La enfermera Dolores tenía dos horas de haber llegado a la parada de buses conocida como El Poliedro, en Lourdes, Colón. Eran las 3:30 de la tarde del jueves 7 de mayo, el primer día de la suspensión total del transporte público durante la cuarentena. En una hora, la enfermera Dolores entra a turno en el hospital nacional de niños Benjamín Bloom, ubicado a 21 kilómetros de El Poliedro. Sin autobuses ni Uber ni taxis a la redonda, la enfermera Dolores no tiene cómo llegar a su lugar de trabajo. Ella ruega: “Mire, señorita, le pido que me lleve. Soy enfermera”.
Solo un día antes, el Gobierno del presidente Nayib Bukele anunció que los buses y microbuses de los que un 80 % de la población depende para movilizarse no circularían. La nueva medida, una de las más drásticas, para prevenir la pandemia no dio tiempo a nadie para prepararse. A la medianoche, el presidente dijo que el Gobierno se encargaría de transportar a los empleados de salud. Pero, muchas veces, entre lo que tuitea el presidente y la realidad hay una distancia considerable, como la que separaba a Dolores del hospital Bloom. De 55 años, ella pedía aventón a un lado de la carretera porque nadie le ofreció ni nunca supo cómo invocar ese servicio de transporte prometido por el presidente. Solo llegó a la parada porque alguien más la llevó ahí. “Yo a todos los carros les hacía seña y nada. Les enseño mi carné para que me crean que trabajo en salud”, cuenta Dolores en el camino.
Ella atiende niños en cuidados intensivos y su movilización a partir de ahora depende de la solidaridad y no de la respuesta estatal: “Yo sabía que alguien me tenía que ayudar porque no puedo faltar a mi trabajo”, dice.
La suspensión del transporte público fue tan sorpresiva que dejó a los propios empleados públicos improvisando formas de adaptarse con apenas horas de anticipación. En Santa Tecla, un policía que vive en Santa Ana, a 52 kilómetros, dijo que un compañero lo llevó. En Antiguo Cuscatlán, un agente del Cuerpo de Agentes Metropolitanos no sabía cómo regresaría a su casa en Tacuba, Ahuachapán, a 100 kilómetros. En el desvío a San Juan Opico, un reservista del Ejército atravesó los 60 kilómetros hasta su casa en Cojutepeque entre aventones y largas caminatas.
Y si los empleados públicos quedaron desamparados, los empleados de las empresas privadas autorizadas en la cuarentena también. En Twitter, Bukele dijo que estas empresas estaban obligadas a darle transporte a sus empleados. A las 10:30 a.m., un vigilante privado de 59 años esperaba, en vano, en la parada conocida como la Ceiba de Guadalupe. En este lugar circulan a diario cientos de buses y microbuses del transporte público en ruta al occidente del país y a la capital. Francisco también hacía señas con la mano a los pocos vehículos que avanzaban sobre la carretera Panamericana. En la tarde el miércoles 6, cuando se suspendió la circulación de autobuses y microbuses vía Twitter, Francisco estaba en su puesto de trabajo en Santa Tecla, a 35 kilómetros de su casa, en San Pedro Perulapán.
“Ahí ve cómo hacés”, le dijo su jefe a Francisco, que se las apañó él solo para moverse. En realidad, cientos de salvadoreños “vieron cómo hacían” este jueves para transitar, preludio de un periodo anunciado de dos semanas con las mayores restricciones a la movilidad y circulación hasta ahora por la pandemia de Covid-19.
En el trayecto desde la Ceiba de Guadalupe hacia el centro de San Salvador, Francisco expresó su deseo: “tal vez se le ablanda el corazón al presidente”.
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En La Ceiba, un agente del Cuerpo de Agentes Metropolitanos dijo que era el día más despejado. Y quizá no se equivocaba. El área metropolitana de San Salvador lució desolada. Aunque la cuarentena domiciliaria está impuesta desde el 21 de marzo, ha habido oleadas de operativos y retenes que alejan a la gente de las calles, pero después del shock de los primeros días, la gente siguió saliendo para abastecerse, intentar ganarse la vida o, algunos, seguir la vida como que si no existiera una pandemia. El Gobierno justifica la nueva medida porque la población sigue saliendo. En la cadena nacional del martes, el presidente destacó los casos de aquellos que no salen a comprar alimentos o medicinas para generalizar, para decir que hay gente irresponsable y codiciosa. Pero esa generalización pasa por alto muchos casos de gente con necesidades en un país lleno de desigualdades.
Hasta la suspensión, los buses y microbuses tenían el mandato de funcionar al 50 % de su capacidad y estar obligados a proveer alcohol gel en dispensadores a los usuarios, además de dejar asientos de distancia entre pasajeros y no transportar personas paradas. Toda una anomalía en un país donde los buses y microbuses suelen viajar atestados, especialmente a las horas pico de la mañana y de la tarde.
La medida de suspender del todo el transporte de público es la más gravosa y algunos especialistas la consideran una forma de implementar un cierre total para el país. El procurador de derechos humanos, Apolonio Tobar, dijo que la medida es un “exceso de la regulación”. La Asociación Nacional de la Empresa Privada, cuyos representantes comparecieron solo un par de días atrás con funcionarios de Gobierno para anunciar acuerdos sobre medidas económicas, y defendió que el Gobierno no pensaba implementar un cierre total, denunció que las restricciones a la movilidad “han generado abuso y caos, producto de la improvisación y la falta de consulta a los sectores involucrados”. Arena, que votó por la ley en la que la Presidencia se basó para imponer estas nuevas medidas, se dio golpes de pecho. “Muchas de esas disposiciones tratan de imponer un disfrazado 'régimen de excepción', extralimitando sus atribuciones constitucionales”, dijo Erick Salguero, el presidente del princial partido de oposición.
