El Centro Penal San Francisco Gotera se convirtió en el año 2018 en la cristalización de décadas de simbiosis entre cristianos evangélicos y pandilleros. Desde dentro se repite con orgullo que lo que ahí ha pasado es, así, sin atenuantes, un milagro: la mano de dios todopoderoso haciendo de las suyas, “tocando corazones” y haciendo obras que para los hombres son imposibles. Así dicen.
Aquella es una cárcel dura. Durante los 80 se le consideró una cárcel de máxima seguridad y quienes la vivieron la recuerdan como una oscura pesadilla. Actualmente viven ahí más de 1 600 personas, aunque está hecha solo para 381. Escasea siempre el espacio, el agua y el aire. Se apodera de ella, día y noche, un calor apretado, que aviva los olores y los echa a flotar por cada pasillo, por cada patio y por cada celda. Ahí dentro, cada día, durante todo el día, la totalidad de internos –expandilleros todos– se entrega a una febril actividad religiosa donde cantan, bailan, celebran cultos, adoran, predican, tocan tambores hechos con barriles, aplauden, hablan en lenguas, interpretan las lenguas, leen la Biblia, estudian la Biblia, anuncian profecías, creen en profecías, se convierten, se reconvierten, se perdonan unos a otros, se perdonan a sí mismos.
La existencia de iglesias al interior de las cárceles salvadoreñas no es una novedad, ni siquiera lo es entre pandilleros. Sin embargo, los internos del penal de Gotera llevaron las cosas a un extremo inédito: en 2015, esa prisión fue destinada para contener a miembros de la facción Revolucionarios del Barrio 18. Entre ellos, llegaron también 300 internos que se declaraban cristianos. Con el paso del tiempo, cuando el número de “ovejas” creció, se les concedió un sector exclusivo para ellos. Pero su número volvió a crecer y se les concedió otro sector y luego otro y otro… hasta que el penal completo proclamó a quien quisiera escucharles que ellos ya no eran pandilleros, que abandonaban su vida anterior y la abominaban.
Como prueba máxima de su decisión, de que los odios y los afanes mortales que dirigieron sus existencias habían quedado atrás, los internos tatuados con el número 18 en la piel, dieron la bienvenida a otros, que habían escrito sobre sí mismos la M y la S.
En el año 2018 el Estado dejó de considerar Gotera como una cárcel de pandilleros activos y trasladó a ese recinto a un centenar de reclusos de la Mara Salvatrucha-13 que se autoproclamaban cristianos. Óscar Vladimir Martínez fue parte de esos traslados: durante su vida pandillera fue El Zarco de San Cocos y consiguió escalar hasta ser miembro de la ranfla de la MS-13, la cúpula de la pandilla. Cuando supo que iba a ser trasladado a un penal de dieciocheros se temió lo peor y sus miedos crecieron cuando las rejas se abrieron y aparecieron aquellas caras llenas de tinta y de números.
Los recién llegados fueron recibidos con algarabía, se agradeció a dios por su presencia, se celebraron cultos en su honor y se les llamó hermanos. Los dieciocheros llamaron hermanos a los emeeses. Entre los internos se repiten, se enseñan unos a otros, que tanta cantidad de prodigios solo puede explicarse a través de la mano amorosa y perdonera de dios.
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Soy ateo. O sea, que en –casi– todos los casos me inclino a creer que no hay dios, que no hay un morador del misterio, que su poder no existe, que su proverbial misericordia no es más que una añoranza de hombres machacados por la realidad. Pero no siempre fui ateo.
Alguna vez incluso fui católico y como buen católico creí que la verdad mía era la verdad, a secas. Aprendí a ver, desde la inmensa altura de mi fe –que había parido a la Teología de la Liberación, a Óscar Romero, a los mártires jesuitas de la UCA– con un profundo, profundo, desprecio a los creyentes evangélicos.
Ellos tan estridentes, tan vacíos de filosofía y de una teología buena –como la mía– ; ellas con esas mantillas en la cabeza y sus faldones largos, tan dadas al llanto ceremonial, a la epilepsia ritual; unos y otros tan faltos de cimientos académicos, tan fanáticos y todos tan… tan… pobres. Porque una cosa es admirar la filosofía o la teología que habla de los pobres y los libros que los elevan a la categoría de hijos predilectos de dios y otra, más incómoda, más peligrosa, más mugrienta, calurosa y aburrida, es admirar a los propios pobres, e intentar comprender la forma –las formas– en que se las arreglan para resistir.
