Esta es una casa de seguridad y los cuatro muchachos que viven aquí están escondidos. Huyen del gobierno, de las acechanzas de la policía y de las fuerzas paramilitares que campean con impunidad en Nicaragua.
Ninguno de los chicos supera los 25 años y hasta hace sólo cinco meses eran estudiantes universitarios como cualquier otro. Ahora usan seudónimos para llamarse entre sí y, cuando conversan sobre su país, ponen música en su celular a todo volumen para que nadie los escuche. Temen que su vecino —empleado del régimen— los denuncie y vengan por ellos como han ido por tantos otros.
En este domicilio de barrio obrero, en las afueras de Managua, no hay más adornos que sus cuatro habitantes: Tigrillo, Maca, Zetas y el Doctor Veneno. Hay una cocinilla de dos quemadores y poco más. Por no haber, no hay ni camas. Se duerme en unas esterillas ligeramente acolchadas que se tiran sobre el piso en cualquier parte de la casa. El lugar es propiedad de un doctor que quiso ayudar a los muchachos que huyen. Ahora forma parte de una extensa red de “casas de seguridad”, conformada por iglesias, conventos y residencias familiares que esconden a los chavalos que soñaron con derrocar del poder al gobernante Daniel Ortega y su esposa/vicepresidenta, Rosario Murillo.
Los cuatro muchachos intentan pasar desapercibidos, ser sólo cuatro compañeros de casa que viven encerrados y que no se relacionan con el barrio. Una vecina que notó lo extraño de aquella mezcla se les acercó, discreta, para advertirles que vivían al lado de un “sapo”. Ellos intentan actuar con normalidad, pero en la vida cotidiana de Managua ya nadie sabe cómo se hace eso y con el paso del tiempo se van habituando a vivir bajo la ley de la sospecha.
Esta no es la primera casa de seguridad que habitan: el Doctor Veneno se ha mudado 15 veces en dos meses y Tigrillo ha perdido la cuenta. Extrañan a sus padres, como suelen hacer los chicos jóvenes recién salidos del hogar, pero evitan visitarlos para no ponerlos en riesgo, en un país que era el más seguro de la región cuando este año comenzó.
Para casos de emergencia se han hecho de una decena de morteros de media libra: unos proyectiles que combinan pólvora con vidrio molido; sin embargo, no disponen de un lanza morteros que los convierta en objetos útiles para la defensa. Tienen también un arma secreta: un pequeño tubo con inyecciones de adrenalina cuya dosis produciría —o al menos eso creen— un paro cardíaco. En caso de que la policía o los escuadrones de paramilitares irrumpieran en la casa, el Doctor Veneno deberá correr por su tubo y apuñalar a alguno de los intrusos con las inyecciones, esperando que causen su efecto letal, antes de que ese mismo intruso u otro de sus compañeros lo reduzcan a macanazos o a tiros. “Se muere el hijueputa o me muero yo”, dice, como si realmente pensara defenderse a jeringazos.
Es de noche. Afuera las calles están vacías. Los pocos vehículos que asoman sus luces hacen que los chicos salten como suricatas hacia la ventana y echen vistazos temerosos al exterior. Antes de comenzar a hablar conmigo, el Doctor Veneno le da todo el volumen a su teléfono y lo coloca en la ventana frontal para conjurar la intrusión del sapo.
* * *
Abril parece tan lejano. La bola de nieve que provocó la avalancha que vive Nicaragua corrió demasiado veloz. El 18 de ese mes, un pequeño grupo de jubilados se reunieron a protestar por los recortes a las pensiones anunciadas por el gobierno, en la ciudad de León, a unos 90 kilómetros de la capital. Matones afines al gobierno los atacaron y disolvieron la protesta. Ese mismo día, otros grupo de civiles orteguistas apalearon a jóvenes que protestaron en Managua por la represión a los ancianos. Al día siguiente, Nicaragua estaba en llamas. Miles y miles salieron a las calles y durante meses levantaron barricadas, se enfrentaron a la policía y a las fuerzas paramilitares, se tomaron universidades y retaron al enorme poder del presidente Daniel Ortega.
Ya no hay barricadas en Nicaragua. Ya no hay muros de adoquines, ni universidades tomadas. Los chicos ya no se enfrentan a la policía con tubos lanza morteros ni tiran “chayopalos” al piso. Ya nadie sensato puede creer que es cuestión de semanas para que caiga Ortega.
El 13 de julio, el régimen decidió dar un manotazo definitivo y barrió a los chavalos que permanecían dentro de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN), último bastión de la resistencia universitaria. La policía, acuerpada por paramilitares, disparó a mansalva contra los estudiantes durante más de trece horas. Cercaron a casi 200 muchachos que se resistieron a abandonar su campus, los forzaron a salir a punta de bala y los arrinconaron en una iglesia cercana —La Divina Misericordia— que aún conserva en sus paredes decenas de marcas de balas. Francisco “el Oso” Flores murió de inmediato sin que nadie se diera cuenta: cuando repararon en él era ya un cadáver. Gerald “el Chino” Vásquez agonizó con un balazo en la cabeza sin que los paramédicos improvisados pudieran hacer nada para salvarle la vida. Todos creyeron que morirían ahí y, para despedirse del mundo, cantaron a coro el himno de su país, románticos y acorralados.
Sin embargo, una delegación de la Iglesia católica consiguió un salvoconducto del gobierno para sacar a los estudiantes en autobuses hacia la Catedral, donde los esperaban sus padres —muertos en vida— para darles la bienvenida, cantando para ellos, de nuevo, el himno nicaragüense. Otros chicos menos afortunados terminaron hospitalizados con heridas de bala, tuertos, con quemaduras o con huesos rotos. Otros desaparecieron, fueron torturados y posteriormente acusados de terrorismo.
Los que consiguieron salir bien librados de aquella lluvia de tiros, entendieron muy pronto que la pesadilla recién comenzaba: muchos fueron sacados de sus casas, sin que sus padres pudieran evitarlo, o fueron cazados al salir a la calle, o mientras hacían colas para obtener un pasaporte para largarse del país, e incluso hubo capturas en el aeropuerto, cuando intentaban escapar. Entonces conocieron El Chipote, un tenebroso edificio de celdas que solían usar los Somoza, la tiranía familiar anterior, para lo mismo que la actual: para interrogar presos políticos mediante tortura. Vendas en los ojos, cuerpos desnudos, uñas arrancadas, violaciones, golpizas, ninguna garantía jurídica…
Los chavalos abandonaron las casas de sus padres y se refugiaron en escondites. Los líderes más visibles del movimiento estudiantil, como Lesther Alemán —que llamó asesino en su cara a Daniel Ortega— han huido del país. Otros, como Valeska Alemán Sandoval fueron capturados y retenidos en el Chipote. Desde ahí grabó un video en el que delataba a algunos de sus compañeros. Al ser liberada aseguró que lo hizo bajo tortura. Esa fue la segunda vez que Valeska fue capturada. La primera fue el 5 de junio, cuando regresaba de dejar víveres a otros estudiantes. Esa vez unos encapuchados la raptaron, obligándole a subirse a un vehículo. Una de las torturas consistió en arrancarle una uña del pie derecho. En aquella ocasión, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos le otorgó unas medidas cautelares que el régimen se apresuró a ignorar un mes después.
