¡Con Messi no, la reconcha de tu madre, no me importa si te metés con mi hermana, pero con Messi no, hijo de puta!
El Flaco embestía el televisor, recitando improperios desde el fondo de su corazón y yo estuve seguro, mientras duró el partido, que en cualquier momento destrozaría aquel aparato culón y viejo con una feroz patada.
Eran las cuatro de la tarde. 36 grados a la sombra.
El barrio La Boca, en Buenos Aires, es una comunidad que parece haber sido parida desde el vientre de la Bombonera, el estadio-templo que se mueve – “que late”, dicen sus hijos– cada vez que Boca Juniors hace de las suyas. Ahí Diego se convirtió en El Diego, una criatura con una pata en lo humano y otras tantas en lo divino, al punto que si en cualquier momento a una nave llena de extraterrestres le diera por aterrizar en La Boca, sus tripulantes no podrían sino concluir que ese lugar tiene por única deidad al amado señor de rizos negros, perpetuamente encalzonetado y presente en todo. La policía considera aquel sitio como un barrio bravo, con sus casas ruinosas de madera y chapa, con sus pibes chorros, golilleros y ruidosos. Ahí, una camiseta del River es una provocación insoportable, además de un cheque al portador de, al menos, una paliza, o varias. El fútbol es total y el barrio y su estadio y su equipo son uno. El Gordo, por ejemplo, usa Boca como sinónimo de muchas cosas. Como cuando me pidió un cigarro:
- ¿Me das un pucho de esos?
- Claro, mano, agarre, son de todos.
- Boca.
Y me chocó el puño.
Encontré a aquel grupo de pura casualidad: recorría el barrio en busca de una pantalla gigante o de multitudes reunidas, pero el barrio, y Buenos Aires entera, era, sin exagerar, un pueblo fantasma. Puertas adentro, se escuchaba un aparato prendido en cada casa, pero la calle estaba desolada. Me asomé por una casita de paredes de latón, a ver si al hacerme el turista alguien se compadecía y me invitaba a ver el partido en familia, pero una policía que pasaba se detuvo para prevenirme: señor, si usted entra ahí, va a salir sin nada. Así que seguí mi camino y fui a parar al primer changarrito que me encontré con la puerta abierta: un barcito de barrio, con seis tipos cancheros que sudaban frente a un televisor que fue moderno cuando el control remoto era la vanguardia. Casi ninguno tenía la dentadura completa y sudaban profusamente mientras insultaban sin parar: el Gordo tenía un vozarrón raspado, aguardientoso y potente, un rugido capaz de abrirse paso en medio de la Bombonera; el Flaco, que llevaba una camiseta argentina con el número 12, símbolo de la hinchada tremenda del Boca Jr y que andaba unos metros después de la línea que marca la frontera entre la sobriedad y la embriaguez; un tipo calvo, al que llamaban Pelado, al que la marihuana tenía ya en la fase de mutismo sonriente; un señor negro muy delgado que jamás pronunció un solo sonido; el hermano del Gordo, el más mesurado de todos, que cada tanto le pedía al Flaco que bajara revoluciones; un señor con gorrito de hincha futbolero, que fumaba sin parar y quien fuera el primero en bienvenirme cuando dije que era salvadoreño: ¡Mágico González!, dijo de inmediato y el Gordo remató: el ídolo del Diego. Entonces me supe incluido, aunque mientras apuraba mi primera cerveza fría, el Flaco me impuso visa de entrada: ¿Sos de Boca? Porque aquí si no sos de Boca no salís. Y para probar mi fervor –y para salir– me di a mí mismo tres sonoras pechadas mientras mentía: ¡De corazón!
Boca, celebró el Gordo, y me chocó el puño por primera vez. Lo que vino a continuación, y cuya ejecución intentaré replicar de la manera más fiel, fue la más exquisita, la más deliciosa serenata de improperios, pronunciada de una forma orgánica, sin pausas para pensar, honesta y sabrosa.
¡Con Messi, no, la reconcha de tu madre, no me importa si te metés con mi hermana, pero con Messi no, hijo de puta! Dijo el Flaco cuando un adversario metió la primera zancadilla al astro argentino.
La concha de tu hermana, pelado de mierda, con Escaloni no te metás, hijo de mil putas… Rugió el Gordo, cuando el árbitro reprendió al técnico argentino, y luego, cuando uno de los europeos cayó al suelo, producto de una patada argentina: Cagón de mierda, jugá fútbol, esto es fútbol, la puta que te parió, y volvía a darle duro a la tancada de fernet con hielo y Coca Cola que se rellenaba cada tanto.
