Columnas / Desigualdad

Cuando ser joven es sinónimo de peligro, el país está en riesgo

Mientras el presidente y sus funcionarios promocionan el número de capturas como un logro, los costos más profundos del temor instalado en las comunidades han pasado inadvertidos.

Martes, 5 de julio de 2022
Norbert Ross

Desde la instalación del régimen de excepción, ser niño, niña o joven en condiciones de pobreza se ha convertido en sinónimo de peligro. Más de 43 000 personas han sido encarceladas desde el 27 de marzo. En muchos casos, estas capturas arbitrarias e injustas han sido basadas únicamente en el estigma, la desconfianza por su apariencia y el lugar donde viven. Mientras el presidente y sus funcionarios promocionan el número de capturas como un logro, los costos más profundos del temor que se ha instalado en las comunidades marginalizadas han pasado inadvertidos. Este enfoque al encarcelamiento y la militarización de la calle solo repite lo que gobiernos anteriores han intentado. Lejos de garantizar el éxito augurado del fin a la violencia, no hace sino profundizar los problemas que siguen alimentando la violencia de pandillas en El Salvador. 

Lo excepcional se ha convertido en la norma y producto de ello se ha empezado a normalizar la presencia de policías y de militares en las calles y barrios de El Salvador. En este contexto, parece una total incoherencia la aprobación de la Ley Crecer Juntos, tomando en cuenta que hace tres meses esa misma Asamblea Legislativa aprobó una reforma a la Ley penal juvenil que permite procesar a niños de 12 años como terroristas adultos.

Ni el Bitcoin ni la promesa de una revolución financiera económica; la niñez y la juventud son el presente y el futuro de un país como El Salvador. Así lo dijo, literalmente, la primera dama Gabriela de Bukele al introducir su proyecto de Ley Crecer Juntos: “una política para y por quienes son el presente y representan el futuro de nuestro país, nuestra niñez”. Sin embargo, parece que el Gobierno no solamente falla de apostar por las niñas, niños y jóvenes más vulnerables, sino que además los trata como un peligro. 

Escribo desde la perspectiva de una comunidad marginalizada en el municipio de Mejicanos, en donde ACTUEMOS!, la fundación que dirijo, mantiene un centro de apoyo para niños, niñas y jóvenes. La comunidad ha sido un punto focal de las operaciones policiacas y esto ha generado mucha presión sobre la población. No queda claro exactamente cuántas personas de la comunidad han sido detenidas. No hay un registro exacto y sabemos que algunos han buscado salir de la zona para protegerse a sí mismos y a sus hijos de posibles detenciones. Sabemos de varios niños que han sido arrestados y algunos de ellos fueron procesados como adultos (ahora ya sabemos que Salvador está entre ellos). Sin embargo, dado el estado de excepción, no es posible obtener mayor información sobre los casos.

Por supuesto, las detenciones llevan consigo un gasto económico y un desgaste emocional para las familias. Comprar ropa, comida y, a veces, hasta pagar la seguridad de los reos significa costos que la mayoría de las familias no pueden cubrir. Esperar afuera de los centros penales mientras se busca a sus seres queridos no es nada grato ni barato tampoco. Se necesita invertir en pasaje de bus, comida y, si alcanza, un lugar donde dormir que no sea la calle.

Como resultado de las detenciones ya hay varios niños quienes quedaron de facto huérfanos por que la Policía se llevó a madre y padre. Muchas veces las detenciones ocurren en zonas de trabajo o en los mercados y los hijos e hijas se enteran hasta que la mamá o el papá no regresan a la casa. Si ya antes de esta crisis las familias no tenían suficientes recursos para sobrevivir, ahora la situación es aún más difícil para aquellas que han tenido que hacerse responsables de estos niños y niñas.

También ha ocurrido que muchas mujeres se convirtieron en madres solteras cuando la Policía capturó a sus parejas. Peor aún, en algunos casos la Policía se ha llevado a casi toda la familia. Ejemplo de ello es el caso de una mujer de 38 años a quien llamaré Virginia para proteger su identidad. Ella era ama de casa y además del trabajo que implica el hogar, ganaba algo de dinero cuidando los hijos e hijas de algunas de sus vecinas. La Policía se llevó a sus dos hijos (ambos menores de edad) y al esposo a mediados de junio. Fue tanto el dolor y la desesperación de Virginia que decidió quitarse la vida una semana después de las detenciones.

En ese contexto hay que aclarar varios puntos: no estamos apoyando o defendiendo a las pandillas. Tampoco excusamos la violencia pandillera que se da en las comunidades. No defendemos los homicidios de Policías o ciudadanos de la mano de las pandillas. Al contrario, para el bien de la población exigimos que se les aplique la ley. Sin embargo, el estado de excepción ha permitido que en los vecindarios marginalizados la Policía simplemente asuma que los habitantes son pandilleros. Caminar siendo pobre ya es un crimen, más para muchachos jóvenes. Así de fácil ha sido destruir familias sin poner ni un poco de atención a los nuevos niños y niñas huérfanas o a las mujeres que ahora tienen que ser el soporte del hogar en todo sentido. El mensaje es claro, el Estado no ve en estos niños el futuro del país.

