La selección argentina de fútbol es lo más parecido a la Argentina. La selección, como el país, nos ha hecho vivir, siempre, con el corazón en la boca.
Siempre a punto del colapso, siempre a punto de la gloria. Una metáfora del país, una galaxia de emociones extremas, un fenómeno de la naturaleza que se materializa en forma de jugadores que, algunos días, acarician la pelota como nadie en el planeta.
Y sobre todo, es un sentimiento que te hermana sin más a cualquiera que lleve una camiseta celeste y blanca.
La albiceleste es, quizás, el único espacio social y emotivo que atraviesa esa maldita grieta ideológica y económica que divide y amarga al país desde hace décadas. En una patria tan despareja, inequitativa y extensa geográficamente, si hay algo en común entre personas que viven en lugares tan diferentes y lejanos como Buenos Aires, Jujuy o Ushuaia, es ese sentimiento profundo por la camiseta asociado al sonido de la palabra 'gol'.
Cuando Messi tiene puesta la 10 y arranca en una de esas jugadas que uno reconoce como “la magia”, el corazón de todo el país late de una manera diferente, aunque uno esté, como yo, a 5.600 kilómetros de Argentina.
La selección argentina es una droga dura. Un viaje capaz de instalarte en el VIP del Olimpo o en el sótano más depresivo de los infiernos.
Salí de Argentina en el 96, justo cuando Maradona le entregaba a Boca sus últimos cartuchos como profesional, cuando Messi era un pibito que jugaba en Newell’s y dejaba a todos con la boca abierta porque corría como un demonio y hacía unas gambetas cortitas en las que parecía tener la pelota atada a los botines.
Para mi generación, la relación con la Selección comenzó en el Mundial del 78’, yo tenía 15 años cuando todo el país estalló de alegría con el primer gol de Mario Alberto Kempes a los 38 minutos. Pero, como tenemos alma de tango, después llegó el martirio, y los naranjas nos empataron con un gol de Nanninga y de ahí, a la agonía del alargue y medio país rezándole a la virgencita de Luján, a la difunta Correa y al Gauchito Gil. Hasta que Bertoni, en el minuto 116, nos devolvió la respiración y el pulso.
¡Argentina Campeón, carajo! Ese fue mi bautismo de fuego.
Y esa noche fue inolvidable, todo el país salió a la calle y todos cantamos envueltos en la bandera y nos besamos entre desconocidos y gritamos los goles mil veces y saltamos hasta pulverizarnos los meniscos y bebimos hasta que se hizo de día.
Era la primera vez que las calles se llenaban de gente libre desde el 24 de marzo del 76, cuando Videla dio un golpe militar, clausuró el Congreso, prohibió la actividad política y comenzó una de las carnicerías más salvajes de toda la historia argentina.
Digo que la selección argentina es lo más parecido a la Argentina porque, el deslucido papel que luego tuvimos en España 82, tuvo como telón de fondo la Guerra de Malvinas y la foto de un montón de chicos muriendo de frío y desamparo, traicionados por sus propios oficiales, mientras en la televisión oficial los presentadores de noticias juraban que le íbamos ganando a los ingleses.
En el 83 volvió la libertad y explotó el rock en español con León y su Sólo le pido a Dios, con Charly demoliendo hoteles, los Soda conquistando América y los Redondos inventando un planeta de poesía sonora. Y Raul Alfonsin y asegurando que: “con la democracia se curaba, se comía y se educaba”, pero qué va, la cosa era más complicada.
La alegría albiceleste regresó en el 86’, con ese Diego imparable, con su cabeza, con su mano de Dios, con esos pies rodeados de nubes, esos enganches, esa picardía de potrero, ese corazón y esos quiebres de cadera que mandaron al psicólogo a la defensa inglesa y le provocaron un trauma profundo al arquero Peter Shilton.
Y ahí sí, otra vez la gloria y los abrazos y otra vez los colores asociados al disfrute y esa sensación de pertenecer a un país.
Luego vino Italia 90 y aquella final de vértigo con Alemania y el gol artero de Andreas Brehme en el minuto 85 y aunque quedamos subcampeones, volvimos a tener en el pecho esa sensación horrible de sentirnos derrotados. Siempre un país del todo o nada.
Y después llegaron otras muchas olas: la efedrina de Maradona en Estados Unidos 94’, la llegada de Menem y el desguace del Estado, los corralitos financieros y cientos de miles de personas perdiendo sus ahorros y ese sube y baja político tan criollo y desgastante.
Un par de años después vino la crisis del 2001, cuando De la Rúa escapó de la Casa Rosada en helicóptero, la policía reprimió como en las viejas épocas y tuvimos cuatro presidentes en diez días.
En esa época, la obra social de Acindar, la acería donde laburaba Jorge, el papá de Messi, dejó de pagarle la medicación para la hormona del crecimiento que la pulga necesitaba para estirarse.
El Barcelona se lo llevó justo a tiempo, en febrero del 2001. El primer contrato de Leo lo firmó Jorge en la servilleta de papel de un restaurante. El país estalló en diciembre y, sin aquella servilleta de papel, el destino de Leo quizás hubiera sido diferente.
Y a mí, en aquel torbellino, una oleada de muertes cercanas, sueños, reencuentros familiares y el afán por la aventura me trajo de regreso a Costa RIca después de 35 años de vivir en Argentina. Y entonces, la emoción por aquella camiseta se vivió -durante un tiempo- con un poco de sordina, de amortiguamiento, de distancia.
Ahora, otra vez contra los Naranjas como en aquella final del 78. Vi a Messi driblando a dos holandeses por fuera del área, Messi que avanza atrayendo con su jugada a seis defensores naranjas, Messi que se zafa del asedio y le mete esa genialidad de pase filtrado que se abre camino a través de un bosque de piernas rivales para que lo reciba Nahuel Molina y empuje la pelota con la puntita sedosa del botín y la coloque en el fondo de la red del arquero Andries Noppert.
Y ese duelo Messi-Noppert, antes del primer penal y el gigante que se acerca a la pulga y le dice algo al oído y Messi, que primero se hace el salame y lo ignora, luego se para a un metro de la pelota con cara de a ver qué sale y al final le despacha un implacable tiro cruzado que deja a Noppert como un cíclope. Messi que nos ponía así en un dos a cero y un dedo apoyado ya, entre los cuatro mejores del mundo.
Pero lo nuestro es sufrir y llega el gol de Países Bajos con un cabezazo feroz que le pica adelante de la cara al Dibu Martínez y nos provoca un ataque de pánico a todos.
Argentina dos, Países Bajos uno. Me muero.
Y ya, en el último suspiro del partido, faltando un minuto para agotar el tiempo de descuento y para pasar a la semifinal, un empujón innecesario, boludo, infantil de la defensa regala un tiro libre que el delantero Weghorst ejecuta marcialmente desde sus casi dos metros de altura y, en una jugada de pizarrón, nos manda el cuchillazo del dos a dos y nos empuja al alargue y a sufrir otros 30 minutos. Tango y rock and roll.
Con las piernas exhaustas llegamos a los penales y a las dos atajadas del Dibu Martinez que le congelaron la sangre a los rivales y a ese penal errado del pibe Enzo Fernández que nos instala, otra vez, la taquicardia en el pecho. Hasta que Lautaro Martínez, en el último penal, da un paso al frente con cara de pánico y les perfora la red y nos catapulta otra vez en el cielo. Como dijo Leo al final del partido: “sufrimos mucho”.
Argentina llega a semifinales y yo sigo con el corazón en la boca, como debe ser.
* Ernesto Rivera es periodista argentino y costarricense