Todos los líderes que encabezaron los primeros días de revuelta están presos, escondidos en casas de seguridad o han conseguido escapar del país por puntos ciegos, valiéndose de redes clandestinas de apoyo.
Tampoco hay más marchas masivas en la capital. La última tuvo lugar el domingo 23 de septiembre, cuando cerca de 2 000 personas marcharon para exigir la liberación de los presos políticos. La policía y los paramilitares cercaron la marcha y la disolvieron con violencia. Hubo seis heridos de bala. Un francotirador perforó el pecho de Matt Romero, un adolescente de 16 años que murió en el instante. El gobierno dejó muy clara su intención de “normalizar” —a como de lugar— la vida del país y fue contundente al advertir que no toleraría ninguna muestra pública de disidencia. Oficialmente culparon a los mismos manifestantes de haberse disparado entre sí.
Pese a ello, tres días después, el 26, grupos opositores al régimen volvieron a lanzar una convocatoria por redes sociales. Sería una marcha que avanzaría desde la Universidad Centroamericana (UCA) hasta la sede de Naciones Unidas. Aunque la marcha estaba convocada para las 2 de la tarde, al menos cuatro contingentes de antimotines, unos 15 vehículos policiales, una enorme cantidad de policías y simpatizantes del gobierno cerraron desde la mañana todas las posibles rutas por donde podía circular la marcha.
Poco a poco, con un goteo tímido, fueron llegando a la acera que está frente a la UCA ciudadanos que, al estar ahí, sacaban de sus mochilas banderas de Nicaragua y se cubrían el rostro para no ser retratados. Vendedores ambulantes aprovecharon la ocasión para vender máscaras y ruidosas pitoretas para poner levadura al ambiente.
Apenas consiguieron pasar del centenar de personas. Había al menos un antimotín por cada manifestante. Muy pronto comprendieron que salir a marchar los obligaría a chocar con la policía en clara desventaja. Así que convirtieron la marcha en un “plantón”.
La concentración no era multitudinaria, pero 100 nicaragüenses dispuestos a hacer escándalo, son muchos nicaragüenses. “¿Cuál es la ruta?”, preguntaba a gritos una mujer menuda con la garganta más prodigiosa que yo recuerde. “¡Que se vaya ese hijueputa!”, respondía el resto. El “hijueputa” de la frase, claro está, es Daniel Ortega. Y seguían: preguntaba la mujer: “¿Qué dicen las putas?”, y respondía el resto: “¡Yo no parí a ese cabrón!”. El cabrón es… bueno, se entiende.
“¡Señor, señora, no sea indiferente, están matando al pueblo en la cara de la gente!”.
“¡No eran terroristas, eran estudiantes!”.
“¡Protestar es un derecho, reprimir es un delito!”.
Y el cada vez más difícil: “¡Que se rinda tu madre!”.
Vendedores de símbolos patrios y de agua; muchachos pintando frases con atroces faltas de ortografía en la fachada de la universidad; un dron de la policía que sobrevuela la marcha. Alguien pintó sobre el asfalto de la calle el nombre de Matt Romero, el chico asesinado hace tres días.
La mayoría de vehículos que pasaban frente a la universidad hacían sonar sus bocinas en señal de apoyo, los pasajeros asomaban fugazmente por las ventanas y alzaban los pulgares. El gesto era recibido con enorme alharaca. Unos muchachos detuvieron los autobuses para pintarrajear en sus costados que Ortega es un “asecino”. Un conductor de autobús pide a los muchachos que no sólo pinten los costados, que si por favor pueden también pintar el frente del vehículo. Al cabo de un tiempo regresa con su autobús y les pide a los chicos que lo decoren completo.
Hubo una fanfarria cuando apareció en escena Javier Espinoza con su camión de altoparlantes. “¡Bienvenido, bienvenido!”, gritaba el coro y se hizo una fila para poder abrazarlo. Espinoza es un habitual en estas lides: llega con su camión y con sus parlantes y los ofrece gratis para hacer aún más escándalo. Diez días antes, el domingo 16 de septiembre, la policía apareció en su casa —sin ninguna orden judicial— y se lo llevaron, alegando que él había chocado contra un vehículo policial, aunque Espinoza nunca ha chocado su camión. Fue a parar al Chipote. Asegura que no fue torturado, pero que le realizaron pruebas químicas para detectar pólvora en las manos. Salieron negativas. Al cabo de dos días, lo dejaron ir y ahí está de regreso, siendo recibido como un héroe. Una mujer con el rostro cubierto bailaba, con traje típico incluido, el segundo himno de este país: “Nicaragua, Nicaragüita”, cuyo autor está exiliado en Costa Rica.
Hasta que la policía cerró el paso de vehículos.
La cuadra donde estaban los manifestantes quedó completamente rodeada. Y el ambiente tragó saliva. O al menos lo hice yo. Entre los colegas se pusieron de moda los chalecos y cascos antibalas, aunque los reporteros locales recomiendan no usarlos para cubrir las concentraciones oficialistas: al parecer los seguidores de Ortega se ofenden al ver a los reporteros vestidos como para ir a la guerra, en un país en el que —insisten— no pasa nada; de manera que el atuendo te puede granjear una paliza, o una pedrada. Pero yo lo eché de menos.
Los antimotines avanzaron. Se estrechó la cuadra.
Los manifestantes entiendieron el gesto y poco a poco comenzó a desvanecerse la concentración. Pasaban frente a los policías con el rostro disimulado, viendo al piso, con el paso apretado y, al cabo de unos minutos, no quedaba nadie frente a la UCA. El plantón duró poco más de dos horas.
Por la noche 'los chayopalos' brillan, junto a una inmensa silueta del general Sandino. Las estructuras metálicas —símbolo del poder del matrimonio Ortega— lucen sólidas, luminosas, casi alegres, en medio de unas noches lluviosas y desiertas.
* * *
Tigrillo juega cartas con Maca, la única chica del grupo, mientras el Doctor Veneno cocina, quejándose sin parar de ser la única persona que se encarga de los oficios del hogar. Esta mañana pasaron por la casa unas mujeres, ofreciéndose para trabajos domésticos y Maca les respondió que ya tenían a alguien. “¿A quién te referías, Maca?, ¿A Tigrillo?”, pregunta retórico el Doctor Veneno con su voz aguda, afeminada, para solaz de los otros, y sigue meneando una sopa de frijoles que tarda en estar lista. Tiene el pelo ensortijado y tintado de un color caoba.
