El escandaloso saqueo del Estado por funcionarios del Gobierno de Bukele solo tiene paralelo con su impunidad.
La Corte de Cuentas cuestionó al exministro de Agricultura, Pablo Anliker, por el destino de $133 millones de dólares de fondos para la pandemia, que el Gobierno transó en contratos dudosos. Entre ellos: con una empresa fantasma sinaloense calificada por las autoridades mexicanas como lavadora de dinero; una empresa panameña también señalada por estafa; un despacho de contadores que ha crecido de la mano de Ernesto Castro y otras sobre las cuales no hay siquiera documentación.
Anliker pagó millones a estas empresas por productos que nunca ingresaron a El Salvador o por servicios no realizados. Según la auditoría de la Corte de Cuentas, el ministerio a su cargo incluso pagó más de dos millones de dólares a una empresa para empaquetar canastas de alimentos, un trabajo que en realidad hicieron miembros de las Fuerzas Armadas. En total: $133 millones de dólares no justificados (un monto superior al presupuesto asignado a la Universidad de El Salvador para el 2025, de $114 millones; y más del doble de lo presupuestado para el proyecto de construcción y remodelación del complejo médico Hospital Rosales, que costará $61 millones).
Casi cuatro años después de aquellos reparos, aún no sabemos adónde fue a parar ese dinero. Pero sí conocemos todos los pasos dados por la familia Bukele y sus cómplices para mantenerlo en secreto.
Cuestionado por la Corte de Cuentas, cuando aún era ministro, Anliker puso un pretexto tras otro para impedir durante más de medio año que los auditores tuvieran acceso a compras durante la pandemia; llegó incluso a decir que el personal del Ministerio se había contagiado de Covid y no podían por eso recibir a los auditores. (La Corte de Cuentas intentó también inspeccionar el Ministerio de Hacienda y agentes policiales prohibieron el ingreso a los auditores).
Fue solo después de casi un año que la Corte de Cuentas presentó su auditoría con los hallazgos que logró encontrar. A pesar de todos los obstáculos para realizar su trabajo, logró establecer irregularidades en el uso de esos $133 millones, más de la mitad de los fondos de emergencia destinados al Ministerio de Agricultura.
Anliker dejó el cargo de ministro pocas semanas antes de que las autoridades estadounidenses lo sancionaran por actos de corrupción, pero siguió gozando de la protección del presidente Bukele, que lo nombró viceministro del mismo Ministerio — un cargo que también tiene fuero. También debió dejar ese cargo, probablemente porque la Fiscalía, que aún no era controlada por Bukele, ya estaba investigando el saqueo del MAG y otros escándalos de corrupción que involucraban a funcionarios allegados al presidente.
La impunidad fue confirmada por un proyecto de sentencia de la nueva Corte de Cuentas, ya bajo control del bukelismo, que sin pruebas redujo el monto a $60 millones no justificados, exculpaba a Anliker y descargaba la responsabilidad en administradores de los contratos, pero ellos no tuvieron participación en la selección de los proveedores ni en el proceso de pago a estos.
Estos no son los únicos fondos sin rendición de cuentas. Durante la pandemia, la Asamblea autorizó al Gobierno a emitir deuda por $3,000 millones de dólares, a lo que se suma la adquisición de préstamos por más de $600 millones. Esto solo para los gastos de emergencia.
Bukele aún no controlaba aquella Asamblea, aunque ya había amenazado con disolverla, el 9 de febrero de 2021, rodeado de tropas del Ejército. En los primeros días de la pandemia, la legislatura creó el Comité del Fondo de Emergencia y Recuperación Económica para administrar los recursos extraordinarios. El Gobierno negó información a los miembros del Comité y les obligó a renunciar. Así perdía el país otro mecanismo de control para evitar que el Ejecutivo dispusiera a su antojo de tal cantidad de dinero.
