Columnas / Transparencia

Bancarrota ética: la herencia política de nunca acabar

La bancarrota ética ante la que se enfrenta la democracia salvadoreña es parte de una depresión severa y crónica, heredada de las administraciones anteriores, que nos ha llevado a lo más bajo en materia de corrupción en la posguerra.

Viernes, 14 de agosto de 2020
Wilson Sandoval

La corrupción es un fenómeno que normalmente tiende a analizarse desde la perspectiva jurídica o económica. Pocas veces se profundiza en los factores que la desarrollan. Normalmente, ante la corrupción, las primeras voces que surgen son las de incrementar penas en los códigos penales o incluso en discursos populistas como el de “cortar manos” a los funcionarios “ladrones”, como propuso el General Maximiliano Hernández Martínez en la dictadura o “meterlos presos” sin vacilar, como ha expresado en tiempos más recientes el presidente Bukele con arrebato.

En El Salvador, en todo caso, entre la retórica y las acciones existe una enorme brecha que ha experimentado su mayor exposición en el contexto de la pandemia.

Los casos asociados a la corrupción ocurridos entre marzo y julio por parte de funcionarios públicos abundan, y los hemos conocido por medio de distintas investigaciones periodísticas. Desde el Centro de Asesoría Legal Anticorrupción (ALAC) se han interpuesto diferentes denuncias ante el Tribunal de Ética Gubernamental, relacionadas a impagos de personal médico por parte del Minsal desde el mes de marzo, compras de implementos médicos realizadas a familiares u otros funcionarios públicos, como es el caso de la exministra de salud, Ana Orellana y el actual ministro Alabí, respectivamente. Diversos medios de comunicación también han presentado casos a la luz pública, como la reorientación de fondos del Ministerio de Agricultura sin autorización de la Asamblea Legislativa, un Ministerio de Turismo que benefició al primo del ministro Alabí con contratos de transporte, y el caso de “puertas giratorias,” en donde el ministro de seguridad, Rogelio Rivas terminó por beneficiar a un empresario para el cual trabajó.

La lista sigue, pero el objetivo de esta columna no es enumerar caso por caso, sino plantear la pregunta de por qué estos casos no hacen eco en la ciudadanía. Por un lado están las voces que justifican estas acciones, que incluyen la del mismo presidente Bukele y sus ministros; y por otro tenemos el abrumador silencio de los comisionados de la Cicíes, los principales llamados a investigar desde el Ejecutivo. Uno de los principales elementos discursivos que la Presidencia de la República utiliza para justificar la corrupción es una retórica que intenta hacer creer a la población que el nepotismo es bueno si proviene de las filas del partido oficial –Nuevas Ideas o GANA–, o bien que violar la Constitución y las leyes se justifica en su caso por tratarse de un gobierno interesado en salvar la vida de la población.

Lo que el Ejecutivo omite es que casos de nepotismo como el del hermano del presidente Bukele en el INDES o “saltarse” las leyes que regulan la transparencia o rendición de cuentas, como la Ley de Acceso a la Información Pública, la Ley de Adquisiciones y Contrataciones de la Administración Pública o la Ley de Ética Gubernamental, abren espacio para que los funcionarios públicos se beneficien, de manera discrecional y sin ataduras, no solo con dinero, sino también con más poder. Lo anterior termina beneficiando a sus allegados y rompe con el principio de probidad. Esto no es nuevo, y se ha evidenciado en presidencias como las de Francisco Flores, Mauricio Funes y Salvador Sánchez Cerén.

La retórica utilizada por el Ejecutivo se fundamenta en un factor que la teoría señala como elemental para el desarrollo de la corrupción: el factor cultural. Si entendemos cultura como el depósito de valores que una sociedad tiene, en la cual se encuentran códigos morales (no robar, no mentir o la infidelidad –incluida a los intereses generales o colectivos del Estado mismo–), cuando la Presidencia apuesta por contratar familiares, violar la Constitución y justificar o sostener actos de corrupción como los antes mencionados, envía un claro mensaje a la población: no nos importa cumplir con las leyes ni ser transparentes o éticos. A ello debe abonarse el factor de éxito inmediato de los funcionarios respecto a la población: popularidad, dinero, estatus, inmunidad ante la justicia, etc.

La combinación del factor cultural y el éxito del cual hacen mella los actuales gobernantes permiten, al fin y al cabo, desarrollar tolerancia a la corrupción en los ciudadanos, que poco a poco tienden a normalizar la corrupción. Un ejemplo de ello es que en la última encuesta del IUDOP, el 42.3 % de la población dijo estar de acuerdo en que el presidente Bukele nombre en cargos públicos a sus familiares.

Todo lo anterior nos deja frente a una bancarrota ética, en donde algunas veces las acciones terminan por ser legales, como ciertas contrataciones de Gallegos en la Asamblea Legislativa. Ahora bien, es importante recordar que no todo lo legal es ético. Cuando eso a lo que llamamos “legal”, por no estar cubierto por una normativa o código, atenta contra los intereses generales de la población, estamos frente a antivalores como la incapacidad, lo injusto, lo desleal, el error, etc. Antivalores que no deberían ser parte de la cultura de quienes lideran la administración pública.

La bancarrota ética ante la que se enfrenta la democracia salvadoreña a estas alturas es parte de una depresión severa y crónica, heredada de las administraciones anteriores, que nos ha llevado a lo más bajo en materia de corrupción en la posguerra. Una manera de solventar la situación es por medio del voto. Elegir sobre la base de valores notorios y públicos de los candidatos podría ayudar, por ejemplo, a sacar del Legislativo a personajes que se aprovechan de esas zonas grises en la ley para para cometer actos de corrupción de manera “legal”.

La pandemia ha evidenciado que estamos ante una presidencia que, lejos de cumplir con el discurso de transparencia, echa mano de corruptores, como exfuncionarios y operadores del expresidente Saca, con tal de sostener el poder a toda costa. Si bien desde la ciudadanía no se puede engrosar directamente el Código penal o destinar más recursos al combate de la corrupción, ante esta campaña adelantada en la que nos encontramos, vale la pena apelar a la ética y sus valores para transformar la cultura. Es momento de pasar de tolerar la corrupción a señalarla como un mal que daña y que se encuentra alojado en nuestra cultura, en los corazones de nuestros funcionarios. Tal y como el papa Francisco sostuvo: “Hay pocas cosas más difíciles que abrir una brecha en un corazón corrupto”. Con ello en mente, apostemos por transformar la cultura de la corrupción, desde nuestras decisiones políticas, discursos y acciones, tanto a nivel individual como colectivo.

Wilson Sandoval es coordinador del Centro de Asesoría Legal Anticorrupción (ALAC) de la Fundación Nacional para el Desarrollo (FUNDE). Es candidato a la Maestría en Dirección Pública por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Maestro en Ciencia Política por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) y abogado por la Universidad de El Salvador.
Wilson Sandoval es coordinador del Centro de Asesoría Legal Anticorrupción (ALAC) de la Fundación Nacional para el Desarrollo (FUNDE). Es candidato a la Maestría en Dirección Pública por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Maestro en Ciencia Política por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) y abogado por la Universidad de El Salvador.

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