Los brasileños observaremos el mundial de fútbol enfrentando un dilema existencial: la camiseta amarela que ha simbolizado siempre a nuestra selección ha sido instrumentalizada políticamente por el aún presidente Jair Bolsonaro y sus seguidores; y se ha convertido en un símbolo de la polarización que vive el país.
Llevo días pensando sobre el tema y decidí preguntar a personas de diversos perfiles cómo lo veían.
Quise saber si una amiga vería los partidos de Brasil vistiendo la famosa camiseta canariña, como hemos hecho en todos los mundiales. Esta es su respuesta: 'En las últimas semanas, cuando entro en un restaurante o en un bar y veo a alguien vistiendo la amarilla de la selección, me pregunto: ¿será que este tipo es un aficionado como yo o un canalla de esos que niegan el resultado de las elecciones de octubre y desean que las fuerzas armadas tomen el poder?'
Otro conocido fue más allá: 'La camiseta de la selección se ha vuelto para mí una señal de que estoy delante de una persona con déficit cognitivo, de alguien capaz de viajar agarrado en el parabrisas de un camión en alta velocidad para protestar contra el resultado democrático de unas elecciones. Paso de usar la camiseta amarilla'.
Para quienes no acompañan de cerca las noticias políticas de Brasil, una breve explicación: El 31 de octubre, el izquierdista Luiz Inácio Lula da Silva derrotó al ultraderechista Jair Messias Bolsonaro por poco más de 2 millones de votos, en una de las elecciones más disputadas de la democracia brasileña.
En los días que siguieron al anuncio oficial de la victoria del Partido de los Trabajadores, muchos bolsonaristas se organizaron para armar una huelga general y cerrar carreteras. Difundían en redes sociales la narrativa del fraude y ponían a prueba el poder del Tribunal Superior Electoral, entidad responsable de realizar las elecciones en Brasil.
El 8 de noviembre, en un momento de pura irracionalidad, un empresario opositor a Lula decidió subirse en un camión cuyo conductor no parecía dispuesto a participar de las protestas bolsonaristas. Pensaba que, al engancharse al parabrisas, convencería al conductor a pisar el freno. Pero el conductor siguió por la carretera por cerca de ocho minutos y grabó la desesperación del bolsonarista, que, por supuesto, vestía con la amarilla de la selección. Y la gorra.
Al menos desde 2015, los brasileños saben que aquellos que odian a Lula suelen manifestarse usando los colores nacionales: el verde, el azul y el amarillo. En 2016, por ejemplo, la principal avenida de São Paulo – la Avenida Paulista – se llenó de miles y miles de personas que celebraban el impeachment contra la entonces presidente Dilma Rousseff. Vestían el uniforme de la selección de fútbol y cargaban una bandera nacional. Este año no fue diferente. Mientras los eventos de campaña de la izquierda eran marcados por el tradicional rojo sangre del Partido de los Trabajadores, los de la ultra derecha usaban la canariña, también impulsados por Bolsonaro, sus tres hijos y sus apoyadores.
A lo largo de los últimos cuatro años, el presidente mantuvo un discurso político-ideológico tipicamente conservador y con caráter nacionalista. Defiende la familia en su composición más tradicional, la portación de armas, el combate a las drogas por medio del encarcelamiento (incluso de menores de edad) y la utilización de la Amazonia como fuente de riqueza nacional.
Bolsonaro tiene un eslogan que refleja todo esto y suele terminar sus ponencias con el brazo erguido, diciendo: 'Brasil acima de tudo, Deus acima de todos' ('Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos').
Fue con esa mezcla nacionalista y conservadora que él logró apropriarse de los colores y los símbolos nacionales. La multitud que le sigue es verde y amarilla desde por lo menos las últimas elecciones y los bolsonaristas tienen la costumbre de andar por las calles envueltos en la bandera nacional, como si de una capa superpoderosa se tratara.
