A principios de noviembre, cuando sólo quedaban unos días para que concluyera el juicio por genocidio contra el general retirado guatemalteco Benedicto Lucas García, la tensión en la sala de audiencias se disparó. La fiscalía debía presentar a uno de sus últimos peritos, el general de división peruano Rodolfo Robles Espinoza, pero éste no se presentó, dejando un documento con su testimonio escrito, presentado el 28 de octubre, como su único aporte.
La defensa aprovechó el momento para cuestionar si el Tribunal de Mayor Riesgo “A” puede fungir como árbitro imparcial. Cuando el tribunal decidió renunciar al testimonio oral de Robles pero mantuvo su informe escrito, que había sido leído por la fiscalía en el acta, el equipo de Lucas respondió presentando una recusación contra el propio tribunal, a pesar de que el artículo 19 de la Ley del Poder Judicial permite esa decisión.
Algo parecido ocurrió en 2013, cuando la defensa en el juicio por genocidio contra el exgeneral y jefe de Estado de facto Efraín Ríos Montt presentó una recusación contra el mismo Tribunal de Mayor Riesgo. La Corte de Constitucionalidad aceptó la recusación de Ríos Montt, anuló su sentencia, y éste murió durante el nuevo juicio.
En el caso de Lucas, el tribunal remitió la recusación para apelación pero se negó a detener el proceso. Mario Trejo, abogado querellante de la Asociación por la Justicia y la Reconciliación (AJR), explicó a El Faro que “esta (recusación) fue rechazada porque no puede ser planteada en esta etapa del proceso judicial”.
La audiencia para resolver el amparo de la defensa se aplazó hasta el 28 de noviembre. Lucas García, mientras tanto, parece estar apelando a los cambiantes vientos políticos: el 6 de noviembre, un día después de que Donald Trump ganara las elecciones presidenciales en Estados Unidos, el acusado, que sintonizaba por videoconferencia desde el Hospital Militar, apareció en pantalla en bata de hospital con un accesorio: una gorra con “Trump” en letras grandes.
Días después, la abogada que le acompañó durante todo el juicio, Karen Fischer, que el año pasado participó en los esfuerzos por anular ilegalmente los resultados de las elecciones, llevaba la misma gorra.
La fiscalía ha pedido una pena de 2,860 años de prisión. Cuando la defensa comenzó sus conclusiones, los partidarios de Lucas García y su esposa —que, vestida en indumentaria maya, rezaba sobre una de las dos abogadas defensoras— se encontraban en la sala.
La defensa colocó sobre la mesa mapas, fotos, libros y videos que no había presentado en la fase de debate. El juez accedió a que constaran en acta. La defensa ha tardado tres días y aún no ha terminado, debido a los varios intentos de retrasar la sentencia objetando las actuaciones del tribunal y de la fiscalía a lo largo de las más de 95 vistas.
La defensa pretende culpar al Estado de los crímenes en lugar de al acusado, a pesar de que la fiscalía ha presentado pruebas directas que le sitúan en el teatro de operaciones donde ocurrieron los hechos, como el testimonio de un fotoperiodista estadounidense que viajó en helicóptero con el general.
“No hubo genocidio”, resaltó la defensa, aunque el objetivo del juicio no es discutir si se cometió o no genocidio contra los pueblos mayas —sí lo hubo, según la Comisión para el Esclarecimiento Histórico—, sino si las acciones individuales de Lucas constituyeron actos de genocidio.
El equipo de Lucas también negó que se cometieran violaciones, a pesar de que nueve sobrevivientes testificaron en persona sobre la violencia sexual que sufrieron en manos de soldados.
El Faro solicitó comentarios de la defensa sobre la recusación del tribunal. No respondieron; tampoco han concedido múltiples solicitudes de entrevista planteadas en las últimas semanas.
Los procedimientos están suspendidos desde el 13 de noviembre, cuando una de los jueces del tribunal se desmayó en mitad de la audiencia. Sigue bajo observación médica. El tribunal dijo que las vistas se reanudarán cuando la jueza se recupere y pueda continuar.
Persecución dentro de la fiscalía
En la última etapa de un juicio efervescente, la Fiscalía de Derechos Humanos ha sufrido contratiempos también desde dentro del Ministerio Público de Guatemala. El 4 de noviembre, la fiscal general Consuelo Porras destituyó al fiscal encargado durante años del caso del genocidio ixil, Erick de León, poniendo en riesgo el juicio.