La suspensión del transporte también obligó a la gente a inventar. José, un soldado de 34 años, llegó al regimiento de Caballería a las 3:30 de la mañana. Un día antes, el 6 de mayo, le habían llamado para que se presentara a las 7 de la mañana al cuartel. José es reservista, ya sirvió cinco años entre 2012 y 2017, y luego otro periodo entre 2018 y 2019. Ahora quiere volver a enlistarse y por eso pide que no se use su nombre verdadero.
José vive en el cantón Soledad de Monte San Juan y se levantó a la una de la mañana. Llegó al regimiento de Caballería con un amigo que trabaja en Pollo Campero y que tiene una motocicleta. Los pararon dos veces, pero José enseñó la carta de su trabajo cuando no viste de militar: agente de seguridad privada. José quiere volver al cuartel porque lo considera una opción laboral más estable. “Ahí donde estoy ya están quitando a la gente”, dijo. Una de las cosas que más lo animan son los bonos de $150, porque con eso puede ayudar a su madre, que batalla con tumores en la cabeza.
José empezó el proceso para reingresar en la primera semana de mayo y le llamaron a las 10 de la mañana del 6 de mayo para que se presentara al siguiente día. Cinco horas más tarde, se anunció la entrada en vigencia de las nuevas reglas de la cuarentena. Cuando llegó al cuartel, un sargento le dijo que habían estado llamando de nuevo en la tarde del 6 de mayo para avisar que no se presentaran. Pero a José no le llamaron. Él no tiene Twitter ni Facebook. En Whatsapp le pasaron unas imágenes sobre la suspensión del transporte público, pero él quería una voz que le dijera si debía presentarse o no. “Uno por el trabajo hace lo que sea, la necesidad lo obliga a uno”, dijo.
A las siete de la mañana, José evaluaba las opciones para regresar a casa pero estaba preocupado. Cargaba una mochila con ropa deportiva -pensó que tendría que hacer pruebas física en el ejército- y en su billetera el carné de reservista y del Instituto de Previsión Social de la Fuerza Armada (IPSFA). “Si los muchachos me agarran con este carné, me matan. No hay tales de decir que no”, dijo, aludiendo a los pandilleros.
No hay nadie en la familia de José que lo pudiera ir a recoger. Su pareja estaba en casa con su hija de cuatro años. Su hermana y su cuñada son muchachas, trabajan en oficios domésticos. Un cuñado trabaja como despachador en un supermercado. “Es la vida de alguien que no tiene estudio o que la familia no se lo puede dar”, dijo José.
A las tres de la tarde, por teléfono, contó la travesía que corrió para regresar a casa. Desde Opico, usó la carta de la empresa de seguridad para abordar uno de los buses de la empresa. Lo llevó hasta la terminal de occidente y desde ahí caminó cerca de seis kilómetros hasta el mercado La Tiendona. Ahí abordó un pickup que le dio “ride” hasta San Martín, desde donde volvió a caminar en compañía de otras dos personas. Un carro de la Policía los vio y los llevó a Cojutepeque. De ahí, José caminó a su casa. Entre el regimiento militar en el Sitio del Niño donde quedó varado y su casa hay unos sesenta kilómetros, más de una maratón.
Su reingreso al Ejército está suspendido hasta nuevo aviso. Mientras tanto, José dice que esperara en casa con unas cuántas libras de maíz y de frijol, junto a su familia.
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El primer día de la suspensión de transporte público no se vio ni se sintió como un paro. Por ejemplo, en los paros provocados por los empresarios de transporte o por las pandillas, la respuesta usual son decenas de pickups y camiones, particulares y nacionales, que circulan en las rutas. Estos se mueven sobrecargados por todas las personas que se agolpan en las paradas esperando una ayuda.
Esta vez fue distinto. Aunque sí fue se vieron algunos camiones y pickups que iban agolpados, también es cierto que hubo menos gente circulando en las calles. No hubo caravanas de personas caminando en las principales arterias de las zonas más populosas intentando dirigirse hacia su trabajo, pero sí hubo cientos, miles, de casos de aquellos que quedaron varados saliendo de turnos, aquellos que intentaban llegar a sus turnos de trabajo, o llegar a algún destino específico por alguna urgencia especial. A todos ellos les tocó arreglárselas a ellos solos. No solo para transportarse.
Mauricio Soriano, de 40 años, hacía la fila de visitas en el hospital Rosales, porque el primer día de la suspensión de transporte era día de visitas en el principal hospital nacional. Mauricio es, usualmente, vendedor de motocicletas, aunque también vende productos de estación: bocinas bluetooth, o lámparas u otros “productos chinos”. En esta estación, Mauricio se ha convertido en un vendedor de caretas faciales para protección.
El dinero que ha recogido le permitió comprar un kit angiográfico, que le pidieron en el hospital para atender a su madre, que sufrió un derrame cerebral. Pandemia o no, en los hospitales públicos a veces le piden insumos a los familiares de los pacientes. Casi no llega Mauricio, porque venía desde Mejicanos en un vehículo con un pariente, y la policía los detuvo para prevenirlos. “Hay que hacer lo posible porque venga solo uno”, les dijo el agente, que les creyó al ver los insumos médicos.
“Mi mamá no ha reaccionado y uno tiene que hacer sacrificios”, dijo Mauricio. “Yo me rebusco arriesgándome”. Como él, todos los que no tienen vehículo, el 80 % de la población según una medición de LPG Datos de La Prensa Gráfica de 2018, tendrán que rebuscarse para resolver sus problemas de transporte durante los próximos 15 días.