El triunfo anunciado de Daniel Ortega y Rosario Murillo en las elecciones presidenciales de Nicaragua ha disparado numerosos análisis sobre el futuro de la golpeada nación. Pero hay otra cuestión igualmente urgente: el dúo parece haber desarrollado una “hoja de ruta” que otros líderes de Centroamérica están prestos a seguir, y esa es una muy mala noticia para los derechos humanos.
El deterioro de los derechos humanos en Nicaragua ha sido estrepitoso en los últimos años. Primero fue la represión en las calles, muertes, personas heridas, los encarcelamientos injustos. Luego llegaron las persecuciones selectivas, los arrestos de activistas, los cierres de medios y el éxodo de miles de personas. En los últimos doce meses, una serie de leyes también cercenaron el derecho de asociación y la libertad de expresión. Más recientemente, la campaña electoral trajo de la mano una operación que apuntó contra quien quisiera competir o por el solo hecho de emitir alguna crítica contra la pareja presidencial.
Mientras Ortega y Murillo flameaban sus banderas de campaña, la Unión Europea tildaba al proceso de ilegítimo y poco tiempo después de que se contara la última boleta, la administración Biden lo llamaba una pantomima electoral.
El rechazo internacional es resultado del repudio de los nicaragüenses ante la forma de gobernar, que el día de las elecciones se manifestó fuerte y claro. El alto nivel de abstencionismo y hostigamientos reportados por un observatorio ciudadano daba cuenta del nivel de desprestigio de un proceso electoral en el que los derechos nunca estuvieron garantizados.
El silencio se transformó en una forma de resistencia. Activistas de derechos humanos, periodistas, abogados y ciudadanos mostraron que no están dispuestos a bajar los brazos. Esas personas son la única barrera que se interpone ante la fiebre de poder de Ortega-Murillo.
Pero ni Nicaragua ni sus líderes existen en un vacío.
Miremos, sin ir más lejos, al presidente de El Salvador, Nayib Bukele. Tal como la pareja presidencial de Nicaragua, Bukele ha logrado encoger rápidamente el espacio cívico con una destreza aterradora.
Su discurso público, en vez de incentivar el debate de ideas y aceptar opiniones disidentes, condena a quienes se atreven a criticarlo, tildándolas de “agentes extranjeros”, una estrategia copiada de puño y letra de su vecino.
Al igual que Ortega, Bukele también utiliza el sistema de justicia para intentar “oficializar” el hostigamiento. Sin ir más lejos, periodistas llevan tiempo denunciado una campaña sistemática de ataques públicos y denuncias infundadas que, dicen, tienen como objetivo desprestigiar su trabajo.
Las coincidencias continúan. La Asamblea Legislativa de El Salvador, tal como la Asamblea Nacional en Nicaragua, ha funcionado como cuasi escribanía del poder Ejecutivo. Mientras que en Nicaragua le han puesto el sello a una serie de leyes que limitan el trabajo de organizaciones no gubernamentales que el mismo Ortega tilda de opositoras, en El Salvador se han promovido otras que podrían poner el derecho a defender derechos en jaque. La semana pasada, por ejemplo, el martes 9 de noviembre, el presidente envió para aprobación el proyecto de Ley de Agentes Extranjeros. Esta ley podría transformarse en una herramienta para desmantelar y silenciar a organizaciones de derechos humanos con años de impecable trayectoria y toda institución que disienta públicamente con él.
La Asamblea, al mismo tiempo, parece tener mucho menos interés en tratar proyectos que favorecerían la protección y promoción de los derechos humanos, incluyendo lo relacionado con la igualdad de género, la protección de periodistas y de personas defensoras.
Pero nada de esto debería ser una sorpresa. En su primera sesión de este año, la Asamblea Legislativa que asumió el 1 de mayo 2021 removió a los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y al fiscal general. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos condenó este hecho e instó a las autoridades salvadoreñas a respetar la independencia de los poderes públicos. Fue este primer golpe a la institucionalidad en el que el presidente empezó a renegar de la supuesta intromisión extranjera en asuntos domésticos.
Pero El Salvador no es el único país que está copiando de manera acelerada a los Ortega-Murillo. La estrategia de utilizar al sistema legislativo para contraer el espacio cívico, sin debate participativo amplio, se está haciendo popular en otros rincones de Centroamérica.
En Honduras, una serie de reformas legales podrían amenazar el trabajo de organizaciones de derechos humanos y criminalizar la protesta pacífica. Las reformas a la Ley Especial contra el Lavado de Activos, por ejemplo, contempla que las organizaciones de la sociedad civil que administren fondos de cooperación externa pueden ser declaradas “personas políticamente expuestas” lo cual, según la ONU, las expone a controles agravados, al ser una figura utilizada para obstaculizar las actividades financieras y de manejo de fondos de organizaciones de sociedad civil.
La situación en Guatemala tampoco es muy diferente. En mayo de este año entró en vigor el Decreto 4-2020, aprobado por el Congreso en febrero, cuyo contenido obstaculizaría la labor de las organizaciones de derechos humanos. En mayo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos instó al Estado a derogar dichas reformas por restringir el espacio público, contravenir la libertad de asociación y expresión, y dificultar desproporcionadamente la participación pública en la defensa de los derechos humanos. A pesar de ello, el decreto sigue en vigor.
Esta campaña pública y a puertas cerradas para limitar aún más el espacio en el que todas las personas pueden expresar sus opiniones, particularmente contra quienes detentan el poder, pone a todas en riesgo y sigue empujando a la ya muy golpeada Centroamérica todavía más lejos del futuro que sus habitantes quieren vivir. Por ejemplo, en el seno de la Organización de Estados Americanos, en muchas ocasiones, los países centroamericanos no han actuado al unísono condenando la comisión de violaciones de derechos humanos perpetradas por las autoridades nicaragüenses.
La crisis de derechos humanos que sufre Nicaragua no fue generada de forma espontánea. Han sido años los que ha invertido Daniel Ortega en desmantelar la institucionalidad y concentrar el poder. Las señales eran claras y la comunidad internacional fue testigo de cómo se fue desmontando la posibilidad de ejercer los derechos humanos. En Nicaragua, las estructuras que han garantizado la impunidad de graves crímenes del derecho internacional continúan intocables y la mayoría de gobiernos centroamericanos también esperan no tener que rendir cuentas por las violaciones de derechos humanos que comenten.
*Astrid Valencia es investigadora para Centroamérica de Amnistía Internacional. Josefina Salomón es periodista independiente.