Centroamérica / Memoria Histórica

“Hablar del pasado devuelve la dignidad a las personas”

La cineasta Anaïs Taracena acaba de estrenar en Guatemala El silencio del topo, un documental que narra la infiltración de un militante de izquierda durante cuatro años en uno de los gobiernos más represivos de la historia de Centroamérica, el de Romeo Lucas. La historia del espía Elías Barahona, que terminó siendo testigo en el juicio por la quema de 37 personas en la embajada de España en 1980, conecta el pasado y el presente de una sociedad que cuarenta años después tiene todavía dentro el miedo a denunciar.

Anaïs Taracena
Anaïs Taracena

Domingo, 19 de junio de 2022
Roman Gressier

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En El silencio del topo, la voz en off de Anaïs Taracena dice que el cine puede “abrir grietas en los muros del silencio” de sociedades sofocadas por el miedo y la impunidad. Su crónica inédita de cómo Elías Barahona se infiltró entre 1976 y 1980 en el Gobierno de Fernando Romeo Lucas García, de los cuatro años en los que el militante izquierdista logró ser secretario de prensa y hombre de confianza del brutal Ministro de Gobernación Donaldo Álvarez Ruiz, es la de un silencio milimétricamente calculado para eludir un peligro mortal.

Tras autoexiliarse a finales de 1980, en el periodo más sangriento de la guerra civil guatemalteca, Barahona rompió a hablar y se convirtió en un férreo denunciante de la represión estatal. Taracena navega en los escritos privados del espía, archivos históricos y testimonios íntimos de Barahona y sus allegados, para reconstruir el camino hasta su testimonio en 2014 contra el Estado por el asesinato de 37 personas en la infame quema de la Embajada de España. En enero de 2016, el juicio culminó en la condena de un jefe policial a 90 años de prisión, pero ningún otro funcionario ha sido juzgado. No se sabe si el exministro Álvarez Ruiz, que tendría ahora más de 90 años de edad, sigue prófugo o ha muerto.

El documental, primer largometraje de la cineasta guatemalteca, premiado en diez festivales en Estados Unidos, Reino Unido, España, México, Kosovo, Suiza y Corea del Sur desde su estreno el año pasado, acaba de volver a casa. El Faro conversó con Taracena en el centro de la Ciudad de Guatemala, cerca del pequeño teatro comercial en la Zona 1 donde la película se está exhibiendo en proyecciones muy concurridas pero poco ventiladas. La obra ha despertado recuerdos vivos en un país de olvido decretado. Lo han visto personas que sufrieron la represión gubernamental de aquellos años, gente que conocía a Barahona y otros que quieren que sus hijos encaren las cicatrices de la historia que no se abordan en las aulas guatemaltecas.

Taracena habla de silencios heredados, dice que ahondar en las vidas disidentes sigue siendo políticamente incorrecto y opina sobre cómo en Guatemala se ha asfixiado el diálogo sobre el pasado. Se reconoce en eso, dice, como parte de una nueva ola de cine centroamericano que escarba en memorias dolorosas. No es por casualidad que, cuatro décadas después, muchos de las y los que mejor conocían a Elías Barahona optaran por no aparecer en la obra. Hoy, mientras el Estado guatemalteco acecha a decenas de fiscales y jueces que han desafiado la impunidad y la palabra exilio vuelve a ser del presente, pareciera que el simple hecho de invocar la oscuridad de décadas recientes sigue siendo un acto disidente.

Has hecho un documental sobre los silencios del pasado y del presente en Guatemala. ¿Qué mensaje querías llevar a la pantalla?