Pese a ello, este breve ensayo hace un recuento por una historia en la que aparecen unos pobres ofreciendo consuelo, salida y quizá redención a otros pobres. Es también una historia donde dios habla con voz clara, donde el misterio casi es palpable y donde los efectos colectivos de esas creencias son muy reales.
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En El Salvador, luego de los conflictos bélicos de los 70 y 80, la Iglesia católica fue perdiendo fuerza y penetración en las comunidades empobrecidas: fueron mermando, casi hasta la extinción, las comunidades eclesiales de base –combustible de los movimientos insurgentes– y comenzaron a escasear los sacerdotes en sandalias ávidos de “oler a pueblo” y de practicar esa alquimia tropicalísima que les permitió juntar a Jesús de Nazaret, a Carlos Marx y al Che Guevara en la misma doctrina.
Siete de cada diez salvadoreños se consideraban católicos en 1995; en 2017, esa proporción había bajado a cuatro de cada diez. En 1994, solo dos de cada diez salvadoreños eran cristianos evangélicos, veinte años después tenían un empate técnico con los católicos, que se mantiene hasta el día de hoy.
En el vacío que dejó “La” iglesia comenzaron a prosperar a un ritmo asombroso “las” iglesias. Mucho antes de que predicadores/empresarios comprendieran el potencial millonario del negocio de la fe y del diezmo; mucho antes de que existieran grandes y lujosos templos con parqueos de tres plantas, aires acondicionados, marketing y cultos de gran producción, había ya pastores evangélicos predicando en garajes, en chabolas de lata, en canchas de fútbol, con micrófono, con megáfono o a grito pelado y fueron echando raíces sólidas en los barrios y comunidades, donde también comenzaba a crecer –al mismo asombroso ritmo– otro fenómeno: las pandillas.
Una vez que la guerra civil terminó, Estados Unidos deportó casi de inmediato a grandes cantidades de centroamericanos que guardaban prisión en sus cárceles. Entre ellos, cientos –miles quizá– de pandilleros que habían llegado al sur de California siendo niños, huyendo de la guerra y de sus horrores. Esos niños se las arreglaron para encajar en escuelas y calles hostiles y siempre ajenas, abrevando de la cultura de los marginados y aprendiendo a hacerse respetar. Una década después, siendo adultos, con el cuerpo tatuado, fueron obligados a retornar a un país del que apenas guardaban recuerdos turbios, al que llegaron con un diminuto arsenal de palabras en español y con el desconcierto de no saber si ahí –en esa tierra caliente, arrimados a veces en casas de parientes que jamás habían visto en persona– seguían siendo homeboys y si, junto a ellos, viajaban también los barrios a los que pertenecían.
Pese a los titubeos iniciales, la MS-13 y el Barrio 18 consiguieron sobreponerse al cambio abrupto de entorno, medrando en las sombras de países que se estaban lamiendo las heridas. Cuando como sociedades notamos su existencia, ya controlaban gran parte del territorio. Las iglesias evangélicas hicieron algo muy parecido: menospreciadas por el catolicismo, fueron ganando terreno hasta representar más o menos a la mitad de todos los creyentes. De manera que las pandillas y las iglesias evangélicas aprendieron a conocerse y a convivir desde los tiempos en que ambas eran basura bajo la alfombra.
En la actualidad, evangélicos y pandillas comparten un mismo ADN, una misma composición social: según los datos recogidos por LPG-Datos, que mide las convicciones religiosas de los salvadoreños desde 2004, se es más evangélico si se es más joven, si se vive en zonas urbanas y si se es más pobre. Se tiene más probabilidades de ser pandillero, aunque suene a perogrullo, si se es joven, si se vive en comunidades urbanas y, sobre todo, si se es pobre.
Por eso unos y otros se han aprehendido, se conocen, han convivido, conviven. De alguna manera confían unos en otros: en la actualidad, la principal vía por la cual un miembro de una pandilla puede abandonar su organización es si se convierte en “oveja”, en “aleluya”, en “hermano”. Los únicos que pueden gritar a voz en cuello –en medio de comunidades totalmente controladas por las pandillas– que la Mara Salvatrucha-13 o el Barrio 18 son el demonio y exhortar a los jóvenes a abandonarlas son los pastores evangélicos. Son ellos los únicos autorizados para violar la compleja red de fronteras urbanas establecidas por estas organizaciones criminales.