Tigrillo es el macho alfa aquí. Flaco como un bate, con manos expresivas, que bailan rabiosas cuando habla. Lanza puyas sin parar al Doctor Veneno, a quien llama “Excelsa”: “¿Cuándo va a estar esa sopa, Excelsa?”, y el otro se la devuelve con enojo fingido: “Deberías lavar los platos”. Y Tigrillo responde, sin dejar de ver sus cartas: “Caaaaaaalma, Excelsa”.
Celebra que ha ganado una nueva partida de cartas a Maca y le recuerda la apuesta que pactaron: un banquete de arroz chino, que quizá nadie cobre jamás. El Doctor Veneno prepara tostones de plátano y pescozones —güisquiles rellenos de queso—, arroz para la sopa y trozos de queso frito. La casa se va llenando de olores nicaragüenses.
El Doctor Veneno estaba estudiando su segunda carrera cuando sobrevino el caos. Es anestesista y cursaba su tercer año de odontología cuando decidieron tomarse la UNAN. Era uno de los líderes de su facultad y demandaba la renuncia de los dirigentes de la Unión Nacional de Estudiantes de Nicaragua (UNEN), la organización de estudiantes oficialistas que se opuso desde un principio a las revueltas. Cuando se dieron cuenta que UNEN haría oídos sordos a cualquier demanda de los rebeldes, decidieron tomarse la universidad el 7 de mayo. “Sólo le dijimos al personal administrativo que se saliera. Una señora que trabaja ahí nos dijo que nos apoyaba y yo: ‘ay, gracias, pero sálgase, sálgase’, y nos tomamos la universidad. Bien raro porque yo nunca había dormido ahí”.
El Doctor Veneno permaneció en el recinto durante toda la ocupación estudiantil, hasta que la policía y los paramilitares los echaron a la fuerza el 14 de julio, luego de muchas horas de violencia.
El Doctor Veneno narra los 72 días de ocupación del campus como un proceso revuelto, lleno de intensas discusiones, de luchas por protagonismos, de intrigas. Pero también días llenos de esplendor, donde unos cientos de jovencitos se fueron convirtiendo en adultos mientras soñaban con hacer historia entre tiroteos y bombas de humo. Al principio, cuenta, establecieron algunos puntos médicos por pura intuición, pero con el tiempo se convirtieron en unidades indispensables ante los ataques constantes de los paramilitares. Terminaron siendo seis puestos médicos y el Doctor Veneno fue el responsable de todos.
Su trabajo consistía en mantenerlos funcionando: asegurarse de que hubiese alguien con algún nivel de conocimiento en detener hemorragias, en curar lesiones, en no convertir una sutura en una carnicería. Creó inventarios de las medicinas e insumos que la población les donaba y hacía malabares para mantener surtidos todos los puestos. Si al Doctor Veneno le parecía que los “médicos” de los puntos no tenían la actitud ágil y despierta que la situación ameritaba, acababan regañados o expulsados. Jovencitos haciéndose adultos.
El 13 de julio —día en que el régimen comenzó a “limpiar” la UNAN— supo que estaban bajo ataque cuando le avisaron que un chavalo tenía una herida de bala en la pierna. Hizo lo que pudo para contener la hemorragia, pero tenía claro que ninguno de los puestos estaba preparado para extraer un proyectil, así que gritó para conseguir un vehículo con el que trasladar al herido a un hospital público: lo subieron y salieron de la universidad con toda la potencia que aquel carro ofrecía. Pero no ofreció mucha: el vehículo estaba destrozado por las primeras descargas de bala. Así que bajaron al herido y detuvieron un taxi. Consiguieron finalmente llevarlo al hospital Vivian Pellas, un centro privado que atendió a los estudiantes heridos. “No lo podías llevar a un hospital público, porque si lo atendían, iban a llamar a la policía y ahí mismo me capturaban también a mí”, explica.
Pasadas las once de la mañana, el cerco oficialista comenzó a rodear la universidad. Había batallas en casi todos los portones. Batallas desiguales: chicos con morteros y alguna pistola, parapetados tras pilas de adoquines, contra policías y paramilitares armados con bombas de humo, escopetas y fusiles de asalto. Pero el Doctor Veneno, responsable de los puestos médicos, estaba atrapado en el hospital Pellas. A los pocos minutos otros muchachos llevaron a otro herido en un camioncito blanco del que habían conseguido apoderarse en el parqueo de la universidad. Decidió volver junto a otros muchachos en la palangana del camión, pero al llegar al recinto el fuego era ya muy nutrido. Escuchó las balas zumbar y se apretaba de panza contra la palangana esperando que ningún tiro peregrino lo encontrara.
Consiguieron ingresar, sólo para encontrarse con más heridos, entre ellos un chaval que recibió una bala por la espalda y todo indicaba que tenía perforado el pulmón izquierdo. El proyectil no había dejado agujero de salida y temió que se ahogara con su propia sangre. Subieron al muchacho a aquel camión convertido en ambulancia, pero los atacantes los recibieron con plomo y hubo que abortar la misión. Arrastraron al herido, con la ayuda de dos doctoras jóvenes, para llevarlo a un puesto médico a ver qué milagro inventaban. Apareció otro chico con la espalda llena de perdigones de escopeta, sangrando como si hubiera sido flagelado.
Una vez en el puesto médico, el Doctor Veneno consiguió colocar una transfusión de sangre al primer paciente, para intentar estabilizarlo con la ayuda de una de las doctoras, mientras otra intentaba arrancar los balines de la espalda al segundo herido. Pero aquel cuartito no era un quirófano, sino una clínica improvisada, hecha de madera hasta la mitad, y de rejilla que asemejaba un mosquitero para rematar las paredes. Las balas la penetraron con facilidad. “Teníamos unos estantes con suero, alcohol y otras cosas y vi cómo se quebraba todo y caían todos los líquidos al suelo y cómo se rompían los estantes. Entonces nos tiramos al suelo y mirábamos las balas destruyendo las paredes. Suerte que al paciente lo teníamos en unas mesitas para niños, que son bien bajas y no le cayó ninguna bala”. En este punto, el Doctor Veneno detiene el relato y enciende un cigarrillo que le ayuda a no llorar. Tararea la canción en inglés que suena en su teléfono, mira para otro lado, busca en su cabeza algún otro recuerdo que lo aleje del espanto. Sonríe como puede, sentado en una esterilla en el suelo, escondido. Vivo. Y se recompone.