La película resultó de una investigación y un proceso creativo largo, con muchas líneas narrativas y temas. Incluso en la parte estética y sonora está el tema del silencio como consecuencia de una guerra. Está el silencio del protagonista, Elías Barahona, que se infiltró en el Gobierno de Lucas García y cuya única forma de sobrevivir era guardar un secreto. Pero también están los que hoy como nuevas generaciones vamos heredando. La película confronta a las generaciones para que hablen. Hay tantos silencios familiares, tantos vacíos dentro de las historias de las familias y de las personas. Hay silencios corporales, silencios que están ahí por miedo y sobrevivencia o que se quedaron ahí como un reflejo.

Gran parte de la película está ambientada en la Ciudad de Guatemala de los años setentas.

Es una historia ladina, mestiza y urbana que retrata la Ciudad de Guatemala desde el año 1976 al 80, porque Elías trabajaba en la ciudad. Es un periodo de represión política, de violencia institucional por parte del Estado y organizaciones represivas clandestinas promovidas por el Gobierno, como el Ejército Secreto Anticomunista. Al principio la represión era selectiva, contra ciertos líderes estudiantiles, catedráticos de la universidad y sindicalistas catalogados de subversivos por un gobierno profundamente anticomunista. Es justo ese periodo parteaguas en donde la represión en la ciudad se dispara. El año 80 marca un punto de quiebre. Empiezan de forma más masiva las masacres en las zonas rurales del país. Justo después comenzó la política de tierra arrasada en comunidades rurales e indígenas. Pero la historia está contada desde hoy en día, con mi voz en off. Soy de una generación que no lo vivió, ya que nací en el 84, pero hay un vaivén entre el pasado y el presente, impregnado aún por la represión vivida en la ciudad.

Uno de los momentos clave de la película es la quema de la Embajada de España en 1980 en la que mueren 37 manifestantes y empleados diplomáticos. Más de tres décadas después, Barahona dio testimonio contra los perpetradores. ¿Cómo llega ahí?

El caso de la quema de la Embajada se abrió en 2014 y el siguiente año hubo sentencia. Pero se estaba investigando en España mucho antes de que se abriera la posibilidad de juzgar el caso a nivel nacional. Durante dos décadas la Fundación Rigoberta Menchú Tum y otros familiares llevaron un enorme proceso de investigación, de recopilación de testimonios e información. Y entre quienes dieron testimonio estaba Elías, porque cuando sucedieron los hechos estaba dentro de las oficinas del Gobierno, al lado del Ministro Álvarez Ruiz. Siempre fue muy solidario. Iba a los eventos de conmemoración de la masacre, y ya había hablado públicamente en entrevistas, dando su versión de lo que oyó y vio en esas oficinas. Durante el juicio Elías estaba enfermo pero fue presencialmente a dar testimonio.

En octubre de 2014, el militante izquierdista Elías Barahona declaró ante una corte guatemalteca en el juicio histórico por la quema de la Embajada de España en 1980, cuando él estaba infiltrado en el despacho del Ministro de Gobernación Donaldo Álvarez Ruiz. Foto de El Faro: Anaïs Taracena
En octubre de 2014, el militante izquierdista Elías Barahona declaró ante una corte guatemalteca en el juicio histórico por la quema de la Embajada de España en 1980, cuando él estaba infiltrado en el despacho del Ministro de Gobernación Donaldo Álvarez Ruiz. Foto de El Faro: Anaïs Taracena

Falleció dos semanas después. ¿Era un pendiente que él tenía?

Absolutamente. Él sabía que tenía que cumplir con eso. Me llamó con anticipación para decirme el día en que iba a dar testimonio. Quería que eso se registrara y estaba muy satisfecho de haberlo hecho presencialmente. 

La película habla del calvario que vivió en sus cuatro años como hombre de confianza de Álvarez Ruiz, un hombre perfilado en el documental como un psicópata que planeaba desapariciones desde su despacho.

