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Desde enero de este 2021, la estampa es habitual todas las noches: cuando el sol se oculta, en la ribera mexicana de Miguel Alemán, Tamaulipas, las balsas se llenan de siluetas. Avanzan cargadas sobre el río Bravo, que hace de frontera entre México y Estados Unidos, y descargan del otro lado, en la ribera de Roma, Texas. Familias enteras, madres con sus hijos, jóvenes, niños solos. Cada noche, cientos de centroamericanos del triángulo norte desembarcan en la ribera estadounidense y caminan por la breña para entregarse en las oficinas provisionales que la Patrulla Fronteriza ha instalado en veredas y calles de Roma. En este punto, el común denominador no es la estampa de los patrulleros persiguiendo migrantes, sino la de grupos grandes de centroamericanos caminando a entregarse y pedir asilo. En ocasiones, los patrulleros en la ribera estadounidense gritan a los coyotes que desistan, mientras en México inflan las lanchas, y los coyotes responden con burlas. En promedio, cada noche del pasado mes de marzo, unos 500 indocumentados entraron a Roma, uno de los cientos de puntos de cruce de esta frontera de 3,100 kilometros, y pidieron ayuda. Pidieron no volver a sus países.
(Este trabajo fue realizado con el apoyo de International Women's Media Foundation (IWMF))
La tarde del sábado 28 de marzo, un buen grupo de indocumentados centroamericanos intentaba cruzar el río Bravo, en las orillas de la ciudad Miguel Alemán, en el estado de Tamaulipas, México. La Patrulla Fronteriza vigilaba sobre la ribera del río, del lado estadounidense. Los coyotes se percataron y se retiraron. Había alrededor de 15 personas esperando cruzar el cauce del río, de 102 metros de ancho. La idea es tocar suelo estadounidense antes de que las lanchas de la Patrulla detengan a los migrantes y arresten a los coyotes, que van y vuelven como lancheros.
“Hoy no pueden cruzar. Los Rangers de Texas están por la zona y los van a capturar”, gritaban dos agentes a los coyotes que inflaban las balsas del otro lado del río. “No lo hagan hoy, hasta mañana pueden”, gritaban de nuevo. Los agentes se retiraron unos minutos después y los migrantes desaparecieron por los montes de la ribera del río, quizá a intentar por otro punto.
Del lado mexicano, un coyote respondía a los agentes de la Patrulla Fronteriza: “Yo no estoy ansioso por cruzar. Para mientras me voy a fumar un puro de mota”. Todos ríen con esa broma. En estas tres primeras escenas hay una discusión de un lado y otro, donde la migración parece más un acuerdo entre coyotes y agentes. Esto sucede una hora antes de que las lanchas comiencen a abarrotar el río y a depositar a los migrantes en el suelo estadounidense, sin que los patrulleros puedan evitarlo.
Tras cruzar el río, los migrantes recorren alrededor de dos kilómetros desde las orillas del Bravo hasta las estaciones improvisadas de la Patrulla Fronteriza. Cuando cae la noche, algunos animales se pasean y sorprenden a todos, como un jabalí que corrió repentinamente al escuchar los pasos.
El camino también habla de las mujeres que atraviesan la frontera. Mujeres en familia, solas con sus hijos y hasta niñas menores no acompañadas llegan a diario por esta ruta.
Una vez se bajan de las balsas del lado estadounidense, la mayoría se despoja de las pulseras multicolores. Se trata de un registro del crimen organizado para saber quién pagó a qué coyote por el cruce. El negocio del coyotaje en la frontera mexicana está dominado desde hace décadas por grupos del crimen organizado, cárteles u organizaciones que pagan por su protección.
Familias enteras dejan las prendas que se mojaron durante el cruce: labiales, ropa interior, camisas, pañales.
Este es un juguete para un recién nacido. Padre y madres cargan a sus hijos, a veces de apenas unos meses de edad. Algunos de ellos nacieron en México y, con ellos en brazos, sus padres intentan pedir asilo.
El sol se oculta sobre el río Bravo. Desde el lado estadounidense, se escuchan voces confusas y el ruido de los motores con los que inflan las balsas en la ribera mexicana.
“Levanta los niños, levanta los niños para arriba, no los machuques. ¡Qué gente tan mala, amigo! Levante al niño para arriba. Bajate bajate, carnal”, decía uno de los coyotes a la madre de un recién nacido que lloró en todo el cruce, en medio de la oscuridad del río. En esa embarcación había dos familias completas y dos menores que viajaban solos.
Joan José Diego (izquierda), de 17 años, viajó durante 12 días desde el departamento de Zacapa, en Guatemala. Cruzó la frontera solo, con la finalidad de reunirse con su madre en Miami. A su lado está Óscar Riquelme Hurtado, de 12 años, quien también viajó solo desde el 26 de febrero. Salió del municipio de Nuevo Progreso, en el departamento de San Marcos, también de Guatemala. Óscar viajó con un coyote que contrató su tío desde Los Ángeles, California para que cruzara a su madre, y ella decidió mandar solo al niño.
Heydi Aguilar, de 20 años, baja de una balsa. Camina sobre las piedras y toca Estados Unidos. Ella es la última en bajar de esta balsa. Carga a su hijo de dos años, con quien viajó desde el 28 de febrero, desde el departamento de San Marcos, en Guatemala.
En la imagen hay tres familias que cruzaron juntas el río. A la izquierda, Beili Cinto y Ubilder Navarro, ambos de 25 años. Huyeron con sus dos hijos el 15 de enero de la aldea Champollap, en el departamento de San Marcos, Guatemala. Ubilder tuvo problemas con sus hermanos por la herencia de un terreno. Le quemaron su casa y los amenazaron de muerte. En medio hay una pareja: Fátima Pacheco, de 29 años y José Francisco, de 22. Huyen del departamento de Olancho, en Honduras. Viajaron sin coyote y con Diego, su hijo de cinco meses. A la derecha, Enna Turcios llora sin cesar. La acompaña su hija. Junto a ella hay una pareja: Jenny Menjívar, de 21 años, y Marlon Córdova, quienes también viajan con un menor. Juntos salieron el 1 de febrero del municipio de Marcovia, en el departamento de Choluteca, Honduras. El grupo de migrantes entró a Estados Unidos, pero las autoridades fronterizas las devolvieron días atrás y las devolvieron a Ciudad Juárez, México, a cientos de kilómetros de este punto por donde volvieron a cruzar el Bravo. El grupo fue secuestrado durante 15 días por un grupo del crimen organizado de México que extorsionó a sus familias. Cuando cobraron, los mismos delincuentes los llevaron a la orilla del río para entrar de nuevo a Estados Unidos. “Ya no queremos regresar a esa pesadilla. Esto es lo peor que nos ha pasado en la vida”, dice Enna.