Desde luego, esas afirmaciones admiten un gran número de matices: no es tan simple como darle un portazo a la vida pandillera y ser de pronto redimido por el Señor. Para ello es necesario pasar por un complejo entramado de trasvases: hay que vestirse de una manera, llamarse entre sí de una forma, someterse a determinados rituales y a determinada jerarquía. Así, si en la vida “mundana” se llevaban los Nike Cortez y los pantalones Dikies y Van Davis, en la vida cristiana se llevarán pantalones formales y camisas manga larga, cuando no corbata; si antes eran homies, luego serán hermanos; si antes había que cumplir misiones criminales y asistir a los “mirin”, los hermanos deberán dejarse ver en misiones de avivamiento y prédica de “la palabra”, en cultos semanales y en vigilias. Si antes respondían a un palabrero, a un corredor de programa o a una ranfla, luego estarán sometidos a la aprobación de diáconos, ancianos y pastores. Y estarán sometidos, unos y otros, a una estricta y permanente vigilancia, a un riguroso examen de conducta, que puede devenir en castigos: aislamiento y desprestigio social, si se es evangélico; o palizas y asesinatos, si se es pandillero. De los nuevos miembros –de pandillas y de iglesias– se esperará un fervor estridente, una manifestación explícita y rotunda de la nueva vida adquirida.
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En El Salvador, hoy por hoy, las iglesias evangélicas tienen además el monopolio de la redención: dentro del imaginario pandillero, simbolizan la puerta más ancha, la más buscada, la más efectiva para abandonar una estructura a la que han jurado lealtad vitalicia. La Iglesia católica prefiere no involucrarse en temas que en realidad no entiende, y el Estado renunció durante años, con descaro, a cualquier intento de rehabilitación. En El Salvador no existe ninguna ley de reinserción o de rehabilitación, y las cárceles han sido desde siempre mazmorras de espanto, incapaces por sí mismas de generar en nadie el prurito de la conversión.
Durante años ha habido un corredor abierto entre pandillas y evangélicos: los he visto transitar, entrar y salir. He conocido a poderosos líderes pandilleros bregando por cambiar su vida con éxito; los he visto también abominar su vida pandillera con gran pompa para volver al cabo de unos meses, producto de necesidades más mundanas, a reintegrarse a sus barrios.
Sin embargo, lo ocurrido en la cárcel de Gotera marca un antes y un después en la relación entre ambos. En el enorme templo enrejado que es hoy esa prisión conviven miembros de todas las pandillas: aquellos que alguna vez fueron líderes poderosos de la guerra irregular que se libra en El Salvador desde hace décadas, abandonaron su poder y su influencia y pasan sus días alabando el poder redentor de Cristo al lado de hombres que años atrás fueron sus enemigos mortales.
Gotera es un experimento, una lección quizá, o una obra divina, según quien lo mire, capaz de sintetizar fenómenos complejos que han convivido durante años.
Pero he dicho ya que soy ateo y agregaré que como tal no creo en milagros. Creo, eso sí, que esas 1 600 almas, con sus respectivos cuerpos, han señalado un camino que no les ha sido impuesto, sino uno que han elegido. Que ante la ausencia de puertas abiertas de parte del Estado, ellos recurrieron a una que conocían bien, que siempre había estado ahí, abierta de par en par y que se abrazaron a ella como un náufrago o un sediento. Pero sé que nadie vive de versículos bíblicos –al menos no mucho tiempo– y que el fervor es algo que naturalmente se apaga con el paso de los años. Creo también que aquellos que han entregado su corazón a Cristo, en medio de aplausos y de fanfarrias, están llenos de necesidades muy humanas y que llegan ahí, precisamente, machacados por la realidad.
El milagro de la conversión masiva dentro de aquel templo enrejado, será, pienso, anecdótico, sin un Estado que tome nota de lo ocurrido, sin una academia que nos ayude a comprender las lecciones que la cárcel de Gotera enseña, sin una sociedad lista para creer que un hombre no es necesariamente el mismo para siempre y –como un gesto bueno, como un único pago– sin que demos un aplauso cerrado, o algo parecido, a aquellos que durante años, desde soledades difíciles de imaginar, han gritado en garajes, en chabolas de lata, en canchas de fútbol, un mensaje de amor en medio de una de las capitales del odio.