Cuatro años después, los salvadoreños no contamos con información oficial para determinar en qué se utilizaron estos fondos, qué empresas fueron contratadas para qué servicios y cómo fueron seleccionadas (consultados en las escasas ocasiones en que han comparecido ante los medios de comunicación, los funcionarios han dicho que el pueblo ha visto en qué se usaron porque ellos han recibido canastas de alimentos y visto la construcción y equipamiento de hospitales). Lo poco que sabemos se lo debemos a investigaciones periodísticas.
En 2020, meses antes de las elecciones legislativas, el presidente del Banco Central de Reserva Nicolás Martínez denunció su despido injustificado, por haberse negado a obedecer la orden de Casa Presidencial que prohibía a funcionarios comparecer ante la Asamblea Legislativa para informar sobre los gastos de la pandemia.
Al inicio de la pandemia, el entonces ministro de Hacienda Nelson Fuentes renunció a su cargo porque esa institución se había convertido en un órgano de persecución política y habían ocurrido despidos para evitar que empleados descubrieran anomalías en el uso de recursos para la emergencia.
Si en El Salvador el manejo de la pandemia ha gozado de total impunidad, no ha pasado desapercibido en el exterior. El Tesoro de Estados Unidos ha sancionado bajo la Ley Magnitsky a la jefa de gabinete de Bukele, Carolina Recinos, acusándola de ser “la cabeza de un complot de corrupción multimillonaria en múltiples ministerios” que otorgaba contratos inflados a familiares de funcionarios.
La Fiscalía también seguía la pista a este entramado. En noviembre de 2020, cuatro fiscales anticorrupción informaron que investigaban 17 casos de corrupción por contratos realizados durante la pandemia, entre ellos varios del ministro de Salud, Francisco Alabí. Los casos, dijeron, habían sido también investigados por la Comisión contra la Impunidad en El Salvador (CICIES).
Apenas Nuevas Ideas obtuvo mayoría en las elecciones legislativas de 2021, Bukele y sus diputados destituyeron al fiscal que los investigaba y desintegraron la unidad especial anticorrupción. También expulsaron a la CICIES, que tenía avanzadas sus propias investigaciones sobre corrupción en el gobierno.
Si la Corte de Cuentas jugaba ya a retrasar los procesos en la gestión de Roberto Anzora, el oficialismo lo sustituyó por Roxana Seledonia Soriano, una abogada que venía del Instituto de Acceso a la Información Pública, donde trabajó en la neutralización de esa oficina y el cierre de acceso a información pública. La abogada, exprecandidata a diputada por Nuevas Ideas (bajo el lema “Diputados Abogados por Nayib”), no fue muy exitosa en el hallazgo de los fondos perdidos. En septiembre pasado asumió como presidenta del Tribunal Supremo Electoral.
Para extender el manto de impunidad, la bancada bukelista aprobó un decreto, conocido como Ley Alabí, que exonera de manera retroactiva a funcionarios y trabajadores de salud por asuntos relacionados al manejo de la pandemia.
Desde entonces, ya no existe un solo mecanismo efectivo para exigir cuentas en El Salvador. No sabemos aún cómo se utilizaron los miles de millones de dólares del Fondo de Emergencia Sanitaria ni de los asignados al Régimen de Excepción. En tanto, la Asamblea de mayoría bukelista sigue aprobando reformas al presupuesto con dispensas de trámite. Entre ellos el aprobado hace pocos días, que otorga a la Presidencia de la República $8 millones más de los $111 millones aprobados para este año. De los cuales tampoco sabremos en qué los utiliza la familia Bukele.
El pasado 12 de noviembre, la Asamblea bukelista le autorizó la emisión de $1,000 millones de dólares en bonos para recomprar deuda. Según su propio Ministerio de Hacienda, solo recompró $243 millones y ahora pretende incorporar al presupuesto de este mismo año los restantes $757 millones, emitidos a 30 años y con una tasa de 9.65 %. El Gobierno no ha dicho en qué serán utilizados. Pero esos cientos de millones, como los que desapareció Anliker y los que el Gobierno adquirió en la pandemia endeudándose, también los pagaremos nosotros.