Buscarse la vida entre las cloacas
Rodrigo Baires Quezada. Fotos: Mauro Arias
La basura es poca en el río Las Cañas, a la altura de la lotificación Pradera I, en Ciudad Delgado. Quizás sea así porque todavía hay zonas despobladas en sus orillas, porque la gente todavía lo ve como una manera de vivir… de sobrevivir. Así, como lo fue el Acelhuate hace medio siglo, Las Cañas es territorio de la arena, en temporada de lluvias; de la cosecha y de la arena, en época seca. “Uno tiene tanto tiempo de patear el río que ya sabe cómo vivir con él”, dice Jesús Rivera, sonríe y habla de la experiencia de vivir 25 años con el río que sirve de cloaca gigante de gran parte de Ilopango, Soyapango, Ciudad Delgado y Apopa.
En verano, las playas del río se dividen para las siembras. Son cuadrículas de frijol, maíz, ejote, mora, rábano, chipilín o berro que se extienden por Las Cañas. Son los meses cuando no hay peligro de desbordamientos y que la cosecha está asegurada: los frijoles y el maíz, para consumo propio; el resto, se vende en los mercados. En temporada seca se pica con piocha los remansos libres de cultivos, se quitan las piedras y se encuentran lechos de una arena fina, lavada, de esa que gusta para hacer mezcla de repello. “Es arena cara… 14 ó 16 dólares por llenar un camión de ocho toneladas”, dice Jesús Rivera.
En lluvias, las primeras correntadas transportan la arena que se desprende río arriba, desde Ilopango y Soyapango. Si uno clava la pala en las orillas del río, en cuestión de hora y media pueden hacerse siete, ocho o nueve montículos de arena pesada, de esa que escurre agua por días. Más fácil es la que se encuentra en los islotes que inundan las crecientes. En ellos, sólo debajo de una capa fina de un sedimento verde-café -una mezcla de materia orgánica en descomposición- hay arena para llenar camiones y camiones.
Jesús Rivera barre con su pie derecho esa fina capa de podredumbre, esa que bien pueden ser restos de plantas y animales podridos, como heces fecales y orina, y una docena de moscas cafés alza el vuelo dejando al descubierto una arena negra con pedacitos minúsculos de piedra pómez. “De esto he vivido estos 25 años”, dice, sonríe, clava la pala con fuerza y unas gotas de agua de Las Cañas saltan hasta su cara.
“Es un aguademierda”, repito. Esa es el agua que pasa por 31 aups de cuatro municipios. Es el agua con la que tienen contacto 10 mil 176 hogares salvadoreños, un poco más de 45 mil personas. Lo confirmé una horas antes en la comunidad Monte Los Olivos, en Apopa, cuando Élmer Nerio me dijo que prefería sacar latas y botellas plásticas de las bolsa de basura de las casas de Popotlán 2 y de Valle Verde que meterse en el río Las Cañas. “Esa agua hasta las botas de hule pudre… No, yo prefiero esto otro… Es más… ¿cómo le digo?... limpio”, dijo y siguió en lo suyo, catalogando la basura en enormes sacos a fuera de su champa de cartón y lámina. Lo recuerdo y dibujo una cara de asco que no entiende para nada Jesús Rivera.
–Perdone, pero esta agua, ¿es agua sucia? -pregunto.
–Pues, a nosotros no nos hace daño.
–Pero… Va disculpar que se lo diga: ¡Esta agua tiene mierda, tiene basura, tiene de todo!
–Puede ser, pero no somos tontos… No tomamos de ella, sabemos… Allá, río arriba, hay una cañería… Grande, bien grande…
Arriba, en Soyapango, a la altura de la residencial Bosques del Río, una cascada de aguas negras cae libremente desde una tubería y rompe en espuma maloliente en el lecho de arena y piedra. 25 años atrás, los vecinos de Bosques caminaban hasta El Chorrerón, una caída de agua dulce en Las Cañas al lado de la colonia. Los que se acuerdan de esos años cuentan que la mitad del agua era caliente a puro sol; la otra, fría como hielo. Ahí se bañaban los cipotes, se regalaban besos y perdían pudores las parejas mientras las beatas, esas de cabeza tapada y que metían los pies en el agua caliente, lanzaban mirada de reproche a unos y a otros... Pero de eso, hace 25 años.
