El Salvador / Violencia

Sumisas ovejitas afuera de un penal

A más de un año de vigencia del régimen de excepción, una nueva normalidad se ha instalado en las afueras del penal de Mariona: cada día, cientos de personas recorren un mercadillo adaptado a las necesidades de ropa y alimentación de miles de detenidos. Ya no hay protestas afuera del penal, sino orden.

Carlos Barrera
Carlos Barrera

Domingo, 28 de mayo de 2023
Carlos Martínez

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Sumisas, sumisas ovejitas van cargando paquetes con ropas blancas y bolsas de comida y, silenciosas, se forman en largas filas frente al edificio donde están cautivos sus hijos, sus padres y sus hermanos. Agachan la cabeza al pasar frente a los hombres armados que custodian el lugar, como si mirar al suelo las volviera invisibles, y apuran el paso con el rostro sin expresión, como si estuvieran haciendo la fila del banco o pagando una esquela de tránsito.

Son las 7:30 de la mañana en el penal de Mariona: una ciudadela carcelaria con edificios brutales de varios niveles, pintada de amarillo chillón, y rodeada de cercos con alambres de púas. En los días anteriores, las autoridades retiraron las placas metálicas que sellaban las ventanas de las celdas que dan a la calle; de manera que hoy, tras los barrotes, ojos y bocas y manos se asoman para bañarse de un poco de libertad. Desde las distintas alturas del edificio, los prisioneros buscan con la mirada algún rostro conocido. A veces, alguno se anima a gritar un nombre.

Durante poco más de un año, el gobierno salvadoreño capturó –dice– a más de 68,000 personas, acusadas todas de ser pandilleros o colaborar de pandilleros. Las capturó amparado en el régimen de excepción que está en vigencia desde el 27 de marzo de 2022. Como en esencia el régimen de excepción consiste en quitar derechos, la mayoría de los capturados son aprehendidos sin que se les explique por qué, sin que se les acuse de algo muy concreto y aislados absolutamente, sin derecho a comunicarse con nadie, abogados incluidos, y se les refunde en prisiones como esta, donde las familias deben vestirlos y alimentarlos. Abundan las investigaciones periodísticas que dan cuenta de torturas, e incluso asesinatos y organizaciones como Human Right Watch, han elaborado informes cuyo título no se presta a dobles sentidos: 'Abusos generalizados bajo el régimen de excepción'.  Algunos llevan en prisión semanas, otros llevan meses, otros llevan un año. Durante los primeros días del régimen de excepción, se congregaron frente a Mariona miles de personas –mujeres sobre todo– con megáfonos y carteles y enojos. En algún momento pareció que aquel río de gente se desbordaría en un motín tumultuario, pero no fue nada que una buena dosis de tanquetas y militares con fusiles y con amenazas no pudiera contener. Y entonces quedó esto.

Sumisas, sumisas ovejitas miran anhelantes las ventanas del edificio, esperando que pase algo, invocando, para que pase, el gran poder de Dios. Pero no pasa nada.

Una señora merodea la prisión ofreciendo dulces naturales que alivian la garganta o que endulzan el paladar. Y así va reuniendo, de centavo en centavo, hasta conseguir lo suficiente para comprar un paquete a su hijo, que nació con retardo mental y con una enfermedad cardíaca crónica. “Hay mamás que no quieren decir nada por miedo, pero yo creo que debemos hablar, porque nuestros hijos no pueden”, dice y entonces habla: “Le pido al presidente que se ponga la mano en el corazón porque él dijo que a los inocentes los iba a liberar. Le oro a Dios para que el presidente me lo saque… yo sé que Dios me quiere hacer mi milagro, pero los jueces son los que no lo dejan”. Y sigue, desde el otro lado de la acera, vendiendo sus dulces para pagar ropa y papel higiénico y pasta de dientes y crema para los hongos y comida a su hijo, en lo que Dios toca, o bien el corazón del presidente Bukele, o el de los jueces esos que bloquean su milagro.