Así que no son pocos los brasileños que ahora sienten cierta incomodidad al pensar en vestir el uniforme de la Confederación Brasileña de Fútbol (CBF) para asistir a los partidos celebrados en Catar. Temerosos de ser confundidos con bolsonaristas, varios han optado por cambiar una tradición.
'Mi hija, por ejemplo, me pidió una camiseta oficial porque va a ver los partidos de Brasil con los amigos. Es adolescente y estas cosas importan. Pero ella subrayó que quería la azul o la blanca. Nada de la amarilla', me contó por WhatsApp una funcionaria pública de Río de Janeiro.
'Mi camiseta está en el cajón y no la voy a sacar de allí', me confesó un famoso periodista carioca. 'Hace unos días Lula dijo que vestiría amarillo y que su camiseta tendría el número 13 en la espalda. Pero creo que esto puede profundizar la polarización política en la que vivimos. Entonces me reservo el derecho de animar a Brasil vistiendo otros colores'.
Históricamente, política y fútbol siempre se confundieron en mi país. En líneas generales, cuando la pelota entra en campo, el debate político pierde espacio. Desaparece de las mesas de bar y pierde importancia en la prensa nacional. El amor al deporte florece y todo lo malo, aburrido y difícil queda para después.
Desde por lo menos 1994, los años de Mundial también son años de elecciones presidenciales. Y obviamente tantos los candidatos como los políticos elegidos han sabido aprovecharse de esta mezcla con maestría.
El general Emílio Garrastazu Médici, uno de los más duros dictadores de Brasil, celebró la famosa Copa de 1970 con una frase que se hizo famosa de inmediato: 'El Mundial me dio un año más de gobierno'. Él gobernó con mano dura de 1969 a 1974 y recibió a la selección victoriosa en el palacio del gobierno.
En 1994, la Copa ayudó al entonces presidente Fernando Henrique Cardoso a aprobar y a implantar con éxito el real – la primera moneda estable del país tras 72 planos económicos sucesivos.
En 2002, cuando Lula ganó la presidencia por primera vez, el Mundial ocultó en gran medida todo el debate sobre quiénes serían sus ministros. Los empresarios temían entonces que el izquierdista hiciera la reforma agraria. Pero la pelota estaba en campo y nada era más importante.
'Yo me compré una camiseta azul para el Mundial este año. Mi hermano también lo hizo. Llegamos a la conclusión de que no nos gusta estar asociados con los bolsonaristas ni con todo que defendió Neymar a lo largo de la campaña electoral', subrayó un economista de São Paulo.
Parece increíble, pero es real. Futbolistas brasileños opinan sobre política y tienen impacto. Neymar y otros jugadores han defendido a Bolsonaro y a muchas de sus controversiales propuestas en entrevistas y en redes sociales . Varias veces lo han hecho vistiendo el uniforme amarillo, lo que explica la 'aversión' de miles de brasileños.
Queda ahora la duda sobre si Neymar y los demás jugadores de la selección nacional lograrán unificar el país. Si sus goles (que seguro serán muchos) serán capaces, al menos mientras dure el campeonato, de disolver las disputas y juntar a los brasileños. Si el verde y amarillo volverá a ser de todos y no solo de aquellos que siguen enfrentados más de dos semanas después de las elecciones.
Por suerte (o por desgracia), Brasil es un país de memoria corta. Somos, en nuestra gran mayoría, un grupo de personas pacíficas. No nos gusta pelear. No hacemos mucha guerra. En los últimos 40 años, vimos la interpelación de dos presidentes sin grandes disturbios callejeros.
Así que la semana pasada, cuando recibí la foto de mi sobrino de siete años saliendo de casa para entrenar fútbol, sonreí. A los siete años, sin saber nada de política, vestía toda la equipación de la selección brasileña. Camiseta amarilla y pantalón corto azul. Los zapatos, sin embargo, eran rojos. Incluso los cordones.
*Cristina Tardáguila es periodista y fact-checker brasileña.