Había que largarse de aquel lugar de inmediato. El herido más grave no aguantaría mucho tiempo y se decidió a evacuarlo. Tres chicos de seguridad ofrecieron darle cobertura, lanzando morterazos contra los atacantes para abrirle la posibilidad de huir. Las piernas del herido apenas respondían y caminaba como el moribundo que era, asistido por el hombro del Doctor Veneno. Pero los chicos de los morteros no eran guerrilleros, ni combatientes experimentados. Eran sólo eso: unos estudiantes con unos tubos que escupen bolsas de papel llenas de pólvora y vidrio. Fueron superados de inmediato y corrieron a salvar sus propias vidas. Era obvio que ya no los sobrevolaban balazos azarosos, sino que algún canalla los tenía entre ceja y ceja y no les permitiría salir de ahí por las buenas. El Doctor Veneno apenas había conseguido avanzar unos pocos metros y estaba tirado en el suelo, bajo unas matas de plátano con el chaval que agonizaba, ambos cubiertos de sangre hasta el pelo, intentando camuflarse. “Le dije: te voy a tener que arrastrar de los hombros, te va a doler, pero es todo lo que puedo hacer por vos”. Así, arrastrándolo como a un saco de papas, consiguió salir del campo de tiro de sus verdugos. Otros estudiantes metieron al herido en uno de los pocos camiones útiles que quedaban dentro del campus y consiguieron escapar de la universidad antes de que el cerco se cerrara por completo.
En algún momento de este traqueteo, Tigrillo y su amigo Zetas habían llegado a la UNAN con unas mochilas cargadas de morteros. No sabían que la universidad estaba bajo ataque. En realidad habían acudido en busca de refuerzos —de “ninjas”, en palabras de Tigrillo— para intentar tomarse otra universidad; pero al ver el jaleo se incorporaron al equipo de choque. “Le dije a uno que tenía un lanza morteros: por caramelos no se preocupe porque tengo la mochila llena”, dice Tigrillo, consciente de haberse despachado una frase propia de un tipo rudo.
Luego de unas 13 horas de pandemonio, la resistencia de los estudiantes fue superada y la universidad tomada por las fuerzas oficialistas. En la desbandada Tigrillo observó cómo una bala alcanzaba a una de las doctoras que había atendido al chaval con perdigones en la espalda.
Todos los heridos a los que el Doctor Veneno auxilió aquella noche salvaron la vida. El primer muchacho, el que tenía una bala en la pierna, fue capturado semanas después y actualmente guarda prisión bajo cargos de terrorismo.
Revivir aquel día enciende en los ojos de estos chavalos unas luces malas, unos brillos líquidos. Aprietan los dientes e intentan disimular el miedo que llevan dentro. No eran amigos cuando todo esto comenzó. “Ya no somos los mismos”, dice el Doctor Veneno, y no sé si lo dice con orgullo o con nostalgia. Fuman. Echan unas miradas suplicantes al ron que les he traído.
* * *
En mayo todo era posibilidad. La revuelta había iniciado apenas un mes atrás. Las personas asesinadas —según quien lleve la cuenta— eran entonces entre 40 y 60; pero esos muertos parecían ya demasiados muertos. La brutalidad del gobierno, el descaro con el que se mezclaban policías y matones vestidos de civil, el desgaste en la imagen internacional del régimen y los miles y miles de manifestantes daban la impresión de haber acorralado a Daniel Ortega. Aquellos muertos, aquellos demasiados muertos, no habrían muerto por nada, y su muerte sería fértil. Pero apenas era mayo.
Aquel compendio de ingenuidades cobró aún más sentido cuando el 16 de mayo el mismísimo Daniel Ortega accedió a sentarse en una mesa de diálogo donde estaban representados varios sectores de oposición: desde el ambiguo Consejo Superior de la Empresa Privada (COSEP) hasta las combativas cinco organizaciones estudiantiles que surgieron a raíz del estallido de abril. Fue en esa mesa cuando un estudiante de la UCA de apenas 20 años hizo lo que durante más de una década no había ocurrido: silenció al presidente todopoderoso, ninguneó el protocolo y le arrebató la palabra sin pedir permiso y pasó a la historia:
“Esta no es una mesa de diálogo, es una mesa para negociar su salida. Y lo sabe muy bien, porque el pueblo es lo que ha solicitado… En un mes usted ha desbaratado al país. A Somoza le costó muchos años… pero usted en menos de un mes ha hecho cosas que nunca nos imaginamos y que muchos han sido defraudados por esos ideales que no se han cumplido… Cuántas madres de familia están llorando a sus hijos, señor”. Ortega asistió a aquello con su mirada vacía, mientras su esposa/vicepresidenta intentaba reírse en señal de desdén. Aquel día todas las cámaras fueron de aquel muchacho, Lesther Alemán, todos los titulares fueron suyos, mientras que el “máximo líder”, el “comandante”, se quedó con la palabra colgándole de la boca.
Desde aquel día Ortega parece haber entendido que la palabra no era lo suyo. Nunca más volvió a asistir a otro encuentro con los rebeldes. Nunca más volvió a exponerse a que un muchachito lo dejara en ridículo y se aseguró de ahí en delante de que la única voz posible, que las únicas órdenes admisibles, fueran las suyas.
Han pasado poco más de cuatro meses desde aquella mesa ingenua. Todos los estudiantes que asistieron están en desbandada, escondidos en casas de seguridad, exiliados o presos. Lesther Alemán desapareció de la escena pública para aparecer a mediados de agosto en Miami, sin que nadie supiera cómo consiguió sortear la frontera nicaragüense.
Hoy, al cabo de casi siete meses de estallido social, nadie puede presumir de representar la voz única de la oposición, ni siquiera de los movimientos estudiantiles, tan infectados de desconfianzas internas y tan víctimas de la urgencia. No hay un solo pliego de demandas que goce de consenso, en parte porque no está del todo claro con quién hay que consensuar o quién es el llamado a generar esos consensos. Incluso aquella demanda de Lesther Alemán, que tan diáfana sonó en su momento: “Estamos aquí para negociar su salida”, se ha vuelto etérea: ¿Salida, así sin más? ¿Elecciones adelantadas? ¿Elecciones adelantadas con o sin Ortega como candidato? ¿Qué candidato podría representar a toda la oposición? ¿Cada sector de la oposición debe llevar a su candidato? ¿Una junta de gobierno? ¿Quién elegiría a esa junta?... Mientras la oposición intenta sobrevivir a sus propias dudas y a la persecución del régimen, Ortega sigue teniendo todos —o casi todos— los hilos en la mano: maneja a la policía (su consuegro es el director), al ejército, a los paramilitares, al poder judicial, al tribunal electoral y al parlamento casi sin grietas.
Las dos grandes organizaciones opositoras, la Alianza Cívica y la Articulación de Movimientos Sociales —que aglutinan a organizaciones estudiantiles, feministas, LGTB, campesinas y políticas— consiguieron llegar a un acuerdo el jueves cuatro de octubre, para formar un solo bloque al que llaman Unidad Nacional Azul y Blanco.
