera Batman ante una señora interesada en hacerse de una de las mascarillas. Esta tarde, Batman solo ha vendido tres mascarillas. Llegó a la Plaza San Jacinto a la 1:00 de la tarde, lleva casi tres horas de trabajo y pretende seguir durante tres más.
Antes de vender mascarillas, hace poco más de tres meses, Batman no era Batman.
Stanley Gómez es un hombre de 28 años de edad, nació y creció en Soyapango. A su padre, un guardia de seguridad, lo asesinaron en un tiroteo mientras cuidaba un negocio en el bulevar de Los Héroes. Stanley tenía cuatro años. Al cumplir 12, se separó de su madre. Para ese tiempo, era casi un adolescente y las constantes mudanzas de su familia, por falta de pagos, le causaban problemas. Ser joven y cambiar de domicilio no es fácil en un país como El Salvador. El acoso de las pandillas llevó al niño Stanley a separarse de su madre y vivir con su tía en un lugar que no es del todo seguro, pero es lo mejor que ha tenido.
El alter ego de Stanley no se parece al Batman de las películas, de ninguna de ellas. Basta con ver su traje de tela para que eso quede claro. Y, aunque Stanley perdió de niño a sus dos padres, su historia nada tiene que ver con la de Bruce Wayne. Tras el asesinato de su padre y el abandono de su madre, Stanley siguió siendo lo que ya era: pobre.
Estudió hasta bachillerato y, al ser mayor de edad, por algunos años trabajó en una maquila del municipio de San Marcos, donde aprendió el oficio de costurero. Esos años de maquila se los pasó ahorrando de lo poco que ganaba, $240 mensuales. Cuando fue despedido, compró una máquina de coser. En 2016, al quedarse sin empleo debido a un recorte de personal, emprendió un negocio, compró algunos trajes viejos de superhéroes, los reparó y empezó a animar fiestas. Se vestía de payaso, de superhéroe, hacía decoraciones, alquilaba sonido para todo tipo de eventos y daba empleo a otros jóvenes que como él buscaban una oportunidad para ganarse la vida. Durante cuatro años, la animación de eventos se convirtió en el sostén económico de Stanley. “Cuatro hermosos años”, dice Stanley.
Para él, este 2020 pintaba bien. Los primeros meses hizo eventos en los que le quedaban $500 de ganancia y podía dar empleo hasta a cinco personas más. Pero el coronavirus llegó con fuerza a los países de América. Para el 21 de marzo, cuando Stanley vivía los mejores tiempos de su negocio, se declaró la cuarentena domiciliar en El Salvador, se prohibieron los eventos públicos y las reuniones. Él, al igual que su tía, una anciana de 76 años llamada Misaela Pérez, que vendía pupusas en Merliot, se quedaron sin ingresos.
Desde ese día, la sociedad salvadoreña empezó a utilizar mascarillas para andar en la calle. Una tarde de marzo, Stanley sacó $50 de sus ahorros y compró tela para hacer mascarillas en su casa. “Mi guarida”, dice él, asumiendo su personaje. Desde entonces personifica a Batman. Dice que fue con el deseo de ayudar a salvar vidas haciendo mascarillas y también, obviamente, para ganar un poco de dinero.
Desde marzo hasta mediados de junio, Stanley confecciona mascarillas de tela y elástico. Las fabrica en su casa, en la comunidad Modelo.
La casa está clavada en una colina que acaba en el río Matalapa, el que cruza el Zoológico Nacional y que, un par de kilómetros río abajo, se une con el Arenal de Monserrat. Sobre la carretera, Stanley ha instalado una cámara de vigilancia que compró en las ventas de objetos usados del Centro Histórico. El dispositivo de su “guarida” no funciona, la tormenta tropical Amanda la dañó el 31 de mayo. Según cuenta, nunca ha sido víctima de ningún delito en el lugar, pero prefiere ser un hombre precavido. La zona está bajo el control de las pandillas y el último suceso violento del que hay registro no ocurrió hace mucho: en enero de 2020 el cadáver de un hombre asesinado con arma blanca fue encontrado en la etapa tres de la comunidad, dentro de una de las casas.
Para llegar hasta la casa de Stanley hay que bajar 30 escalones y cruzar un pasillo oscuro que parece una cueva: “Aquí es la guarida de Batman”, dice con orgullo Stanley, a quien el juego de palabras le entusiasma. Una sonrisa se marca en su cara. A su encuentro salen tres perros criollos, Tuto, Titi y Perrín, que es el más agresivo. Junto a su tía, dice Stanley, esos perros son lo que más quiere. La anciana de baja estatura y de piel morena nos recibe con un par de cafés. Stanley los toma y va directo a la máquina de coser. Le han hecho un pedido de 20 mascarillas que debe entregar los más pronto posible.
Después de unos días vendiendo barbijos en la calle, la gente ya lo reconoce en la zona de San Jacinto. Si bien en las calles de San Salvador muchos vendedores ambulantes se pasean ofreciendo mascarillas, encontrarse a Batman anunciándolas a dólar es memorable.
Algunas personas le hacen pedidos particulares, con estampados de caricaturas o con colores estridentes. Entonces, Stanley vuelve a su casa, se quita el disfraz y se compenetra en la máquina de coser.
El taller de Stanley es su cuarto al lado del río sucio que se acrecentó con las tormentas de este invierno, hasta casi llegar a su ventana. No le preocupa, lleva 16 años viviendo en este lugar.
Los últimos tres meses han sido los más difíciles. Le preocupa más el hambre que la pandemia. Desde mediados de marzo, ha vendido unas 300 mascarillas a dólar cada una. Restando la inversión de material, que fueron $50, Stanley ha logrado ganar $250.
Vuelvo a visitar a Stanley tres días después del encuentro en la plaza. Es 15 de junio. La cuarentena obligatoria ha finalizado. Stanley abre la puerta de su casa. Lleva puesta la máscara de Batman y viste un pantalón de lona azul, un centro desteñido y con pequeños agujeros. Desde hace dos días no se ha convertido del todo en Batman, una infección estomacal le imposibilitó salir a vender y se quedó en casa zurciendo mascarillas.
La preocupación de Stanley ahora es el futuro: se pregunta cuándo podrá volver a animar fiestas. Le explico que, según el plan de reapertura gubernamental, anunciado por el presidente Bukele la noche del sábado 13 de junio, la fase cuatro contempla los espectáculos públicos y se ejecutará a partir del 6 de agosto. “Puta, estoy jodido, más de dos meses faltan”, dice mientras se lleva las manos a su cabeza y baja la cara. Termina su café y se dirige a su cuarto, se pone el traje de Batman y me pide que lo lleve a la plaza San Jacinto. Necesita vender. La espera de dos meses le parece eterna y de algo tienen que vivir su tía y él. Stanley no dijo ni una palabra durante los cinco minutos de viaje. Al llegar a la plaza, dijo lo que era obvio que diría: 'La venta es baja y de aquí a que pueda ir a animar un evento falta mucho'.
Quejándose estaba Batman cuando unas mujeres lo llaman para hacerle una fotografía. Él acepta, pero también les vende dos mascarillas y les ofrece una tarjeta con su número y nombre de 'agencia de animación', que este Batman no sobrevive del anonimato. Las dos mujeres parecen interesadas y él se nota contento, ríe y está atento. Tras unos minutos, las mujeres se van. Stanley ha conseguido trabajo para finales de agosto, animará un cumpleaños, eso le dijeron. Hasta entonces, Batman tendrá que seguir vendiendo las mascarillas que Stanley hace en una pequeña casa de la comunidad Modelo.