Algunos videos que circularon en redes sociales sobre la contienda electoral recién pasada y otros temas relacionados tenían una característica en común: mostraban hombres exasperados imponiéndose a gritos, anulando a sus interlocutores con verborrea o insultos sin permitir respuesta. Tal prepotencia no es inusual en El Salvador, la hemos experimentado por años, y no sorprende que se vea exacerbada tras las elecciones. Aunque la política se considera un asunto meramente racional, las emociones son parte integrante de ella; las campañas y los discursos electorales han manoseado desde siempre el sentir de la población. Salvo contadas ocasiones, no existe emoción sin pensamiento y viceversa. Sin embargo, algunas emociones son más funcionales que otras.
Al perfilar a un político ideal, intentamos distanciarnos de las emociones por el error de creerlas irracionales, cursis y –lo imperdonable– femeninas. No obstante, las emociones cumplen funciones esenciales de adaptación y cambio. La emoción es una respuesta psicofisiológica que está asociada con significados personales; evaluamos un estímulo según nuestras metas y valores, y respondemos de acuerdo a ello. La psicología en sus ramas política y económica reconoce que nuestros juicios y decisiones no son racionales por defecto (propuesta que en el 2002 le valió el Premio Nobel de Economía al psicólogo Daniel Kanehman y su colega Amos Tversky). Aunque para efectos de este texto voy a hablar de emociones “negativas”, actualmente hay algunas líneas de investigación en este tema que cuestionan la categorización de las emociones como “positivas” o “negativas”. Las segundas implican malestar, pero también cumplen propósitos constructivos.
Los resultados de las elecciones del 28 de febrero trajeron una oleada de negatividad para el país, no solo del lado “perdedor”. Desde este lado vemos con horror el progresivo envalentonamiento de un Estado y una sociedad que exaltan la intolerancia, la prepotencia y el conservadurismo como modelo de éxito. El lado “ganador”, el partido oficialista Nuevas Ideas (NI) y sus correligionarios, aunque en apariencia están felices, sus mensajes comunican lo contrario. Más allá de la celebración con fuegos artificiales al inicio del conteo de votos, la gente afín a NI permanece en un estado de molestia, ira e hipervigilancia. No puede ser de otro modo cuando la existencia de este proyecto político presupone la existencia perpetua de un enemigo: los partidos políticos que traicionaron al país, la prensa que denuncia irregularidades, la amenaza de fraude o grupos de la sociedad civil que “solo se quejan”.
Las relaciones interpersonales que permean lo político en El Salvador se basan en la ira, la violencia y la necesidad de tener la razón cuando la evidencia está en contra. Levantar la voz e interrumpirse entre sí es la costumbre en un diálogo y estos arrebatos se aceptan como una interacción normal o, cuando menos, aceptada. La efervescencia emocional que se permite a los hombres en el discurso público (y que se juzgaría de modo distinto si la desplegase una mujer) evita que muchos de ellos contribuyan a que un diálogo sea fructífero en el ámbito político. La regulación emocional es tan importante como las emociones mismas, a nivel individual y colectivo.
Por supuesto, estas dinámicas no solo se ven en términos de género. Toda persona en un cargo público que pierde los estribos cuando no logra lo que quiere o se le pide que rinda cuentas de su trabajo, demuestra una aptitud política cuestionable. Esta manera de responder no es nueva en la idiosincrasia salvadoreña, tampoco lo es que una persona en la palestra, sea funcionario o ciudadana de a pie, se considere libre de los estándares para un diálogo con un interlocutor que disiente.
Esta permisividad se ha incrementado en todo nivel con el Gobierno actual. Vemos, por ejemplo, que responsabilidades estatales exacerban emociones al convertirse en generosos espectáculos (recibir cargamentos de vacunas, caravanas presidenciales, anunciar proyectos superlativos) que se discuten por redes sociales; o que el discurso de aniquilar oponentes se transfiere de los canales civiles a los manejados por el Gobierno, con la venia de los funcionarios. Desestimarlo con un “esto siempre ha sido así” no resuelve el asunto. Un grupo en el poder, mientras más se considere por encima de esos estándares de diálogo y regulación emocional, más los demandará al grupo disidente. Cualquier cuestionamiento interpretado como agresivo de parte de este último grupo –no basándose en el lenguaje utilizado, sino en la presunta intención de dañar– conlleva la descalificación absoluta del mensaje y del mensajero o, como mínimo, una sanción social.