Mientras se respiraba este ambiente agitado en la fiscalía, la fiscal general también trasladó a cuatro auxiliares del caso Lucas, dejando a sólo una fiscal del equipo inicial asignado al caso. En una rueda de prensa del 14 de noviembre, las víctimas, el abogado de AJR y la fiscalía denunciaron la injerencia de la fiscal general, que también ha interpuesto demandas contra los fiscales que llevan el caso contra Lucas.
La fiscalía ha tratado de mantener cierto hermetismo sobre cómo esto podría afectar al proceso judicial. Trejo sólo ha dicho, en una rueda de prensa improvisada la semana pasada, que esperarán la recuperación de la jueza. Hicieron un llamado a las organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales para que observen el proceso y “tomen medidas solidarias” para denunciar los retrasos.
El Ministerio Público no respondió a una solicitud de El Faro para conocer el motivo de la destitución y los traslados de fiscales, a pocos días de que se conociera la sentencia en el juicio por genocidio contra Benedicto Lucas.
Durante las ya más de 95 vistas, los testimonios y documentos han presentado pruebas de docenas de masacres, 90 desapariciones forzadas, violencia sexual, desplazamientos forzados y la destrucción completa de 32 aldeas. Gran parte de estas pruebas, incluidas dos docenas de testimonios en audio presentados por adelantado por testigos enfermos o de avanzada edad, se recopilaron entre 2010 y 2017.
Cincuenta documentos incluyen investigaciones de derechos humanos durante el período de los hechos en la región ixil, incluyendo un informe de Amnistía Internacional, un informe de país de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1981, y otro informe de la Comisión Interamericana sobre su solicitud de una visita in situ, que fue rechazada por el gobierno del general Romeo Lucas García, el hermano del imputado.
También hay registros desclasificados del Departamento de Estado de Estados Unidos que “basaron su información en fuentes de la CIA, mostrando la implementación de la ‘Operación Barrida’ en la región Ixil a partir de enero de 1982, bajo la dirección de Benedicto Lucas”, dice Raúl Nájera, de la Oficina de Derechos Humanos de la Arquidiócesis de Guatemala (ODHAG), una organización querellante.
También se presentaron documentos militares: una docena de tesis elaboradas por oficiales del Estado Mayor para ascender a grados superiores, basadas en bibliografía militar e informes secretos de inteligencia. Una tesis, “Cómo erradicar la subversión en el departamento de Quiché', establece cómo había operado el Ejército de Guatemala hasta el momento en que fue escrita, en octubre de 1981.
“Éstas (tesis) demuestran que Benedicto Lucas García dirigió las operaciones militares durante ese período”, añade Nájera. “Él mismo (Lucas) explicó a periodistas de la época que llevarían a cabo una ofensiva militar en el departamento de Quiché, empleando más de 15,000 elementos de tropa”.
Las pruebas científicas incluyeron a 43 peritos, entre ellos antropólogos forenses, arqueólogos, antropólogos y genetistas forenses. Identificaron ante la corte la existencia de fosas comunes y la recuperación de restos de víctimas, que señalaron las circunstancias de la muerte, y afirmaron que hubo una forma sistemática de ejecutar las masacres, repetida en cada uno de los hechos.
Nájera también subraya un peritaje sobre el impacto socioambiental de la violencia en la región ixil: un estudio de imágenes satelitales antes, durante y después de los operativos militares y el nivel de destrucción. “Es evidente que el impacto de las operaciones militares no fue sólo eliminar a la persona o al grupo, sino también su entorno que le permite sobrevivir”, concluye.
Ahora, Nájera teme que es el caso contra Lucas García el que está bajo riesgo. Denuncia “un ataque sistemático contra la Unidad de Casos Especiales del Conflicto Armado Interno, desde el sector militar vinculado al genocidio y grupos de poder empeñados en desmantelar la unidad”.
“Muchos fiscales son conscientes de ello”, concluye. “A pesar de su compromiso, ética y objetividad, trabajan para una fiscal general ligada a grupos militares, que no se ha inmutado en cometer estos abusos trasladando personal con argumentos infundados”.