Luego de varias semanas de discusiones, de intensos debates, de propuestas y de contrapropuestas, los voceros de las dos grandes organizaciones opositoras aseguraron que han dejado de lado sus diferencias y que se han reunido en torno a consensos mínimos que Mónica Baltodano, líder de la Articulación resumió así: “que Ortega y Murillo deben irse, de una manera u otra”. Aunque algo es algo, la oposición no parece estar muy cerca de tener un plan de acción en línea recta y mucho menos cosas tan lejanas, como una idea compartida sobre cómo es que el presidente y su esposa deben “irse”. Mucho, mucho menos, quién podría ser un buen candidato para sustituirlos.
En Nicaragua el tiempo se ha hecho una materia extraña. Mayo parece tan, tan lejano, como parte de otro conjunto de días que albergaban futuros muy distintos. Hoy que se cuentan los muertos por centenares —300, 400, 500, según quien cuente— comienza a aparecer en los chavalos, al menos en la cabeza de Tigrillo, del Doctor Veneno, de Zetas y de Maca, la duda de cuán fértiles son los cadáveres.
* * *
La China no quería irse del país, pero su madre le suplicó que al menos sacara el pasaporte, para poder tener opciones si la cosa se seguía complicando.
La China estuvo atrincherada en la UNAN y vio morir a su gran amigo, Gerald “el Chino” Vásquez, el día en que el régimen lanzó la Operación Limpieza. Antes de que todo cambiara, Gerald y ella eran bailarines de folklor nicaragüense y lo vio desangrarse sin poder hacer nada mientras la policía y los paramilitares disparaban contra la iglesia Divina Misericordia.
Luego de que una delegación de sacerdotes consiguiera sacarlos con vida y los trasladara a la catedral, permaneció varios días saltando de una casa de seguridad a otra, por recomendación de organismos de derechos humanos, pero su madre estaba inconsolable, temiendo siempre lo peor. Así que accedió a sacar su pasaporte el martes 31 de julio. Fue con un amigo, a quien financió el costo del documento. Debían ir al día siguiente a recogerlo, pero el miércoles era día feriado, así que el jueves se dispuso a ir por su pasaporte a las oficinas de migración a las dos de la tarde.
Es pequeñita y morena y lleva el pelo corto, como una Mafalda con jeans y All Stars. Usa una sonrisa por saludo y cuenta su cuento con frases cortas, como dando un parte notarial sin dejar de ver hacia un sitio que está más allá de este café.
“Los pasaportes se entregan a las dos de la tarde. Estaba en Carazo y los buses que salen de Carazo me dejan en la UCA. Ahí había un plantón que protestaba porque el gobierno le quitó a la UCA el 6% de financiamiento. Ahí me encontré a la mamá del Chino (Gerald Vásquez) y me pidió que bailara. La señora andaba un traje típico y me pidió que me lo pusiera. Me lo puse. Bailé “Managua linda Managua”. Luego salimos en marcha, que avanzó hacia la plaza de las Victorias y un señor al que le decimos Doble Ruedas, porque siempre anda en su silla de ruedas, nos invitó a comer pollo. Después, dos muchachos me acompañaron en el taxi hasta migración. Era un poco antes de las dos de la tarde. El del taxi me dejó una cuadra antes de migración. Estaba lleno de policías. Aquí hay cuatro grupos de personas: los policías, los paramilitares, los antimotines y la Juventud Sandinista. Los paramilitares caminan encapuchados.
Veo una camioneta con gente encapuchada y pensé: me agarraron. Inmediatamente agarré mi celular, que estaba nuevo y era bonito, pero andaba fotos, videos, contactos, conversaciones con los chavalos. Pensé que era por mí que venían porque los encapuchados andaban demasiado cerca y presentía que me iban a agarrar. Agarré mi teléfono y lo quebré. Yo caminaba con botas, así que le puse la bota encima y lo quebré.
Se bajaron de la camioneta cuando quebré mi celular. No me dijeron nada, sólo me agarraron y me metieron. ‘Ya te tenemos’, fueron las palabras. Me dieron con algo en la cabeza, creo que fue un puñetazo y me dejaron ida. Me cubrieron mi rostro. No les vi la cara. No sé dónde me llevaron. No sé si me llevaron al Chipote. Más creo que me llevaron a una casa, porque a un compañero mío lo agarraron con otra gente y a unos los llevaron al Chipote y a otros a una casa clandestina. Pero a otro amigo lo llevaron al Chipote y por lo que cuenta se parecía al lugar donde yo estuve. Así que no sé bien dónde me llevaron.
Cuando me sacan de la camioneta me dicen: ‘Vos vas a hablar todo’.
Dentro de la UNAN había gente infiltrada que se daba cuenta de quiénes andábamos y quienes interactuaban con los donantes y quiénes éramos los líderes de los portones. ‘Vas a hablar todo’, me dijeron. ‘Pero ustedes saben todo, ¿qué les voy a decir?’, les decía yo. Y ellos se molestaban. Era un lugar oscuro y no escuchaba nada, había un gran silencio. Había tres o cuatro voces. Luego de eso me preguntaban acerca de los líderes y quién era Erasmo y quién era Armando, que fue una de las personas que se lucró mucho de todo lo que vivimos, se robó cosas de las donaciones. Yo sí hablé de Armando y de una muchacha que se llama alias Pancha. Tuve que decir su nombre. Siempre tuve conflicto con Pancha porque ella se robó dinero de la UNAN. Ella inventaba cosas, hacía videos, mandaba a pedir dinero y yo siempre me enojaba porque a nosotros ni para comprar gas nos daba. Se lo embolsó. Molotov (Valeska Sandoval) también habló de ella.
La verdad no me arrepiento de haberla vendido porque fue una mala persona. Luego yo hablé sobre otros nombres que inventé o cambiaba las cosas. Y ellos me decían que Valeska había dicho que Pícoro era el líder del portón cuatro. Eran constantes las preguntas. Yo me mantenía desorientada, no me dejaban dormir, sólo me daban agua y pan. Me decían que me iban a matar y que iban a matar a mi familia.
Siempre era el mismo el que me preguntaba. Siempre que esa persona me preguntaba yo escuchaba las voces de los demás. Cuando no respondía algo que ellos querían, ellos me golpeaban con el puño. Ellos me golpearon. Hicieron fotos. Ellos me obligaron a desnudarme: ‘Quitate la ropa’, y me tomaron fotos. ‘Te vamos a tomar fotos’, me decían. Yo no lloraba cuando estaba con ellos, pensaba: no les voy a dar el gusto que me miren llorando.
Ellos se iban y cuando quedaba yo sola lloraba mucho, y le pedía a Dios y me aferré mucho a una medallita que andaba. Pensé mucho en mi familia. No tenía noción del tiempo. Yo pensaba: pobrecita mi mama.
Sólo en la noche me quitaban esa cosa (la capucha). Nunca vi rostros. Me dejaban sola en un cuarto por la noche.
