Este enero celebramos 30 años de la firma de los Acuerdos de Paz en El Salvador, a pesar de que el discurso oficial evita a toda costa responsabilizarse de este legado. El año pasado, el presidente Nayib Bukele intentó desligarse del manejo de los archivos de guerra aduciendo, entre otras cosas, que él tenía cuatro meses cuando ocurrió la masacre de El Mozote. Este mes, ante los cuestionamientos sobre los intereses del partido Nuevas Ideas por entorpecer el abordaje de la guerra civil, la diputada Alexia Rivas respondió que ella no tenía nada que esconder porque nació en 1993, cuando la guerra había finalizado. En medio de estos curiosos discursos yace el eslogan implícito del gobierno actual: “la historia comienza conmigo”.
Por décadas vivimos entre llamados gubernamentales al perdón y olvido, a no reabrir heridas y a pasar la página, dirigidos a una sociedad salvadoreña en perpetuo estado de shock. El actual gobierno ha prosperado en este clima proto-negacionista, declarando con frecuencia que “nadie ha hecho nada antes” y que hitos históricos como los Acuerdos Paz son una mentira o una farsa. Una seguidilla de medidas y decretos han posicionado al Gobierno actual como protagonista triunfal mientras borra a las víctimas, sobrevivientes y quienes les apoyan, y a sus luchas en materia de justicia y derechos humanos. En todo caso, ¿quiénes son las víctimas a las que conmemoraríamos el 16 de enero y -también importante- quiénes no lo son? Este proceder es cruel pero no sorprendente. Un gobierno proamnesia colectiva es el engendro de un país que se ha negado a reconocer a sus víctimas.
Pretender que el trauma colectivo de la guerra puede olvidarse es conveniente para quienes ostentan el poder, pero en realidad eso es una imposibilidad. El trauma no nace en el individuo, sino que se crea (y se sostiene) a partir de las interacciones entre personas. Es decir, el trauma no es una experiencia individual. Los detalles concretos del evento traumático pueden, sí, volverse difusos e incluso olvidarse. Pero si un evento de esta magnitud no se afronta apropiadamente, sus secuelas pasan factura en dos espacios cruciales: el cuerpo y las relaciones con otras personas. Los estudios del trauma iniciaron con el shell shock en soldados que volvían de guerras, pasando por víctimas de violencia sexual y doméstica hasta llegar a víctimas de violencia política y estatal. Ahora sabemos (en parte explicado por la epigenética) que los hijos y nietos de estas víctimas y sobrevivientes pueden cargar con estas vivencias y secuelas de modo vicario, y manifestarlas a su manera en su propio contexto. Esto se conoce como trauma intergeneracional.
En El Salvador se ha documentado que “los nervios” que muchas personas reportaban al finalizar la guerra civil eran la manifestación de un sufrimiento complejo que no podía ponerse en palabras. Estudios sobre cómo se transmite el trauma psicosocial de una generación a otra señalan que esta transmisión no es propiamente física o solo de síntomas psicológicos, sino la interrelación de la vida psíquica de quien nace con la vida psíquica de quienes ya están aquí. Durante la guerra, persistió la desconfianza al vecino y a las autoridades, la hipervigilancia, el miedo, la incertidumbre. Antes de la guerra, también. Estas y otras vivencias de la guerra y la represión alteran el funcionamiento de la persona en sus roles y relaciones cotidianas, aún mucho después de que estas condiciones hayan finalizado.
El mundo en el que nacieron el presidente Bukele, la diputada Rivas y tantos de nosotros está configurado por violencia, desigualdad, muerte. Algunas personas podrán decir que esta debacle de país nada tiene que ver con ellas. No obstante, tener 15, 23, 39 años no exime de responsabilidad ante la historia que nos precede, porque somos la manifestación de esta. Aún más, porque en esta trayectoria de violencia y corrupción, como país también hemos tenido victorias, solidaridad y pasos en la dirección correcta. Reducir los Acuerdos de Paz a un pacto entre dos lados anacrónicos es condenarnos al sinsentido de la amnesia: un sufrimiento sin explicación. Víctimas y sobrevivientes de quién sabe qué, sacrificios para nada, apatía ante todo aquello que no sea mi experiencia inmediata.
El querer olvidar eventos traumáticos es esperable. No hablar sobre lo que pasó parece lo más natural para retomar la vida cotidiana. Y es que ninguna de las generaciones anteriores a la nuestra (ni la nuestra) encontró en la sociedad salvadoreña el menor indicio de que estaba bien hablar de las heridas, del terror, de la necesidad de violentar para sobrevivir. Las dictaduras previas demandaron sumisión, los gobiernos anteriores demandaron amnistía y silencio, el gobierno actual demanda negación. De esto se alimenta el trauma psicosocial, así es cómo a las generaciones siguientes no se les permite estar mejor ni ser mejores que la anterior.
El trauma no se cura, se integra a nuestra vida y para ello necesitamos la memoria: individual, familiar, de país. Esto solo se logra en la colectividad, empezando por una red de cuidados que garanticen nuestra seguridad ante la amenaza de revictimización y negación. Solo en este contexto se puede narrar lo ocurrido y vivir el duelo de todo aquello que se ha perdido. La historia del trauma se convierte así en testimonio, y contarlo es un ritual tanto personal como político.
Los testimonios están allí y pesan más que cualquier directriz oficial: están en el trabajo de las organizaciones de la sociedad civil, en esfuerzos de documentación y documentales, en el boca a boca, en los “nervios” de la gente. Están en las nacientes ganas de reencontrarnos como país en las calles y en las plazas. Proteger nuestra memoria implica reconocer que la historia no comienza con nosotros ni en el par de décadas que logramos ver hacia atrás. Recordar algo que no vivimos es un proceso de aprendizaje y de acompañamiento a quienes llegaron antes que nosotros. El trauma y la memoria nos dan sentido y nos conectan con el futuro, con la lucha por garantizar que tanto dolor no se repita. Nunca más.