El fútbol es una niña aterrada que mira un televisor y rebosa de angustia. Era 26 de noviembre y estaba yo en un restaurante-bar en El Calafate, una pequeña ciudad patagónica, al muy sur de Argentina. Y ahí creo haber entendido, por fin, este asunto.
Pero debo aclarar algo: soy salvadoreño y mi pequeño país es más bien tacaño en logros futboleros. Por ejemplo, si la selección lleva un andar muy chulo y le da por golear, suele ser a países como Anguila, del que todo lo que uno puede decir, para jactarse luego, es que es un país, que, al parecer, existe. Los hitos de El Salvador en los mundiales se pueden resumir muy pronto, diciendo que hemos ido a dos, y que en el último -hace 40 años- anotamos un gol a Hungría, con el único problema que los húngaros nos anotaron 10, en lo que al día de hoy sigue siendo la mayor y más salvaje paliza recibida por una selección en la historia entera de la Copa del Mundo.
Nunca he visto un mundial desde un país que esté en él. Y con todo, conservo dentro de mi ajuar alguna camisita pirata de azul desteñido para ver a la selección jugar contra Anguila, o contra sus semejantes, y cada eliminatoria celebro que nos ganaron por poco y me reúno con algunos tahúres a tomar cerveza y ver de reojo un televisor.
Todo esto se los cuento para que tenga sentido mi hallazgo y para que se comprenda lo que vi, viendo a aquella niña. Habrá tenido, si muchos, unos 10-12 años, y estaba al borde mismo del pánico: se sentaba en su silla con las manos que le pajareaban y por los anteojos redondos se le derramaba el alma. Cuando el narrador anunció, dramáticamente, el inicio del partido contra México diciendo: “¡Sujétense de sus asientos, abracen a sus seres queridos!”, ella lanzó un grito de guerra y vi, juro que lo vi, como el mundo entero con las mesas y las sillas y sus padres que miraban petrificados, y El Calafate todo, se esfumaron y ella quedó… sola.
Los argentinos, es importante decirlo en este punto, dan por hecho que estarán en el mundial, o sea, en cualquier mundial, pero no sólo eso, no esperan nada menos que ganar la copa. La del mundo, digo. Así que no sólo me estrenaba yo viendo el mundial en un país que participa en él, sino, de remate, en uno que cree -que cree en serio- que lo va a ganar.
El primer partido me supo a cosa conocida, porque perdieron y porque lo vi desde otro lugar en el que a nadie parecía importarle mucho. Pero en El Calafate se paralizó el tiempo y todos llevaban dentro un suspiro que se negaba a salir: si México les ganaba, estaban fuera; y todo el andamio de sueños se vendría abajo, sería materia marchita y Messi quedaría sepultado, vivo y enterrado debajo de todo aquello. No era tema menor. Y como el destino es cruel, cuando terminó el primer tiempo no había nada para nadie: 0 a 0, en un partido jugado en la mitad de la cancha, en el que los mexicanos los miraron feo. La moneda cayó parada.
Y aquella chiquilla se persignaba con discreción, como en secreto, susurrando cosas en su inmensa, en su angustiosa soledad. Pero los héroes lo son por algo y no en vano se les reza y se les ama: habiendo visto un hueco, un canal visible sólo para él, una corriente de aire entre tanto mexicano, Leonel Messi paró un balón y en lo que para el resto del mundo es una fracción de segundo, recorrió con la mirada aquel canal y mando por él un rayo con todo y trueno desde fuera del área. Y vi, juro que lo vi, como en el mundo comenzaron a reaparecer las cosas.
Media hora después andaba El Calafate borracho, en vehículo y en caballo, dando vueltas en círculos por una calle a la que sus habitantes llaman principal, sonando cornetas y amando unas banderas; y los niños miraban a sus padres cantando por las calles, con la boca que se les salía de la cara y, viéndolos, aprendían sobre aquello que da la felicidad y grababan, quizá para siempre, esa lección que con los años enseñarán a sus propios hijos.
* * *
Cuatro días después, en un pueblito pequeño que está situado dentro del Parque Nacional de los Glaciares, unas tres horas al norte de El Calafate, llamado El Chaltén, las calles comenzaban a vaciarse a medida que se acercaba el momento de ver el último partido de Argentina en la fase de grupos, resultado del cual dependería la holgura y la comodidad con la que transitarían a la siguiente fase, incluyendo la posibilidad de evitar en octavos de final a la temible soberana, Francia.
Faltando una hora para el partido, en el bar Bourbon no quedaba una sola silla o taburete, un rincón con vista al único televisor, que no estuviera duramente disputado. Normalmente los turistas vienen a este sitio y lo usan apenas como punto de partida para las excursiones a los cerros trepidantes y perpetuamente nevados, a los recorridos por los paisajes patagónicos y a las navegaciones por los ríos gélido, hijos de los glaciares que rodean el parque. Pero hoy, unos japoneses asombrados miraban a estos locos gritar sus corillos buscapleitos y aporrear las mesas, antes incluso de que comenzara el partido. Un rebaño de israelíes que llegó tarde se movía de un lado a otro intentando no estorbar; una nórdica inmensa, flaca y alta como un bambú, andaba camuflada junto a una amiga con una camiseta de la selección argentina, pero al suplicar una cerveza se delató miserablemente; otros rubios personajes estaban más interesados en observar de primera mano el proverbial jaleo que es capaz de armar esta gente cuando juega su selección.
“Y ya lo ves, y ya lo ves, el que no salte es un inglés”.
Afuera del bar soplaba el viento y brillaba el sol. Los glaciares y los ríos y los cerros y los valles se quedaron en silencio mientras la gente contemplaba a la maravilla mimada, que hacía de las suyas en Qatar.
“Olé, olé, olé olé, es para Chile que lo mira por TV”.
Un aire frío recorrió el salón cuando el muro que los polacos llevaron como portero le atajó un penal a Messi, pero era obvio que aquello era cuestión de tiempo: nada, nadie resiste un asedio tan feroz y cuando cayó el primero el destino ya estaba echado y cuando cayó el segundo, ya todo era un jolgorio.
“Mirá, mirá, mirá, sacale una foto, se van para Polonia con el culo roto”.
El mundo volvió a la normalidad: Argentina pasa primero de su grupo y los polacos -que no se van para su país, sino que pasan a octavos- en segundo. Al terminar la gente bailó y cantó a gritos un himno dedicado a la deidad Diego Armando Maradona, a la que de alguna manera atribuyen toda honra y toda gloria, incluso después de muerto; en las calles los niños celebraban, caravanas de carros iban y venían sonando los pitos, los padres conducían, mientras los hijos asomaban por las ventanas mostrando banderas y gritando contenturas.
Pero ya a esas alturas aquello era para mí una ceremonia comprendida, hermosa y con un poquito menos de misterio, porque cuatro días atrás, vi a una niña de anteojos redondos habitar a partes iguales el terror y el gozo, antes tan lejanos, tan exagerados, tan incomprendidos para mí el uno y el otro, hasta que la supe derrotando -ella junto al astro Leonel Messi- los temores de sus padres y de los padres de sus padres y habitando a ella, tan nueva, tan recién llegada, tan aprendiz, ese gozo tan puro, y tan añejo.