Estuve desde el jueves al domingo. El último día ellos me siguieron preguntando y me preguntaban quién es el que patrocina todos los víveres, querían que les dijera que era el MRS (Movimiento Renovador Sandinista)… hasta la CIA (se ríe). Como no les decía lo que ellos querían, me dicen: ‘Te vamos a violar”.
Por primera vez la China hace una pausa. Ha contado su historia al galope. Frunce su boca, como una niña y llora. No sé qué decir. Hago silencio. Vuelve con la mirada hacia un punto recóndito, invisible y sigue.
“Me estaban entrevistando. Tenía ropa. ‘Te vamos a violar’, me dijeron.
Ellos lo hicieron. Fueron… no sé… no fue sólo una persona. Fueron muy groseros. Un señor dijo: ‘Déjenla, pobre’. Quizá pensaron en matarme. Pensé que me iban a dejar en la Cuesta del Plomo. El King apareció ahí calcinado, sin lengua, en la Cuesta del Plomo y por eso yo pensé que me iban a matar ahí.
Ese día que me violaron, me soltaron. Tal vez pasó como una hora en lo que decidieron sacarme. Pensé que iban a matarme. En ese momento yo quería que me mataran. Creo que fueron como 40 minutos hasta el lugar donde me soltaron, en Bello Horizonte.
Yo había estado ahí con un grupo de chavalos que estuvieron con nosotros en la UNAN. Voy donde mis amigos. Me metí al baño y me bañé. Me dieron un número de una doctora que siempre nos apoyó, nos dio chinelas (sandalias), ropa, comida, nos apoyó muchísimo. Ella pasó por mí el lunes. Porque el domingo me dormí. Comí y me dormí. Me llevó al hospital Bautista, me vieron los golpes, me dijeron que no me habían dañado nada interno. Andaba golpes en la espalda, los hombros, las piernas, los pechos. La doctora me llevó a una casa de seguridad y me dijo: ‘Quedate aquí para mientras te llevamos al médico y ponés la denuncia’.
El miércoles fui a los derechos humanos. Estando dentro del CENIDH (Centro Nicaragüense de los Derechos Humanos) dije todo lo que me sucedió. No me dijeron qué iban a hacer con eso. Al menos queda un registro.
Luego de eso, en la misma semana me llevaron al ginecólogo en el hospital Vivian Pellas. Una señora me atendió y cuando salieron los resultados no tenía ninguna enfermedad. Esa doctora me llevó con una sicóloga.
Yo decía que era mi culpa por no haber tomado precauciones. Estuve yendo donde la sicóloga y me hizo entender que no era mi culpa. Me ponía tareas y me pedía que hiciera ensayos y que me pusiera metas. A mí me gusta hacer ensayos”.
Lo dicho: en Nicaragua el tiempo se ha convertido en una materia extraña. Un día el sol sale en 2018 y, al doblar de las horas, haciendo cola ante las oficinas de migración, unos encapuchados te transportan hacia las horas más oscuras de la década de los 70; a los relatos sepia de una generación y sus recuerdos de casas clandestinas, de interrogatorios bajo tortura, de exilio, de escuadrones de encapuchados que secuestraban chavalos para aterrorizarlos en siniestros cuarteles.
La China era estudiante de trabajo social. Cursaba el cuarto año cuando la expulsaron de la UNAN por haber sido parte de los atrincherados. Se ha alejado de las casas de seguridad y se mudó a casa de su madre. La policía sólo ha llegado a buscarla una vez, mientras ella estaba fuera. Revolvieron la casa y se llevaron la Tablet de su sobrina. No mostraron ninguna orden judicial.
La doctora que la atendió le recetó Psicosoma, un fármaco que ayuda a controlar la ansiedad excesiva. “Ya como y duermo, quizá duermo demasiado, quizá no es bueno dormir tanto”, cree.
Espera poder sacar su pasaporte e ir a estudiar fuera de Nicaragua.
* * *
El sábado 29 de septiembre se anunció que el comandante Daniel Ortega daría un discurso nocturno sobre la Avenida Bolívar, cerca de la rotonda Hugo Chávez. Se suponía que el presidente debería estar en Nueva York, asistiendo a la 73 asamblea general de las Naciones Unidas, ensayando su discurso para ser el penúltimo orador en el estrado. Pero no. En estos días la relación entre el régimen nicaragüense y la ONU no anda muy fluida.
En agosto, Ortega expulsó del país a la misión de la oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, luego de que esta misión publicara un informe devastador contra el régimen, al que Ortega acusó de mentiroso y parcial.
El mismo sábado también se anunció otra marcha, la de la oposición —los “autoconvocados, los “azul y blanco” —, que tenía planeado partir de la rotonda Cristo Rey para protestar contra los abusos sufridos por las fuerzas oficialistas. Esa marcha llevaba encima una sentencia: el día anterior, viernes 28, a través de un comunicado de prensa, la policía hizo oficial que de ahí en adelante considerará ilegales estas protestas y anunció que —ahora sí— tomará acciones contra quienes asistan y quienes las convoquen.
“La Policía Nacional responsabiliza a los organismos y personas que han convocado y convocan a estas actividades ilegales y nada pacíficas, de cualquier amenaza, daño o riesgo a la vida, a la dignidad de la persona o daño a bienes particulares o estatales. Los convocantes son responsables y responderán ante la justicia, de las amenazas, acciones delictivas y agresiones que se presenten en el desarrollo de estas actividades”, dice el comunicado. Las organizaciones opositoras y la prensa no oficial interpretaron el anuncio como la declaración formal de un estado policial y la criminalización de la resistencia. La oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU coincidió con esta interpretación y dijo que tal disposición violaba “los estándares sobre derecho a la libertad de reunión pacífica”. Pero en Nicaragua, cada vez más, las palabras de las Naciones Unidas y de sus comisionados son como llorar en el mar.
El día anunciaba tormenta, y no es una metáfora: unos nubarrones oscuros deambulaban, lentos, sobre el cielo de Managua, advirtiendo de aguaceros venideros.
Los reporteros nos reunimos en manadas para estos casos, por un principio no escrito de asistencia mutua y en mi caso —todo sea dicho— para espantar un poco el miedo. Nosotros también hicimos una concentración de tropas en un hotel cercano a la rotonda Cristo Rey, de donde partiría la marcha opositora. Salimos hacia la concentración en caravana, escuchando una radio que transmitía en vivo lo que ocurría. Un reportero entrevistaba a manifestantes, cuando a gritos y agitado le anunció al estudio que debía suspender la transmisión para salir huyendo. De fondo se escuchaban detonaciones.
Los opositores jamás pudieron concentrarse en la rotonda Cristo Rey —que estaba tomada desde temprano por seguidores de Ortega, custodiados por agentes de la Policía Nacional—, así que se congregaron a unos cien metros.
La práctica de ocupar los posibles puntos de reunión de los manifestantes tiene incluso un verbo en Managua: “rotondear”. Cada día, desde muy temprano, los redondeles más emblemáticos de la ciudad están ocupados por personas que agitan banderas rojinegras del Frente Sandinista de Liberación Nacional, custodiados, invariablemente, por agentes motorizados.
