Columnas / Cultura

Conciertos, farándula y poder: el backstage de una relación tóxica

Los espectáculos siempre han sido usados para intentar influir en la opinión pública. Si antes era censurándolos; ahora es pregonando la visita de famosos y la nutrida cartelera musical como logros.

Martes, 2 de mayo de 2023
Willian Carballo

El poder político y la farándula han sido siempre una pareja tóxica. Se necesitan. Se usan. Se manipulan. Algunas veces, el poder censura a la farándula. Les prohíbe a sus cantantes vestir de negro satánico, los acusa de violentos, los echa de la casa y los veta, para complacer a puritanos y canjear votos. Y otras, un nuevo actor con poder exhibe artistas como trofeos, los pasea por la playa, los invita a pupusas y vende su presencia como logro. La farándula también es bipolar. En ocasiones desafía al poder. Le protesta, lo denuncia y lo quema con la incendiaria letra de alguna trova o algún rap. Pero, otras tantas, como ese meme del perrito chihuahua amansado, se arrodilla con sumisa pleitesía, se deja usar y hasta es servil con tal de retenerlo a su lado. Y así van ambos, besuqueándose hoy, insultándose mañana; columpiándose entre la explotación y la prohibición, entre la protesta y la adulación, según qué rancheras les conviene pedir a quienes gobiernan y cuántas entradas al concierto quieren vender quienes las cantan.

Por hoy, en El Salvador hay más eventos musicales que dinero en el bolsillo y una colección de famosos queriendo sacarse una foto con la roca de playa El Tunco, fenómenos que, aunque notorios, no son nuevos. Dicha relación está dominada por dos emociones: la explotación romántica de los espectáculos y un tanto de adulación de algunos artistas hacia el poder.

No siempre fue así. En 2003, por ejemplo, el populista gobierno del ya fallecido expresidente salvadoreño Francisco Flores −recién estrenado su Plan Mano Dura antimaras− recurrió a la censura para intentar influir en la opinión pública, cuando vetó a Molotov por creer que sus letras agitarían al violento país que procreamos y porque presupuestó que la decisión le traería solo aplausos. Se equivocó. Los fans, iracundos y ruidosos, protestaron. El Gobierno, entonces, intentando calmar la revuelta, tuvo que dejar que los mexicanos entraran y cantaran Puto en vivo. Pese a recular, el capítulo quedó fijado como uno de los más recordados de esta larga telenovela de la toxicidad. Un melodrama al que, años más tarde, se sumarían rechazos legislativos a metaleros caremalos, como Marduk, en 2018; o coscorrones desde Gobernación a los altisonantes personajes del locutor radial La Choly, cuando este aún no se había llenado los zapatos de política partidaria.

20 años pasaron desde lo de Molotov y ahora otros químicos intoxican la relación. El 21 de abril pasado, la misma banda mexicana, viviendo más de viejos Parásitos que de éxitos nuevos, entró a El Salvador y cantó sin problemas en la tierra de las luces LED y el Bitcoin. Y, lejos de cualquier polémica, en una ironía que avergonzaría a sus letras más bélicas, su visita –sumada a la de más de una decena de artistas que se presentan entre abril y junio–está ayudando a los propósitos comunicacionales oficialistas. Sin pretenderlo, le está dando más poder al poder. A ese poder que, hace años, con otros colores en la bandera, prohibía y luego desprohibía conciertos para complacer a conservadores y fanáticos, y hoy, en tiempos de TikTok, los explota como supuesta consecuencia de ser un país seguro y democrático.

¿Es realmente así? Si bien es cierto que la mayoría percibe tiempos menos violentos y que, además, estamos en una temporada alta de espectáculos, falta evidencia para establecer de manera irrefutable que el momento social que vive el país sea la causa de la epidemia de conciertos y de visitas famosas. Al contrario, hay razones para pensar que ambos fenómenos ni siquiera están emparentados y que solo estamos en un momento particular de la tóxica relación. Veámoslo por partes.

Primero, sí es un hecho que hay mayor percepción de seguridad. Según la UCA, 85.7 % de los salvadoreños consultados en su encuesta sobre el primer año del régimen de excepción se sienten seguros con esa idea del Ejecutivo para combatir a las pandillas. Esa cifra, fría pero demoledora, coge calor en muchas comunidades que hasta hace un año eran territorios de maras y en cuyas canchas hoy se juega futbol con tranquilidad y ya no a aquella especie de escondelero mortal.