De igual manera, arrestar a personas que han dejado de ser pandilleros desde hace años afirma para la población que no hay salida, ni de la pandilla ni de la zona. Así mismo, arrestar personas el día que termina su sentencia penal por ser pandilleros solo manifiesta que el marco de la Ley no existe en estas partes de El Salvador. No hay forma de escapar. El gobierno ni siquiera trata de esconder estos hechos. Al contrario, Osiris Luna Meza, director general de centros penales, lo publica con orgullo en su cuenta oficial de Twitter. El estado de derecho ha desaparecido.

El costo de todo eso es muy alto, ya que significa alejar aún más las comunidades marginalizadas.

Aparte de las tragedias familiares y el costo económico y emocional directo, el daño más grande de las detenciones indiscriminadas es el terror que siembran. Los niños van directamente de la casa a la escuela y de regreso, ya que jugar con los amigos en la cancha significa exponerse. Se les ha negado el derecho a jugar, porque lejos de sentirse seguros hay incertidumbre. Detenciones policiacas, acoso de pandilleros, o simplemente estar presente durante una balacera entre Policías y pandilleros forma parte de la vida de los niños. Las mujeres tienen miedo de ir al mercado o al trabajo porque no tienen la certeza de que van a regresar a sus hogares.

“Tengo que pensar dos veces para salir”, me dijo recientemente una vecina. Al salir de la casa una mujer tiene que pensar en llevarse a sus hijos, incluso, para no separarse de ellos si acaso es detenida. Juntarse con amigas es imposible, ya que la Policía podría tratarlas como agrupación ilícita –causa mayor de las detenciones. Y, claro, siempre sigue el miedo de la pandilla que los puede acusar de dar información a la Policía.

En las áreas marginalizadas del país, recordemos, no hay muchas alternativas a colaborar con la pandilla, y para las mujeres no hacerlo implica, en muchos casos, un riesgo de violencia sexual. El Estado, sin embargo, en vez de ofrecer alternativas ha enviado a la Policía a arrestar a cualquiera de quien sospeche, sin contemplar las consecuencias.

El miedo es tal que en el vecindario donde tenemos el centro, por ejemplo, no ha llegado el agua desde varias semanas. Generalmente solo cae cada dos semanas y solo por unas horas en la noche y por llaves públicas. El encargado del agua de la zona no solamente abre y cierra la llave, sino que también se tenía que asegurar de que se pagara la “renta” a la pandilla. Él fue arrestado también, al igual que una de las organizadoras de la comunidad. Por supuesto, nadie se atreve a tomar sus puestos por miedo de tratar con la pandilla y, además, por el temor de ser capturado por la Policía. La comunidad se quedó sin agua y sin organización, agravando la situación aún más.

De nuevo, no proponemos de no aplicar la ley a las pandillas. Sin embargo, las capturas masivas solo van a aumentar el problema de las pandillas y la crisis que se vive en los sectores de alta pobreza. Dentro de las cárceles los jóvenes solo van a sobrevivir metiéndose a las pandillas. O sea, quienes aún no eran parte de las pandillas al entrar a la cárcel lo serán al salir. ¿Qué va a aprender un niño de 12 años pasando más de diez años en la cárcel? ¿Cómo podemos entender la política de encarcelamientos masivos como “una política para y por quienes son el presente y representan el futuro de nuestro país, nuestra niñez”? ¿Qué futuro tendrá este niño al salir de la cárcel con más de 22 anõs?

Ya hay muchos huérfanos de facto que están viviendo o solos o con familiares y vecinos. Esto no solo crea una carga económica muy fuerte, sino que también afecta la salud mental de los niños y niñas y de las comunidades. Esta situación ha generado una gran desilusión y un resentimiento hacia el Gobierno y sus fuerzas de seguridad. El mismo Gobierno que juró protegerlos es el que ahora los somete a castigos arbitrarios, en muchos casos, por el solo hecho de vivir en zonas de alta pobreza. Claramente, en este contexto el discurso de la primera dama suena vacío.

Ya sabemos que, por lo general, los jóvenes se meten a las pandillas por una variedad de razones. Muchos lo hacen buscando un sentido de pertenencia, otros por miedo a la misma pandilla. Algunos más se acercan por cuestiones económicas y falta de oportunidades. Las tres causas van de la mano con la desilusión y decepción del sistema socioeconómico que los mantiene al margen de la sociedad. El estado de excepción y la militarización de las comunidades marginalizadas solo aumentan esta problemática.

Una vez más el Estado demuestra que la gente del sector pobre no pertenece a lo que llama el presidente en su cuenta Twitter “la gente honrada de El Salvador.” De nuevo, se les enseña que no hay salida, ni del barrio ni de la pandilla. Seguir ejecutando las mismas políticas de represión no solamente no va a funcionar, sino que va a aumentar los problemas en las comunidades. Todo eso enseña a los jóvenes, una vez más, que El Salvador no está apostando al futuro de su juventud. Al contrario, los trata como un peligro.


*Norbert Ross es doctor en Antropología y profesor de Antropología y Teatro en la Universidad de Vanderbilt. Es codirector de la Fundación ACTUEMOS! El Salvador.

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