Cuando la policía se acercó a ordenar a los manifestantes que se largaran del lugar y estos se negaron, comenzó el jaleo: los antimotines arrojaron bombas de humo, disparos de escopetas antidisturbios y unas latitas aterradoras que suenan como bombas y que aquí llaman aturdidoras.
Cuando conseguimos llegar, los manifestantes habían huido en desbandada hacia las calles del barrio El Riguero, una concentración de casitas humildes, cuyos accesos estaban ya bloqueados por varios contingentes de antimotines. Salimos de los vehículos corriendo hacia los sonidos de las detonaciones. El contingente de policías nos permitió internarnos en El Riguero mirándonos desde sus trajes y escudos con caras de pocos —muy pocos— amigos.
Todo es confusión: gente que corre, gritan instrucciones en todos los sentidos, una detonación, otra detonación, humo que sale de quién sabe dónde. Cuando el contingente de periodistas con sus cámaras, con sus chalecos, con sus micrófonos, pasaba frente a las casas, la gente nos aupaba como si tuviéramos la posibilidad de hacer algo realmente útil: “Cuenten, cuenten lo que nos están haciendo”; “grábenlos”; “se llevaron a unos chavalos”. Y, de pronto, un grupo de personas corriendo hacia nosotros: “corran, corran, ahí vienen”. Más detonaciones. Un vecino abrió su puerta para que nos escondiéramos ahí, mientras pasaba la carga policial. Sin saber muy bien cómo, terminamos cinco reporteros metidos en una casa humilde, donde un hombre rezaba en voz alta a la Virgen María pidiendo auxilio. Se calmaron los sonidos. Asomamos de nuevo. Varios pick up de la policía pasaban a todo trapo, repletos de agentes. De nuevo, las voces: “se llevaron a los chavalos, se los llevaron”; “¿Por qué nos hacen esto?”; “Tenemos derecho a manifestarnos”. Los reporteros más avezados se llevaron la peor parte. Al camarógrafo de CNN, la policía le manoteó la cámara y se la rompió. También le robaron el casco antibalas. A otro camarógrafo simplemente le dieron un culatazo en las piernas, porque sí. En ese momento caí en la cuenta de que Víctor Peña, el fotoperiodista de El Faro que me acompañaba, no estaba entre el grupo.
Víctor se rezagó poniéndose el equipo antibalas y, cuando quiso ingresar a El Riguero, los antimotines ya no le permitieron el paso. Quedó disfrazado de periodista y separado del contingente protector. Estaba midiendo el alto de un muro y calculando si sería capaz de saltarlo, en caso de que una turba oficialista lo persiguiera, cuando de pronto una camioneta se paró a su lado. Dos señoras abrieron la puerta y gritaron: “súbase hijo, no ande solo aquí, porque lo van a turkear” y lo rescataron de su desamparo. En el camino, las benefactoras subieron también a dos mujeres que huían de la embestida policial. Desde la camioneta, Víctor consiguió retratar a la policía persiguiendo a unos manifestantes.
Finalmente conseguimos reagruparnos y largarnos hacia el hotel donde los corresponsales de agencias contaron al mundo lo que había ocurrido. La concentración opositora nunca llegó a ser una concentración masiva. El recuerdo de Matt Romero, el muchacho asesinado, y el de los seis heridos de bala de la marcha anterior, todavía estaba fresco. El régimen usó aquel intento de protesta para sentar un precedente: se acabó cualquier atisbo de tolerancia. La concentración duró menos de media hora antes de que la policía y los paramilitares la barrieran con violencia.
Tocó el turno de ir a cubrir la concentración oficialista, que había marchado por la tarde a lo largo de seis kilómetros, desde la rotonda Jean Paul Genie hasta la Hugo Chávez, acompañada por la policía durante todo el recorrido. Al caer la tarde, una multitud se aprestaba a escuchar al comandante Daniel Ortega.
El ambiente era festivo. Al menos una decena de buses repletos de seguidores habían alimentado la concentración y aquello era un carnaval en plena avenida Bolívar: un grupo de música amenizaba el ambiente desde una tarima, a punta de cumbia; las calles estaban llenas de ventas de comida callejera, gaseosas y golosinas; las banderas de Nicaragua ondeaban junto a las banderas del partido oficial y grupos de muchachos bailaban en círculos entusiastas, pasando al centro a demostrar sus mejores pasos. Desde la tarima, entre cumbia y cumbia, unos animadores mantenían viva la chispa: “¡Muerte al somocismo!”. “Sigamos adelante por las víctimas del somocismo golpista”.
Conseguimos colocarnos entre las primeras líneas, frente a la tarima donde hablaría Ortega, cuando aquellos nubarrones oscuros cumplieron su promesa y dejaron caer un aguacero que no anduvo con muchos preludios. Entonces una de las animadoras anunció que a los “verdaderos sandinistas” unas gotitas no los amedrentaban y que aquella era una lluvia “de bendición”. Para entonces ya estábamos todos mojados hasta el alma. Por si aquellos vítores no eran suficientes, se anunció: “¡Viene ya nuestro máximo líder y la compañera Rosario!”, y se hizo una fanfarria multitudinaria, una algarabía y la cumbia sonaba por los altoparlantes, mientras muchachos vestidos de rojo bailaban como si no hubiera mañana.
De pronto, la banda que amenizaba el evento se quedó sin sonido: los desconectaron sin mayores protocolos para poner una versión de Give Peace a Chance, adaptada para estos eventos: “Loooooo que quereeeeemos, es trabajo y paz”, una y otra vez, sin parar. Al parecer la tonadita sirve de música de entrada para la aparición de Rosario Murillo en las tarimas. Es impresionante verla en vivo, con una visera de turista gringa, con cada dedo lleno de anillos inmensos, con sus collares, sus coloretes en los ojos, su sonrisa somnolienta y con sus dos nietas. Haciendo la señal de la victoria y siguiendo el ritmo apócrifo de su canción de entrada.
Pero todavía faltaba el plato fuerte: Daniel Ortega no subió a la tarima por detrás. Se dio un baño de masas entrando por delante de la tarima, entre la multitud, estrechando manos, arrumacando niños, saludando con sonrisas, prodigando cariños a las primeras filas de la multitud, vigilado de cerca por un buen contingente —visible— de guardaespaldas que le abrían paso y controlaban el entusiasmo de sus seguidores. Subió a la tarima, donde fue recibido por su esposa/vicepresidenta y sus nietas y una utilería de jóvenes de la juventud sandinista que ondeaban banderas y lo miraban como a una aparición. Canturreó un poco la tonadita de fondo y tomó el micrófono. Se hizo el silencio. El comandante iba a hablar. Para poner más sentimiento al asunto, los productores dejaron una musiquita instrumental de fondo.
