Para el Estado salvadoreño, la violencia pareciera ser solo un asunto de números. Las muertes se dicen, se escriben y se usan desde el poder con la frialdad de la estadística, como quien anuncia el pronóstico del clima, con sube y bajas todos los días. Unos días son decenas y otros más son unidades. Es un contómetro de dolor que no ha parado de atenazar el corazón del país por décadas y que ha disparado el umbral de nuestra tolerancia enfermiza a la violencia. Frente a esta realidad, la voz del Estado progresivamente ha ido despersonalizando la matanza e invisibilizando, siempre que no es redituable en términos de imagen pública, el drama personal y familiar que supone cada muerte violenta en nuestro país.
Pero esta barbarie tiene rostros, nombres y orígenes que trazan algunos de los patrones más atroces de la desigualdad, porque la violencia se ceba principalmente contra las partes de la sociedad que viven en mayor precariedad y vulnerabilidad. Por ejemplo, en los últimos días hemos atestiguado una escalada brutal en la violencia contra la población LGBTI, principalmente hacia mujeres trans, que ha venido gestándose desde el inicio del año. Algunos de los principales casos son:
Jorge Armido Castillo, 11 disparos en el rostro, en San Miguel.
Camila Díaz, privada de libertad por policías y salvajemente vapuleada. Murió tres días después debido a las lesiones.
Conocida por Lolita, masacrada a machetazos en Sonsonate.
Conocida por Tity, violada y vapuleada hasta la muerte en la avenida Cuscatlán, en San Salvador.
Anahy Rivas, múltiples heridas de arma blanca, asfixiada y arrastrada por el bulevar de Los Héroes.
Jade Camila Díaz, vapuleada, estrangulada y arrojada con piedras atadas al cuerpo en el Río Torola.
Victoria Pineda, torturada con piedras, troncos y llantas hasta la muerte en Ahuachapán.
El salvajismo y la saña con el que han sido perpetrados estos asesinatos denotan patrones que deben interpretarse como lo que son: crímenes de odio por orientación sexual e identidad de género. Estos crímenes son el resultado inequívoco de los profundos prejuicios sociales que limitan a nuestra sociedad y que se alimentan de una narrativa conservadora dominante en el discurso público. Grupos antiderechos, políticos y líderes religiosos atizan todos los días el odio, utilizando plataformas mediáticas desde donde difunden información falsa y argumentos de carácter moral contra las personas LGBTI. Estos mensajes son los que validan e incitan a la discriminación y la violencia hacia las personas LGBTI, pues construyen una estructura narrativa que justifica la violencia contra nosotras y nosotros.
Es precisamente por esto que la falta de contundencia estatal no es solo irresponsable, sino cómplice de la perpetuación de estas injusticias. Es grave la ausencia de un pronunciamiento sin ambigüedades contra los crímenes de odio por parte del Gobierno y la Fiscalía General de la República, a quienes les corresponde en buena medida atender esta crisis. No hay respuestas claras sobre cuál será el actuar del Gobierno en la prevención de estos delitos, no hay acciones contundentes de la Fiscalía General y la Corte Suprema para garantizar el acceso a la justicia en estos crímenes, no hay propuestas de la Asamblea Legislativa de leyes que protejan y garanticen el acceso y ejercicio pleno de los derechos humanos de la población LGBTI.
Esta coyuntura también demuestra que la eliminación del Decreto Ejecutivo 56, que prohibía todo tipo de discriminación por orientación sexual e identidad de género en el Órgano Ejecutivo e impulsaba la necesidad de medidas afirmativas, no ha hecho más que incrementar la apatía y la desidia por abordar las problemáticas de la población LGBTI desde las instituciones públicas, pues tampoco tienen ya que rendir cuentas sobre sus acciones en favor de la inclusión.
En medio de esta situación, es particularmente lamentable y reprochable el silencio del presidente Nayib Bukele. Lamentable porque, aunque como presidente tiene la obligación constitucional de velar por la vida y la integridad de todas las personas, dado su autonombramiento como presidente millenial y con su capacidad para construir, manejar y difundir narrativas, él también tiene en sus manos una oportunidad histórica de cambiar la discursiva pública en favor del respeto y la convivencia pacífica en diversidad. Es reprochable porque permite interpretar el desinterés en la población LGBTI de un presidente que tuitea de casi todo, durante todo el tiempo, y que, sin embargo, no ha mencionado absolutamente nada sobre estos crímenes de odio que nos retratan como sociedad y que también ponen de manifiesto áreas que deben ajustarse en el Plan Control Territorial.
Salir al paso de estos discursos y rechazar las violaciones a los derechos humanos contra la población LGBTI no es solo un acto de justicia, sino un paso indispensable para la consolidación de una democracia real en beneficio de toda la sociedad. No podemos pensar que existirán avances sostenibles si continuamos perpetuando estructuras de injusticia y desigualdad social que nos impiden desarrollarnos en igualdad de condiciones a todas y todos. Esta escalada de crímenes de odio demuestra que es urgente impulsar una Ley Nacional contra la Discriminación y la aprobación de la Ley de Identidad de Género, pero que también es impostergable una apuesta educativa seria que nos permita atajar la desinformación que reproduce la violencia y la discriminación contra las personas LGBTI. No queremos más muertes que nacen del odio irracional hacia la otredad.