El Servicio de Investigaciones del Congreso de Estados Unidos publicó en abril de 2020 el informe Honduras: antecedentes y relaciones con Estados Unidos, en el que resalta tres aspectos que permiten confirmar la imagen que de Honduras se está dibujando en un tribunal federal del distrito sur de Nueva York, en el contexto de varios juicios contra narcotraficantes hondureños que operaron con absoluta impunidad y con el apoyo de la institucionalidad pública.
En primer lugar, la anulación del equilibrio entre poderes. Tras una década en el poder, el Partido Nacional liderado por Juan Orlando Hernández, ha consolidado su influencia sobre las instituciones públicas y erosionado efectivamente los controles y contrapesos. Con ello ha logrado impulsar la agenda del poder Legislativo y que el poder Judicial esté sometido a intimidaciones, corrupción y politización.
En segundo lugar, el deterioro de la confianza ciudadana. La reelección inconstitucional de Juan Orlando Hernández, las denuncias de fraude en las elecciones generales del año 2017, los actos de corrupción en los que han estado implicados miembros de su familia, su partido y su gobierno, y sus presuntas actividades criminales, han acabado con su legitimidad.
Y, en tercer lugar, la calificación de Honduras como una “autocracia electoral”. Aunque se celebren elecciones, se ha consolidado un régimen donde una sola persona tiene el control de toda la institucionalidad. Esto es resultado de un plan bien orquestado desde el golpe de Estado de 2009 para “concentrar el poder en su persona [de Hernández], pero guardando las apariencias formales de la democracia representativa”, como lo advertí en el artículo El ABC de un nuevo golpe de Estado en Honduras, publicado en estas páginas varios años atrás.
El poder absoluto que logró acumular Juan Orlando Hernández y sus vínculos con el narcotráfico, ventilados por la Fiscalía del distrito sur de Nueva York, nos ayudan a comprender por qué su propio hermano, Tony Hernández, los hermanos Valle, los Cachiros, los hermanos Ardón y Geovanny Fuentes, entre otros, pudieron traficar drogas y lavar dinero proveniente del narcotráfico con total libertad en Honduras y sin ninguna consecuencia.
En virtud de lo anterior, las declaraciones de testigos, entre narcotraficantes, contadores y agentes de la DEA que se están conociendo en Nueva York, y que señalan directamente a Juan Orlando Hernández como narcotraficante, sin duda alguna reflejan dos cuestiones funestas que condicionan el futuro inmediato de este país.
En primer lugar se confirma el fracaso de la institucionalidad democrática, particularmente de las instituciones del sector justicia y seguridad, porque ni la Policía Nacional ni las Fuerzas Armadas, ni el Ministerio Público ni el Poder Judicial han querido ni han sido capaces de prevenir, investigar y sancionar las actividades del crimen organizado y el narcotráfico. Por el contrario, se han puesto a su servicio para facilitar, permitir y ocultar sus actos ilícitos.
En segundo lugar, el fracaso del sistema electoral. Si entendemos la democracia como un régimen que busca lograr el Gobierno de los mejores y evitar el Gobierno de los peores, es decir, que sus enemigos no tengan acceso al poder público, las recientes elecciones internas han demostrado que los narcotraficantes y los lavadores de activos pueden optar a cargos públicos sin que nada ni nadie se los impida.
La elección de exconvictos como Yani Rosenthal, socio de los Cachiros en el lavado de activos, de Ricardo Álvarez, mencionado en el último juicio que se lleva a cabo en Nueva York, o la del hermano del narcotraficante Geovanny Fuentes, Cristhian Josué Fuentes Ramírez, son algunos ejemplos de cómo el sistema electoral hondureño es permeado fácilmente por los que deben ser considerados enemigos de la democracia.
Estas dos cuestiones solo pueden ser posibles debido a una comunidad internacional que se empeña en ignorar que, desde el golpe de Estado de 2009, Honduras vive en una permanente situación de anormalidad democrática y que insiste en la adopción de medidas que pueden ser adecuadas en una situación de normalidad, pero que en el contexto excepcional de la realidad hondureña solo ha significado un enorme fracaso de la inversión económica internacional en el país.
Se han invertido millones de dólares y euros en celebrar elecciones para superar la crisis política, pero estas solo la han profundizado y, consecuentemente, han aumentado la desconfianza ciudadana en la democracia. Desde 2009, ninguno de los procesos electorales ha sido libres, auténticos y justos en el sentido de que no han reflejado la voluntad de las personas electoras.
Por otro lado, tal inversión millonaria ha logrado que el poder Judicial, el Ministerio Público, la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas cuenten con nuevas y modernas instalaciones, más personal y con mejores salarios, y mejores equipos, pero con muy pocos resultados en términos cualitativos y en beneficio del fortalecimiento del Estado de derecho, como la reducción de la impunidad, el aumento de la confianza ciudadana o la ampliación del espacio cívico.
Al contrario, la situación ha empeorado y, como lo plantea la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en un informe especial sobre Honduras, se han profundizado los problemas estructurales persistentes, como la pobreza, la desigualdad y discriminación, la corrupción generalizada, la debilidad institucional y una situación de impunidad, los cuales están enraizados en un sistema que beneficia a unos cuantos que tienen relaciones con las altas esferas del poder político y privado, y que afecta de manera desproporcionada a los sectores en mayor situación de vulnerabilidad.
Frente a esta situación, un sector importante de la sociedad hondureña considera necesario que la comunidad internacional apoye y acompañe el establecimiento de un gobierno provisional conformado por respetables ciudadanos y ciudadanas, y que este convoque a un diálogo nacional, con el fin de alcanzar consensos mínimos para la construcción democrática y del Estado de derecho.
Para lograrlo, hay cuatro tareas que son urgentes: organizar y convocar a elecciones libres y justas con el acompañamiento efectivo de la comunidad internacional; realizar un profundo proceso de desmilitarización de la vida pública y un proceso real y transparente de depuración de las fuerzas de seguridad del Estado; implementar todas las recomendaciones y resoluciones de los órganos de los sistemas internacionales de protección de derechos humanos; y adoptar medidas efectivas y apropiadas para garantizar la selección de las altas magistraturas del Estado con base en un sistema de meritocracia que equilibre integridad y capacidad.
*Joaquín A. Mejía es investigador del Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación de la Compañía de Jesús en Honduras, y coordinador adjunto del Equipo Jurídico por los Derechos Humanos.