“29 de septiembre, aquí estamos todos, llegamos al último día de este septiembre victorioso, con este pueblo victorioso, y el lunes primero de octubre, otro octubre victorioso, como cada mes a lo largo del año…”. Y sus seguidores vibraban con cada palabra, como si cada una de ellas fuera una genialidad inconcebible.
Y así siguió por casi cuarenta minutos, con su voz de discurso, con el remate alargado en cada frase, con los ademanes solemnes, ante la mirada de su vicepresidenta/esposa. Habló de la pobreza en Nueva York, del potencial mortal de la nieve, de cómo la miseria de esa ciudad había impactado al poeta Rubén Darío. Dijo que las Naciones Unidas no unen nada, pues el mundo se divide entre ricos y pobres. De cómo “los imperios más antiguos conocidos”, desde tiempos ancestrales, han intentado conquistar a otros para fortalecerse. Saludó a los presidentes de Venezuela, de Bolivia y de Cuba. Habló de las dos guerras mundiales, de la bomba atómica, de la contaminación de los mares y los bosques. Aseguró que el primer alzamiento de Adolfo Hitler fue un golpe de estado que venía muy a cuenta: “Fíjense qué coincidencia, un golpe de estado contra todas las fuerzas de izquierda, respaldado por la derecha”. Se burló de las amenazas de sanciones del congreso de Estados Unidos y les llamó a recordar su fracaso con la esclavitud “de los pueblos de África”…
En esas estaba yo, intentando seguir el ritmo al comandante, cuando me di cuenta que estaba rodeado por varios agentes vestidos de civil, con bultos bajo las camisas, comunicándose con alguien a través de micrófonos en la solapa y auriculares. Eran al menos cuatro. No me di cuenta a qué hora aparecieron. Entre todo el contingente de prensa, por alguna razón que sigo sin explicarme, les pareció necesario ir e interrogarme a mí. Lo esperable: cuál era mi nombre, para qué medio trabajaba, fotografiaron mi credencial revés y derecho y luego la del fotoperiodista. A partir de ahí no me fue posible seguir poniendo atención al discurso de Ortega, porque los agentes encubiertos jamás se fueron. Caí en cuenta de que entre el público había muchos más de los que me imaginaba, incluyendo una enorme mujer que hacía unos minutos bailaba bajo la lluvia con un peluche en forma de rana, y que a la hora de las preguntas, me arrebató la credencial de las manos, con maneras marciales.
Nos pareció que era buen momento para largarnos de ahí. Por fortuna, el resto de colegas pensó lo mismo. Nos abrimos paso entre la multitud y caminamos por la avenida Bolívar, seguidos —ahora sin ningún disimulo— por agentes vestidos de civil, que conversaban con policías uniformados y nos señalaban. Unos y otros tuvieron el detalle de escoltarnos hasta las afueras de la concentración, mientras el comandante terminaba de alegrar a la multitud con sus últimas ocurrencias.
* * *
Salí de Nicaragua el lunes 1 de octubre, dos días después del discurso del comandante. En el mismo avión en el que viajé a San Salvador, venía también Carl David Goette, un periodista estadounidense freelance que solía escribir artículos para The Washington Post y The Guardian. Hasta que el régimen lo echó del país.
Ese mismo día, cerca de las once de la mañana, la policía irrumpió en casa de Carl —sin orden judicial, desde luego— y se lo llevaron con lo puesto. Por no llevar, no llevaba zapatos. Lo esposaron, lo subieron a una patrulla y lo condujeron a un cuarto de interrogatorios donde permaneció durante horas. “Ellos no ocultaron que eso se debía a mi labor como periodista. Nunca intentaron ocultar que era porque le parecía que en mis artículos hablaba mal del gobierno”, recordó después.
Le pidieron nombres de sus amigos y de su novia. Se negó. Le ordenaron que desbloqueara su celular. Se negó. Le advirtieron que si se seguía negando lo llevarían al Chipote. “Me dijeron que en El Chipote la conversación sería muy diferente”. Hicieron alusión a torturas y cuando se cansaron de que el gringo les respondiera que no a todo, lo subieron a un avión y lo deportaron. Antes de echarlo del país, apareció un policía con una mochila que contenía un pantalón, unos calzoncillos y unas zapatillas. La policía se tomó la molestia de revisar la casa del periodista y seleccionar la ropa con la que lo deportarían. También metieron en la mochila mucha basura. “No entiendo por qué metieron basura”, dijo Carl, todavía con el susto en la boca.
El estadounidense tenía tres años viviendo en Nicaragua. La policía rompió su teléfono y robó su tarjeta de memoria. No sabe sobre el paradero de gran parte de sus libretas, computadoras y discos duros.
Desde que salí de Nicaragua, el régimen ha sido coherente con su estrategia de cero tolerancia. Cada vez que alguien ha amagado con protestar en público, ha recibido por respuesta una lluvia de antimotines, que no hacen distinción para arrestar a estudiantes o ancianas.
Circulan, por grupos rebeldes de Whatsapp, una gran cantidad de nombres y de fotografías de chicos que son abducidos por encapuchados que viajan en vehículos particulares, sin placas. Algunos son liberados al cabo de unos días, otros son acusados de terrorismo ante los tribunales controlados por Ortega. Otros siguen desaparecidos.
Mientras concluía esta historia, en la mañana del 14 de octubre, la policía capturó al menos a una veintena de personas que se estaban concentrando para intentar —de nuevo— marchar para expresar su descontento. En las imágenes, la policía arrastra a una mujer por el suelo para meterla por la fuerza a una patrulla o cargan entre varios a un hombre para depositarlo luego en la palangana de un pick up. Manifestarse contra el régimen, ha dicho el régimen, es un acto de terrorismo.
* * *
El ron ya les baila en los ojos a estos muchachos. Incluso Maca, tan tímida, tan ahorrativa con las palabras, se ha soltado la melena y se ha puesto a contar historias. El día en que la policía arrasó la UNAN ella estaba en Monimbó, prestando servicios médicos a otros estudiantes en rebeldía.
A Maca le faltaban pocos meses para terminar su carrera. No volverá a su campus, dice, porque entonces todo habría sido en vano. Sumado, claro, a la posibilidad de que la desaparezcan saliendo de la universidad.
El Doctor Veneno bebe tragos enormes y hace pucheros mordiendo un limón. Maldice a los profesores que los abandonaron en medio del caos y sabe, igual que Maca, que no puede volver a su universidad.
A Tigrillo la bebida lo ha puesto sensible y masculla que él no le ve salida a este asunto. Se le aguadan los ojos, repitiendo —no sé si para mí o para él mismo— su mantra personal. Teme, dice, teme sobre todas las cosas no haber hecho lo suficiente.
Pasada la media noche, los chicos se van acomodando en sus esterillas y se quedan dormidos. Se hace el silencio en el escondite.