El coloquialmente utilizado “ahora dígalo sin llorar” ilustra la descalificación de una crítica sobre la base de la emoción. Se sobreentiende que llorar –expresión además considerada “de mujeres”– invalida cualquier argumento. Las lágrimas no necesariamente interrumpen un diálogo, si es que lo hay. El llanto y el dolor permiten continuar escuchando, mientras que una persona que grita iracunda apenas escucha.
La rabia y el enojo, no obstante, pueden ser tan razonables, válidas y útiles, sobre todo cuando el objetivo no es debatir un punto, sino demandar cambios. Y emociones desagradables, como la tristeza y la frustración, son señal de que las condiciones en que nos encontramos son problemáticas y deben atenderse. Las emociones negativas también pueden llevar al pensamiento analítico, sistemático y deliberado.
Hartazgo, ira, impotencia, incluso esperanza de que el país mejore, son algunas de las emociones que emergieron en redes sociales tras los resultados de las elecciones recién pasadas. Tampoco es difícil empatizar con esto, son experiencias emocionales ineludibles para quien vive en El Salvador. La diferencia es que algunas personas las utilizarán para exaltar su vena autoritaria y otras para combatirla. Los votantes satisfechos con los resultados de las elecciones eligieron a candidatos similares a sí mismos (para sentirse representados) pero con más poder. Esa similitud entre ciudadanía y figuras políticas es la base de una conexión emocional entre ambos, la cual difícilmente se romperá con argumentos racionales.
Esta dinámica no es inusual en política y no es negativa por sí misma, pero de cara a gobiernos populistas, resulta problemática. En la historia reciente del país, destacan los expresidentes Antonio Saca y Mauricio Funes, quienes se abrieron camino en la política y el corazón de los votantes como figuras antes mediáticas que (formalmente) políticas. Una vez convertidos en políticos, lograron altos niveles de popularidad con una gestión que no dista mucho de la que vemos actualmente, por ejemplo, en términos de militarizar la seguridad pública. Señalamientos de irregularidades durante sus gestiones las hubo y cuajaron solo con el tiempo y la desilusión.
Esta clase de señalamientos, siempre que se apeguen a argumentos y evidencia, deben seguir saliendo a la luz. De la misma forma en que las emociones sirven para cambiar una situación dada, también cambian con el peso de la realidad. Por ello debemos perder el miedo a la crítica y a la queja. Para muchos la queja es muestra de improductividad y la crítica es aversiva. No hay por qué. Es aceptable quejarse si algo parece no funcionar, es aceptable criticar aunque no se tengan todas las respuestas ni el poder de implementar la solución. La desilusión y la rabia pueden abrir paso, incluso coexistir, con la esperanza y la solidaridad. Poco puede hacerse por la conexión emocional entre el presidente y quienes votaron por él (aunque su rostro no figuraba en la papeleta), pero bien podemos reconocer aquello que nos mueve de un modo constructivo, como individuos y como grupo.
La emoción es el motor del comportamiento humano y el llamado aquí es a reconocer las emociones como parte de nuestro ejercicio político en lo cotidiano. Las emociones negativas, desde las más básicas (miedo, tristeza, enojo) hasta las más complejas, son resultado de cómo nos relacionamos con nuestro entorno social y un llamado a la acción. Algunas personas se sienten llamadas a destruir y exterminar, otras a construir y cuidar. Las emociones pueden ser racionales, pero más necesitamos que sean razonables. Por eso quiero enfatizar en que si usted –como yo– está del lado perdedor, está bien sentirse mal. Lo que toca ahora es no dejar que las emociones nos lleven a adaptarnos a una realidad disfuncional, sino que nos impulsen a transformarla en una realidad más justa.