El 29 de junio de 1986, al minuto 83 del partido, Burruchaga le estampaba el gol de la victoria a los alemanes, en un Estadio Azteca lleno, para darle la copa a Argentina. Papá no era muy fan de los argentinos, pero recuerdo que cuando el gol retumbó en la cuesta de Barrio Sagrada Familia en San Isidro del General, me tomó de la mano y entramos corriendo a la sala de la primera casa que encontramos abierta. Ese día, en una alineación de planetas, papá y yo nos hicimos amigos para siempre, y yo comencé a amar el fútbol. Los mundiales siempre me han parecido bonitos: tocan una fibra que, incomprensiblemente, produce la música más linda. Me he abrazado en la Fuente de la Hispanidad con gente que odia el campeonato local. He corrido por toda la sala celebrando un gol de Brasil, o de Argentina. He gastado horas de teléfono viendo un partido entero en llamada con papá, que no tiene whatsapp.
Sé que esta cosa alguna gente no la entiende y no los culpo: no tienen alma, ¿cómo se puede vivir así? Hay un momento, al inicio de las eliminatorias al mundial, en el que el clima cambia. Es casi imperceptible: de repente, comienza a hacer más solcito. Y el solcito se pone más naranja al final de la tarde. Se siente un poco como diciembre en el trópico: una brisa que corre de un lado a otro, no fresca sino helada, que da como unas ganitas de ir a sentarse en un banco de madera, en la barra de una cantina, con un grupo de gente desconocida, a mirar el partido. La gente hace quinielas, y tiene favoritos. Y conforme las eliminatorias avanzan, y algunos países se van quedando en el camino, sus hinchas descorazonados comienzan a inflar los números de apoyo a otras selecciones, que en circunstancias distintas tal vez serían enemigas.
Para el momento del repechaje, que en Costa Rica conocemos tan bien, el sabor amargo en la boca se sosiega contando palitos en una libreta: si gana Panamá, si pierde Canadá, si empatan los gringos. Es un momento mágico, lleno de negación y esperanza. Alguna gente no lo entiende, no les gusta el fútbol y pobrecitos, ¿cómo se puede vivir así? Luego, para los que clasifican, vienen otros vientos: el cambio de imagen de la selección. Si a los hinchas les gusta o no les gusta la nueva camiseta. El escándalo del director técnico que abandona el proceso. Los chismes de vestidor, los jugadores que no se quieren entre ellos. El calendario de partidos amistosos. La convocatoria. Que si dejan fuera a este o a aquel. Que si un jugador debe ir al mundial solo porque le tenemos deuda histórica. El álbum, las postalitas. Perder el amistoso, esperar con ansias el sorteo, desconsolarse porque te tocó contra Uruguay, Inglaterra, Italia… La vida es muy corta. Nuestra existencia es ínfima. Hay que emocionarse por algo.
Hay que emocionarse por algo y luego, el 2 de diciembre del 2010, nos echan este balde de agua fría encima, por partida doble: mundial en Rusia en el 2018, mundial en Qatar en el 2022. En el mundo hay dos tipos de gente: la gente a la que le gusta el fútbol y los otros. Los otros se dividen en subcategorías, pero las más importantes son los moralistas, los materialistas y los majaderos. Los moralistas disfrazan de moral su clasismo, los materialistas disfrazan de posición política su clasismo, los majaderos solo quieren que todo el mundo sepa que no les gusta el fútbol. A mí, que me gusta el fútbol siendo feminista necia, hay algo de este mundial que me atrae particularmente: don dinero es muy poderoso, sí, pero hay que ver cuál poder puede más, y en dónde es más poderoso un poder que otro. En la figura de sus dirigentes, desde tiempos de João Havelange, la FIFA ha insistido en que el fútbol y la política son cosas aparte. En que sus decisiones son deportivas y no políticas. Esa fue la gran excusa para darle la sede de 1978 a Argentina, en medio de una de las dictaduras militares más crueles y sangrientas de la historia de nuestra región. Pero irónicamente, como si se tratase del fútbol mismo, tan ambiguo y lleno de contradicciones, nos encontramos con declaraciones como las que Stepp Blatter hizo al periódico suizo Tages-Anzeiger en días anteriores: que elegir a Qatar fue un error. Que el comité ejecutivo de FIFA había decidido previamente dar la sede de 2018 a Rusia y la de 2022 a Estados Unidos como “un gesto de paz, para dos naciones que históricamente habían sido enemigos políticos”. La FIFA es apolítica, pero bueno…
Hay algo muy lindo en el fútbol, que también es algo horrible que el fútbol tiene: es un reflejo de la realidad. Una extensión de todo aquello que nos gusta o que repudiamos. Una caja de resonancia del capitalismo: poder político y económico, machismo estructural, violencia de género, violencia en las gradas, violencia de clase. Y en medio de todo eso, que no es el fútbol mismo, pero es eso que el fútbol también es, la mano de mi papá agarrando la mía y sellando un pacto de por vida. Este mundial hay que agarrarlo con pinzas, y verlo desde un lugar distinto, desde una reflexión sobre lucha de clases, sobre poder y dinero, sobre cultura y derechos humanos. Y tal vez lo que rescato de todo este desastre es eso: que estas conversaciones incómodas, las que nos hemos negado a tener durante tanto tiempo, ahora las necesitamos porque nos tocan personalmente. Nos tocan como hinchas, como ciudadanos y ciudadanas, como animales políticos. Hablemos de fútbol y hablemos de lo otro, porque el fútbol es eso también.
*Adriana Sánchez es escritora y cocinera costarricense