“No, este mundial no, este no. No nos gusta. No nos importa”, me dice un hombre alemán arriba de la cincuentena en la puerta de un sport bar en Hallesches Tor, Berlín. Ambos salimos a fumar en el medio tiempo entre Gales y Estados Unidos, pero él me aseguró que no estaba ahí por el partido. En el inglés de los berlineses me explicó que ni él ni los suyos están interesados en un mundial que se juega en un país tan terrible como Qatar, y me habla de los casi 7 mil muertos en la construcción de los estadios y de la vida de las mujeres y las restricciones y de todo el paquete que este torneo trae bajo el brazo. Pero el árbitro pita de nuevo, los dos equipos se vuelven a acomodar para continuar su amable y aburrido pacto entre caballeros y el alemán suspende su discurso, me mira como pidiéndome perdón, y vuelve a sentarse, solitario y en silencio, frente a la pantalla del bar, con el seño fruncido.
En dos días se jugará el primer partido de Alemania en este mundial y aunque es ya una tradición considerar a los germanos como posibles ganadores, en Berlín casi nadie quiere verlo. En Berlín el mundial está practimamente cancelado. Cuando pregunto a los berlineses la mayoría responden con un gesto que parecen haber ensayado con premeditación y tenerlo en reserva para cuando un incauto como yo les pregunte. Fruncen el seño, aprietan los labios, mueven la cabeza ligeramente hacia atrás y dicen no, con un movimiento enérgico, casi una vibración. “No. Este mundial no”, rematan. No es algo contra el fútbol, ni contra el mundial. Tampoco es algo contra Qatar en sí. Es algo más profundo. Es un rechazo casi orgánico a lo que representan estas tres cosas juntas, es ese paquete de corrupción, autoritarismo, persecución política, violencia, machismo, homofobia y toda una lista de valores negativos. Para ellos, disfrutar del mundial, y sumarse a esa fiebre que nos posee a los demás, es algo así como traicionar su propio desarrollo moral, su propia historia. Es comer con el enemigo. Es como matar delfines.
Para la inauguración fue muy difícil para mí y un pequeño grupo de centroamericanos encontrar un lugar con pantalla. Al fin, dimos con un pequeño restaurate vietnamita en donde el dueño tenía un televisor y una refrigeradora repleta de cervezas. En el lugar ya había un grupo de hombres jóvenes de ascendencia turca que no disimulaban su apoyo a Qatar. Y nosotros, sin nuestros países dentro del mundial desde hace décadas, y con la capacidad instalada de flexibilizar nuestra identidad para cubrirnos con la conveniente colcha latinoamericana, hichando por Ecuador.
Ecuador despachó a la anfitriona en un ejercicio de dominación absoluta y el grupo de turco-germanos pagaron y se fueron: malencarados, inmunes a nuestras celebraciones escandalosas, hinchando por el pariente lejano que sí lo logró. En la calle, a través de la vitrina, los berlineses nos ven con reproche, como si asáramos una cría de delfín ante los ojos de la ciudad.
Llega el día y no parece haber en Berlín quien vea el partido de Alemania contra Japón. Frente a la estación de Gorlitzer encuentro un lugar. Es un bar árabe donde se fuman jucas y se toma té. El dueño ha colgado una serie de banderitas con los colores de los equipos más importantes pero esto ha tenido en los clientes el mismo efecto que un espantapájaros en los cuervos. Está vacío, solo una pareja de alemanes jóvenes se ha sentado frente a la pantalla con cervezas y algo de comer. Japón comienza jugando sin complejos, haciendo irreverentes entradas al campo alemán. Pero Alemania es la que es y en el primer tiempo les anotan el primero. Otro equipo se habría acorazado en la defensa, en pánico, tratando de evitar que los alemanes repitan aquella que le hicieron a Brasil en el mundial antepasado. Pero no. Si algo nos dice la historia es que los japoneses no se rinden con facilidad, juegan como si de esos goles dependiera su vida y se tiran de lleno frente a los acorazados alemanes. Lo logran. Samurais obstinados, ¡le han marcado un golazo a la Alemania!
La pareja de alemanes me mira con desconfianza. Estoy hinchado por Japón y hay algo más que me tiene en éxtasis: en este partido mi país si tiene representación. Estamos en la cancha en un mundial. El equipo de árbitros son salvadoreños: el central y el primer asistente. Qué equipazo, qué bien pitado que está este partido…
Los japoneses dan una estocada imprevista a los alemanes. Vaya golazo de Asano, qué homenaje a David, qué pedrusco certero al Goliat de los Goliates. Vaya atajadas de Gonda, que no permite que por su arco pase ni la puta brisa, qué partidazo, ¡carajo!
El partido termina y la pareja se retira. Van serios y fruncen el seño en lo que a estas alturas se irá convirtiendo en la mueca tradicional de los berlineses para expresar disgusto político por algo. Algo así como llevar un botón verde o un black live matters.
Saliendo del lugar hasta yo comienzo a sentirme raro. Tienen quizá razón los berlineses, quizá ellos son un pueblo más solidario que nosotros. Quizá piensan más en colectivo, quizá haber vivido separados por un muro les ha enseñado a despreciar las tiranía y a los tiranos, dos cosas que nuestras sociedades aman con tanta pasión. Voy a pagar mis cervezas y el dueño me dice que haber puesto pantalla y banderitas quizá no fue buena idea, que ahora llega menos gente. Me da una mezcla de tristeza y cólera. Tal parece que los tiranos y los corruptos del mundo embarraron de mierda hasta algo tan lindo, embarraron el futbol. Y aquí estoy ahora, cuestionándome si haber venido acá es en realidad una putada de mi parte para con la humanidad. Quizá la carne de delfín sea sabrosa. Quizá sea la más rica carne jamás probada por la humanidad, puede incluso ser la más saludable de las proteínas, pero, y en esto creo que estamos todos de acuerdo, no debemos de comernos a los delfines.