Hoy ahí solo están las aguas que nadie quiere, las que lavan los excusados, las espumosas que dibujan una “s” cerrada en los sifones debajo de los fregaderos y los lavamos de millares de casas de colonias, repartos y residenciales al sur de Soyapango. Es el agua sucia que dejó todo limpio atrás y que se suma a las de otras decenas de millares de casas, a las de un hospital cercano y a las de medio centenar de fábricas y empresas de Ilopango.
A eso le llaman desarrollo y lo venden como saneamiento. Es sacar las aguas sucias de las casas, pero se sigue haciendo bajo la lógica de “río arriba”: el agua que nadie quiere se va por el tragante y se hace invisible cuando se pierde en las cañerías. Es la lógica de “no me importa qué pasa después con esa agua porque ya no es mi problema, porque ya no está en mi casa”. Y tampoco parece ser problema de los que viven del otro lado de la calle, ni en la colonia de al lado, de nadie… Aunque el agua termine a pocos kilómetros de casa, en cloacas abiertas que en los mapas oficiales tienen nombres de ríos, riachuelos y quebradas.
Es un agua que superan 30 mil veces la norma establecida en El Salvador para coliformes fecales y que el agua sea apta para estar en contacto con un ser humano. Y esa es el agua que se empoza en los huecos que deja la pala de Jesús cada vez que hiere el manto de arena; la que baña sus pies y a la que le debe el café oscuro entre la piel y las uñas de ellos; la que resbala por el mango de la pala, moja sus manos y brazos; la que chispea sobre su camisa amarilla y forma pequeñas gotas en su rostro, en su bigote ralo y en su pelo engominado.
¿A quién le gusta vivir cerca de un río de agua maloliente y espesada a fuerza de heces, orina y basura podrida? A Jesús Rivera, no, pero la necesidad lo empujó a sobrevivir 25 años en esas aguas. Todo es cuestión de tiempo para que esa aguademierda macere cualquier cosa, para que curta la piel, las uñas, la nariz, el gusto, la vida. “Como le digo, a nosotros no nos hace daño”, dice y palea con fuerza. El camión apenas va por la mitad y hay que llenarlo todo, hasta más arriba de lo que señalan las paredes de la cama, para ganarse ocho dólares. “Este río, a pesar de todo, todavía da para que todos ganen un poco”, dice y sigue en lo suyo.
Dos camiones diarios, 16 dólares al día. Un poco menos de 100 dólares semanales, con lo que al mes casi duplica el salario mínimo. “Este río todavía da para que todos ganen un poco”, repite. Así ganan los ayudantes de los camiones, entre cinco y seis dólares por viaje; el camionero, cinco dólares si es empleado, el doble si el camión es propio; las alcaldías, un dólar por cada entrada al río; y el pandillero, uno o dos dólares en concepto de renta. “Todos ganan su poquito”, repito. “Siempre, poquitiar”
“Poquitiar” es trabajar duro para ganar poco, muy poco. Quizás lo suficiente para malcomer, para malvivir. De eso habla Tomás Ramos y no se deja nada guardado, como quien quiere contar todo lo que sabe y que nada se pierda. Y cuenta cómo la orilla del río se fue 15 metros hasta el fondo después de aquellas crecidas fuertes que trajeron las lluvias del huracán Fifí, en octubre de 1974, y el Mitch, 24 años después; cómo salieron y salieron las carretadas de arena para construir casas y casas por todo San Salvador; y como el Acelhuate, año con año, pasó de río a cloaca, a basurero y a olvido.