Esto no es un ensayo político, es una película muy humana. Y no solo por Elías, sino por todas las personas retratadas. Desde el principio era muy importante para mí incluir la parte psicológica, humana, personal y no quedarme en hechos históricos y políticos. Lo hablé también con él. Para Elías fue difícil que durante cuatro años lo tacharan de traidor sus mismos compañeros y amigos de la universidad. Había sido un buen periodista, reconocido incluso por ser progresista, y la gente no entendía por qué estaba trabajando con el ministro. Pero él no podía revelar cuál era su labor; de hecho lo cubría el hecho de que lo tacharan de traidor. Hablar de esa situación no solo es hablar de Elías, sino de muchas otras personas que tomaron decisiones radicales y pagaron un costo elevado por ello. Personas comunes y corrientes que pudieran haber sido tu papá, mamá, tío, tía. Para mí era importante ese nivel personal, porque de eso tampoco hablamos.

Hasta que a finales de 1980, una noche, Barahona se exilia.

1980 fue tan, pero tan duro. Mataron a tantos periodistas, a tantas personas en la ciudad, que no quedó más opción no solo para él sino para muchísima gente que se va para el exilio ese año. De un día a otro tuvieron que salir porque ya estaban amenazadas, fichadas. Personas que salieron de noche, que se fueron con solo una maleta pequeña.

Y desde el exilio Barahona empieza a divulgar lo que él había visto. 

Unos meses después de salir de Guatemala, Elías hace una aparición pública en Panamá en la que revela que colaboraba con la guerrilla y denuncia lo que vio. Durante lo siguientes años, aparte de trabajar como profesor y periodista, se vuelca a denunciar la violación de los derechos humanos y hablar de la quema de la Embajada. Siempre fue muy claro en lo que él vio, pensaba y sabía de lo que pasó el día de la quema. Fue una forma de militar desde el exilio hasta que pudo volver a Guatemala en 1998.

Mucha gente que conocía a Barahona o que sabe de aquellos sucesos no quiso hablar en la película. ¿Qué te dice eso de la Guatemala de hoy?

Cuarenta años después la gente sigue pensando que es mejor no hablar públicamente, de que es mejor callar, que es una forma de protección, que aquello hay que enterrarlo. Aunque en 1996 se firmó la paz y se entregaron las armas, en Guatemala ha imperado un discurso oficialista y no se habla de la guerra en las escuelas. O parece políticamente correcto hablar de las víctimas pero no de quienes tomaron posiciones políticas, como Elías. En la película quisimos hablar de sujetos y sujetas políticas, de entender un momento y el por qué las personas tomaron decisiones. La nuestra y la generación de nuestros padres somos políticas. Aunque se trate de cosas muy dolorosas, hablar devuelve la dignidad a las personas.

Al lado derecho está Taracena con su equipo durante el rodaje de El silencio del topo en la Cinemateca Nacional de la Ciudad de Guatemala. La producción de la película tomó siete años antes de su estreno en 2021. Foto de El Faro: Anaïs Taracena
Al lado derecho está Taracena con su equipo durante el rodaje de El silencio del topo en la Cinemateca Nacional de la Ciudad de Guatemala. La producción de la película tomó siete años antes de su estreno en 2021. Foto de El Faro: Anaïs Taracena

Dices que el silencio está también en la estética y el sonido de la película. ¿De qué forma? 

Cuesta mucho encontrar imágenes de ese periodo en Guatemala. Muchos archivos se perdieron y otros fueron quemados. Ha habido una voluntad de que no se cuide ese patrimonio. Al hacer la película, desde el principio pensamos mucho en metáforas. Filmamos en lugares que nos hablan del pasado, como la Hemeroteca Nacional o un botadero de carros. La materialidad en una cinta fílmica en putrefacción nos puede hablar de lo que sigue siendo doloroso o incómodo. También usamos archivos sonoros de la época. Hay audios de una manifestación del 1 de mayo de 1980, de lo que se gritaba. Es una película muy política, con mucha palabra, pero también hay momentos para las emociones y las sensaciones. Tratamos de transmitir qué era vivir en un país en donde se había ahogado todos los espacios democráticos e imperaba una represión que hizo que mucha gente se radicalizara.