Segundo, también es verificable que estamos en temporada alta de conciertos. Solo entre abril y junio, El Salvador recibirá la visita de, al menos, quince artistas internacionales: Scorpions, Romeo Santos, K-Paz de la Sierra, El Cuarteto de Nos, Molotov, Los Ángeles Azules, Bronco, Camilo, Tito Nieves, Juan Luis Guerra, Cultura Profética, Plácido Domingo, Hombres G, Mägo de Oz y Christian Nodal. Además, hay que sumar que, tras lo grueso de la pandemia, actores, actrices y músicos como Lupita Nyong'o, Viola Davis y el bajista de Scorpions se han dado el gusto de montar nuestras olas, perderse en nuestros laberintos de flores o tomarse con pajilla nuestra agua de coco.

Pero acá viene lo difícil: ¿cómo comprobar que es una cosa la que ha llevado a la otra? La evidencia parece desmoronar tal postura.

Por un lado, el exceso de eventos culturales no es exclusivo de El Salvador, según estas notas de El País y Forbes. Y tal estallido mundial tiene que ver con mascarillas. O, más bien, con la falta de ellas. Cuando la covid obligó a las autoridades a suspender eventos masivos, los artistas debieron poner en pausa sus giras. Sin embargo, una vez su público estuvo más o menos vacunado y con el virus medianamente controlado, los cantantes y grupos se apresuraron a recuperar tiempo perdido. La consecuencia es lo que hoy vivimos en el planeta: sobreoferta de eventos. En ella, casi todos los músicos y vocalistas que no viajaron entre 2020 y principios de 2022 ahora se han amontonado como carros en una calle angosta, queriendo pasar todos a la vez por los apenas dos carriles de nuestros bolsillos. El resultado: tráfico denso en la carretera de los conciertos.

Y, por el otro, la visita de muchos artistas −algunos de ellos pesos pesados− no es novedad. Sin importar lo violenta que fuera nuestra sociedad, algunos ya vinieron a presentarse frente a butacas llenas, mientras en algunos barrios capitalinos solo sonaba la sinfonía de la muerte y la extorsión. Pienso en Guns N' Roses, en 2010 (cuando el número de asesinatos se superaba anualmente); Aerosmith, en 2013 (cuando contribuimos a ser la región más violenta del mundo); y Iron Maiden, en 2016 (cuando el año arrancó con 24 homicidios diarios en promedio).

Tampoco lo de famosos comiendo pupusas y tomando Pilsener en nuestros pueblos es película de estreno. En 2005 −cuando el expresidente Antonio Saca ya le había dado hormonas de crecimiento al Plan Mano Dura y lo convirtió en Súper Mano Dura−, Paul Walker, la ya fallecida estrella de Rápido y Furioso, fue a una fiesta tipo batucada en playa San Blas, se emborrachó con cerveza local y durmió en un hostalito barato de la zona. Y Steven Tyler, cuando vino con Aerosmith en aquel no menos convulso 2013, fue a ver artesanías al Boquerón y a tomarse la foto con la roca de El Tunco. Y solo cito dos ejemplos.

Por último, si bien algunos cantantes −en un momento manso de la relación− son optimistas sobre a dónde vamos a parar (El “Buki”, Marco Antonio Solís, aduló a El Salvador en su concierto de 2022, por ejemplo), algunos de estos artistas ya habían venido a trabajar en plena efervescencia de las pandillas. Solís, por ejemplo, cantó acá en 2016, año en que murieron más de cinco mil salvadoreños por causas violentas, y su evento igual se llenó y él no tuvo inconvenientes. Además, recordemos que, por norma, las celebridades no suelen hablar mal de la tierra que pisan. No les conviene.

No parece, entonces, haber pruebas suficientes para afirmar que el vendaval de conciertos y las visitas de artistas a nuestras playas sean consecuencia exclusiva de los cambios en seguridad ni síntomas de una democracia sana y bien comida. Al contrario, hay evidencia de que es un fenómeno que lleva dos décadas, incluso en pleno dominio pandilleril, potenciado por la era pospandemia.

Lo que sí estamos viendo, en cambio, es otro capítulo más de esa vieja telenovela en la que el poder se une en pareja con los artistas, esta vez, no para censurarlos, sino para explotarlos. O si en lugar de drama televisivo, lo quieren ver como película de moda: estamos ante ese monstruo de videojuegos enamorado de la princesa, a la que consiente y canta con voz y piano; pero también utiliza y explota. Esto mientras ella es dócil y habla maravillas de él. Estiramientos y encogimientos de una relación tóxica en la que, como ambos ganan, nadie está pensando en cortar. No todavía.

*Willian Carballo (@WillianConN) es investigador, catedrático, periodista y ensayista salvadoreño. Doctorando en Sociedad de la Información y el Conocimiento y máster en Comunicación. Actualmente es coordinador de Investigación de la Escuela Mónica Herrera y docente de la Maestría en Gestión Estratégica de la Comunicación de la UCA.

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