Eso último es lo que le molesta a Tomás: el olvido del río que tiempo atrás le dio la vida a la capital, el mismo que le dio una “segunda vida” a él. “El agua es vida… Donde hay agua, todo se puede hacer… Si lo suyo es el cultivo, el ganado, la construcción, lo qué sea, necesita agua”, dice y mira hacia el Acelhuate: “Pero este río, ya no sirve”. No miente, el ministerio de Medio Ambiente monitorea la calidad del agua del río en cuatro puntos de su cauce. Los cuatros salen con clasificación pésima, no apta para ser consumida, para riego o para ser ni siquiera tocada por el ser humano.
En 1539, cuando San Salvador no era San Salvador, acaso era un pequeño caserío, los primeros pobladores se situaron en la vera del Acelhuate. Habían llegado desde La Bermuda, lo que hoy es Suchitoto. Los había atraído el clima más fresco y el agua del río. Le decían La Aldea, y estaba ahí, justo entre las riegas del Acelhuate y la cuesta del Palo Verde, en lo que hoy es el barrio de Candelaria.
En esa época, las aguas del río todavía eran vida. La Aldea era productiva. Situada en una tierra llana y fértil, los pobladores recogían dos cosechas abundantes de maíz cada año. “Y mucho algodón, y bálsamo, y abundancia en frutos; hay muchas encinas, aunque de bellotas amargas que son buenas para los ganados; hay nogales y no viñas; hay cedros muy grandes y ceibos para canoas”, relató el cronista español Juan López de Velasco, en 1576. Y en las cercanías al río estaban los nacimientos de un agua tibia que se dejaba enfriar para beber; y en sus aguas, se sacaban pescados y funcionaban los molinos para granos y semillas.
El tiempo y “el pueblo”, como dice Tomás, todo lo cambió.
–Y se podía pescar… Había cangrejos, chimbolos y bastante pescado…
–¿Pescar en esas aguas negras?
–Eso fue cuando vine, hace 56 años. Es que le digo que las aguas eran otras… ¿No me ha estado escuchando?
–… ¡Aaaaah!, cuando eran limpias.
–Créame cuando le digo que yo soy viejo de vivir aquí… Quizás tenga 25 años de no ver cangrejos y pescados en ese río. Antes, uno le daba vuelta a una piedra y estaba el puñado de cangrejos… Pero ya con la suciedad del mismo pueblo, el Acelhuate se ensució…
–¿Y hoy la gente, como usted dice, "poquitea"?
–Sí, poquitea. Antes, vivía bien… Vaya a ver ahora: la gente no tiene nada por estos ríos. Ahí solo güisayote, rábano, chipilín y mora siembran; ahí andan sacando basura porque ya hasta la arena se la acabaron.
–No entiendo, hay gente que sigue viviendo de estos ríos...
–Cuando yo estaba joven, era un lujo vivir en este río… Te daba de comer, te daba para vivir. Hoy, se malvive… Antes, era otra cosa.
Antes, recuerda Tomás haber visto muchachos jóvenes, con el corvo y la pistola clavados en el cinto, bien montados en caballos que echaban chispas al galopar en las calles de tierra y piedra en la orilla. Entonces, la gente bajaba al río para dar de beber a sus animales, los mismos que les daban carne, leche y huevos. Y ahí, cerquita, estaban las tareas de frijol, maíz y maicillo. Ahí, cerquita, estaba el río. “¿En qué se tenía que gastar? ¡En nada, todo era estar cerca del río! Eso era la riqueza”, dice.
Eso, todo eso, era antes. Ahora, el agua no sirve. “Antes, era otra cosa. Ahora, vaya a ver: nada tiene la gente. Toda la riqueza del río se ha ido consumiendo hasta que la gente, esta gente que esté aquí en los ríos, no tiene nada… Esa es la pobreza de nuestro pueblo que arruina. Y el pueblo no aprende a que no tiene que arruinar lo que le sirve”, dice Tomás. “Recuerde, ‘tanto tienes, tanto vales; nada tienes, nada vales’. Ellos no tienen nada, no valen nada. Tome consejo, muchacho… Uno de viejo sabe lo que dice.”