La misma ausencia de archivos audiovisuales retrata la época. 

Por supuesto. Dice mucho el hecho de no poder consultar los archivos de los telenoticieros. Era época del tránsito entre la cinta fílmica y el VHS, además de un período de guerra en el que a los periodistas se les cateaba el material. A un cineasta o periodista documentando una manifestación le reprimía la policía y por eso lo tenían que hacer a escondidas. La gente sacaba archivos y fotografías clandestinamente que luego llegaron a comités de solidaridad en México, Holanda, Estados Unidos.

¿Qué opinas de la recepción que ha tenido la película?

Las salas se han llenado. Han llegado muchos jóvenes, gente de generaciones diferentes. También han llegado personas que conocían a Elías, sus alumnos, colegas periodistas, que nos han llegado a decir que la película les toca en lo más profundo. En general salen de la sala, nos abrazan y nos agradecen. Se nos han acercado quienes dicen, “yo te quiero contar mi historia”, u “ojalá puedan hacer una película de esta otra persona”.

¿Lo vas a hacer?

(Se ríe.) Bueno, hemos tardado siete años en hacer esta. Si hubiera apoyo al cine nacional sería más fácil.

En una sociedad tan polarizada, ¿crees que la película llegará a un público que no esté predispuesto a aceptar tus hallazgos?

La gente que ha llegado a verla es tal vez la más afín. Pero también han llegado muchos jóvenes universitarios y creo que puede desatar curiosidad en las nuevas generaciones. No hicimos la película para que todo el mundo esté de acuerdo. Tiene mi voz en off, tiene mi punto de vista. Un documental no tiene por qué ser objetivo. Pero la película no impone una verdad histórica inamovible, sino que está contada desde intimidades, desde el lugar de las personas que salen en el documental. Creo que esa subjetividad y su parte más metafórica, creativa, puede llegar al público de otra forma.

Muchas de las cintas fílmicas que retratan a Guatemala en décadas anteriores se han descompuesto. Las imágenes de los años 1970 son las más escasas, explica Taracena.
Muchas de las cintas fílmicas que retratan a Guatemala en décadas anteriores se han descompuesto. Las imágenes de los años 1970 son las más escasas, explica Taracena. 'Muchos archivos se perdieron y otros se quemaron', afirma. 'Ha habido una voluntad, casi a propósito, de que no se cuide ese patrimonio audiovisual'. Foto de El Faro: Anaïs Taracena

También otros cineastas guatemaltecos están indagando en el pasado. Y sucede en El Salvador, en Nicaragua. ¿Están saldando una deuda? ¿Llenando el vacío que dejó la generación anterior?

Sí. A nivel centroamericano tanto hombres como mujeres estamos abordando el tema de la memoria. Para países atravesados por guerras el tema es muy fuerte. Y también lo es tratar de entender a las generaciones de nuestros padres y abuelos. Nos estamos haciendo muchas preguntas. Son historias muy personales, como la de Gloria Carrión, de Nicaragua, en La heredera del viento, o la de Ana Bustamante en Guatemala, que aborda temas más familiares como la desaparición de su padre. Incluso hay cineastas en Guatemala y Panamá que están abordando la ancestralidad de los pueblos originarios. El cine es en sí memoria, por la temporalidad y maleabilidad de una historia.

¿Vas a seguir haciendo películas sobre memoria?

Siempre voy a terminar trabajando con la memoria de una forma u otra. El cine centroamericano está en un buen momento. Con muy poco financiamiento y condiciones muy precarias para producir, pero con muchísimas historias que contar, mucho talento, mucha creatividad. Y también está la cuestión, que no se aborda directamente, de entendernos como territorio centroamericano, que es tan rico, complejo, diverso. En el cine hay una búsqueda de entender nuestra identidad complejísima, que además siempre está en movimiento. Contarnos historias es un ejercicio de vivir una identidad, de encontrarse.

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