El estado de cosas se ha normalizado a tal punto que ya se generaron algunos trabajos nuevos: por ejemplo, el de jaladoras: “¿Anda buscando paquete, amor?”. Un pequeño ejército de mujeres se lanza a la cacería de clientes, para atraerlos al puesto de venta de su empleador y venderles desde el paquete básico, que ronda los 35 dólares, hasta el paquete de lujo, que incluye colchoneta, por 170 dólares. Ahí andaba Liliana –que no se llama Liliana–, de 24 años, desplegando sus artes para promocionar el puesto de su patrona. Este es su primer trabajo remunerado en la vida. Antes era ama de casa y administraba el dinero que ganaba su marido con un trabajo de vigilante para atenderse de sus dos niñas de 4 y 6 años. Hasta que él fue capturado hace 8 meses. No valió la constancia de trabajo, ni estar limpio de antecedentes. Nada valió. El día de la captura ella cumplía 9 días de haber parido a su tercer hijo. Liliana consiguió este empleo para matar dos pájaros de un tiro: se hace de algún dinero para alimentar a sus hijos y a su marido y de paso, dice, está cerca de él. “Es como un secuestro, no le explican nada a uno, sólo se lo llevan”, se lamenta, intentando que una lágrima no atropelle el rímel de sus ojos. Al estar  cerca de la prisión, Liliana ha entendido cosas, como por ejemplo, que no vale la pena comprar el paquete de 170 dólares que ella promociona, porque –y esto es un secreto profesional– los custodios nunca les entregan a los reos las colchonetas y casi nunca las galletas o el Cornflakes o la leche. 

Desde que el Ejército y la Policía expulsaron a los familiares con tanquetas y desalojaron los negocios frente al penal de Mariona, otros nuevos negocios se  instalaron afuera de esa cárcel. Foto de El Faro: Carlos Martínez. 
Desde que el Ejército y la Policía expulsaron a los familiares con tanquetas y desalojaron los negocios frente al penal de Mariona, otros nuevos negocios se  instalaron afuera de esa cárcel. Foto de El Faro: Carlos Martínez. 

Señoras con mantelinas evangélicas en la cabeza, ancianas ayudadas por parientes, hombres con sombrero y sin sombrero, gentes que llegan en carro, gentes que llegan en bus, gentes que llegan a pie, recorren el mercadillo asediadas por aquel zumbido: “¿Busca paquete, amor”?

Elizabeth tiene su propia estrategia de marketing: ella tiene su puesto de paquetes y le apuesta a la preferencia de la clientela basada en sus precios: al no contratar ninguna jaladora, ella puede permitirse vender sus productos unos dólares más baratos. Mira como intrusos a los otros vendedores, que han terminado aquí luego de que los desalojaran del Centro Histórico. Ella en cambio es oriunda: desde hace 16 años solía tener su venta justo frente al portón principal del penal, pero en medio del régimen de excepción los custodios de Mariona la obligaron a irse de ahí aunque ella era dueña del terreno en el que operaba, amenazándola con hacerla arrestar por la policía. Ahora vende enfurruñada, bajo un toldo plástico montado en plena calle. “El presidente no sabe cómo están haciendo las cosas estos”, dice, señalando con descaro al policía que se ha acercado a escuchar nuestra conversación, “estos son abusivos y yo creo que debería haber normas también para ellos”, dice, todo lo alto que puede para que el policía no se pierda detalle de la plática. Blande, furibunda, el recibo que le ha enviado la alcaldía por el uso de la calle: 300 dólares que no piensa pagar, así tenga que entrar en guerra con el alcalde.

Ella es una ferviente creyente en la efectividad del régimen de excepción: “A mí el régimen no me ha afectado. Por lo que he visto, cabalito son a los que se han llevado. Yo estoy contenta porque ya no me extorsionan. Yo aquí he venido a vender, ya lo que pase ya no me importa. Unas cinco décadas necesita este presidente para limpiar bien el país”, dice, con auténtica convicción. Porque es que Elizabeth sí educó bien a sus hijos, a diferencia de ese montón de señoras que desfilan por su puesto de ventas. Siendo su hijo muy pequeño le dio un sermón maternal: le dijo que si algún día llevaba a casa alguna cosa que no fuera suya, ella misma lo asesinaría, con veneno, porque lo prefería muerto. Y el hijo, ahora un hombrón fornido, que escucha a su madre hablar, me mira a los ojos y me confirma con la cabeza. “Es que algunas mujeres no saben criar a los hijos”.

Desde sus convicciones, Elizabeth mira con desprecio a aquel rebaño, convencida de que ella nunca, nunca será una de esas sumisas, sumisas ovejitas.

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