El Flaco le daba instrucciones a Messi: Vamos Leo, recordá que sos el técnico dentro de la cancha. Y a todos los demás: Pasala a Messi, boludo, lo que tenés que hacer es dársela a Messi, concha de tu madre; ¡Encaralo, cagón, presioná por el lado!; Si vos sos del Independiente, la concha de tu hermana, te quedaste parado. Todo esto dicho de pie, a unos centímetros del televisor y, justo cuando parecía que era inevitable que le metiera una trompada, el hermano del gordo intervenía: bajale, boludo, bajale, y el Flaco le respondía siempre con un insulto y se sentaba farfullando.
Entonces encendieron otro porro y el ambiente se llenó de su olor. Y llegó el primer gol argentino, luego de una genialidad de Lionel Messi, y brindaron todos, incluyéndome a mí, que andaba ya rondando la tercera cerveza del primer tiempo: ¡Salud!, salvo el Gordo que lo hizo a su manera: ¡Boca! Y el Flaco casi que se atribuía el logro: “Eso era todo, boludo, eso era todo, te dije: dásela a Messi”. Entonces se lanzaron a sus cantos, agitando el brazo derecho con la palma de la mano abierta y pronunciando las O, con la boca puesta como para pronunciar la U: Argentina va a salir campeón, Argentina va a salir campeón, se lo dedicamos a todos y a la reputa madre que te reparió (bis).
En el Gordo el fernet comenzaba ya a hacer lo suyo: Países Bajos… no sabés de dónde sos, boludo, sos Holanda, la concha puta de tu hermana.
Y llegó el segundo gol y La Boca fue una fiesta: gritos, pitoretas, petardos, alegrías todas y se comentaba lo extraordinario, lo sublime, lo fuera de serie que es el 10 y se jactaban de que todo aquello había sido sin la participación del Fideo, que seguía calentando la banca. A partir de este punto las idas al baño del Flaco se volvieron más frecuentes, y sus nervios, un tanto más huraños.
En una parrillita puesta en la acera, el Gordo cocinaba chorizos y chinchulines y las cervezas corrían libres y sin dueño, y todos éramos amigos.
Entonces comenzó el segundo tiempo, y el Gordo animaba a su selección: ¡Vamos, Boca! Un silencio, como una sombra, recorrió el barrio con el primer gol contrario. Pero todavía estaba ese segundo gol redentor, como una red protectora, que los mantenía a salvo. Cuando se anunció que se agregarían 10 minutos extra, el Flaco estaba ya fuera de sí y por la boca del Gordo hablaba ya el Fernet que lo había poseído: Pelado hijo de puta, ¿cómo ponen un árbitro europeo en un partido entre Europa y Argentina?, tenían que poner a un asiático, ¿Vos sos el abuelo de todos esos, gallego hijo de puta? la puta que te parió, la reconcha puta de tu hermana, boludo, ¿cómo vas a dar diez minutos? Y entonces sí pensé que entre el Gordo y el Flaco despedazarían aquel televisor culón.
De una casa vecina salían aullidos similares, hasta que el gol del empate silenció el barrio. Se hizo un silencio rey, las manos en la cabeza, la cabeza entre las rodillas. El dolor. El pánico.
Apenas recuerdo el tiempo complementario. En mi cabeza bailaban también algunas cervezas y aquellos 30 minutos fueron, eso sí, el maremágnum de insultos, a los que se sumaron todos los otros personajes –salvo el señor negro que nunca habló–, al punto que pensé que si el Flaco no arremetía a patadas contra el televisor, lo derretirían a punta de puteadas.
Y llegaron los penales.
Estás cagado, hijo de puta, estás cagado, tirala fuera, boludo, morite, la reconcha de tu madre… Aquella era la escenificación de un infarto, en la que se conjugaban porros, fernet, cervezas, una pasión desbordante y lo que sea que el Flaco haya estado jugando en el baño.
Pero pasó lo que pasó. La argentina es la única selección latinoamericana viva en el mundial, luego de que los croatas dejaran llorando a Brasil. No sé qué más decir, salvo que La Boca era una fiesta, era una fiesta, era una fiesta. Y el cielo, que nos había tenido metidos en una olla de presión, se derramó de pronto sobre Buenos Aires, primero a pringas y luego a gotas largas y frías. A modo de despedida, abracé al Gordo y ensayé la única fórmula posible:
-¡Chao, Carlitos!
- Boca, Gordo.
Y le choqué el puño.