Las élites económicas y políticas guatemaltecas están preocupadas por la llegada de Joe Biden. En los últimos cuatro años del gobierno de Trump construyeron útiles alianzas para su objetivo más importante: la impunidad. Ahora creen que el péndulo está a punto de regresar en su contra.
Que el nuevo inquilino de la Casa Blanca sea alguien que conoce Guatemala y a muchos de quienes han liderado la lucha contra la impunidad, como la exfiscal Thelma Aldana, activistas y exfuncionarios, causa incertidumbre en las élites. Por eso, antes de que la administración se recomponga tras los desajustes dejados por Trump, quieren tomar el control de la corte más importante para contar con esa instancia en caso de que la cruzada en favor de la justicia vuelva a arreciar. Parte del plan de Biden es respaldar la lucha anticorrupción en Centroamérica (incluso habla de una posible comisión internacional transnacional) como una manera de ayudar a que las instituciones funcionen para mejorar la vida de las personas: reducir la pobreza, más oportunidades, menos migración.
Una herramienta relevante para este año será la Lista Engel (impulsada por el excongresista Eliot Engel), que ordena al Departamento de Estado publicar un inventario de corruptos en Guatemala, El Salvador y Honduras en el primer semestre de 2021. Este será un termómetro que permitirá medir el nivel de golpes que la administración piensa dar a los agentes del crimen que se mueven en las redes políticas e ilícitas en el país. En los último años, el Departamento de Estado ha sancionado a una decena de personajes vinculados al sector justicia en Guatemala.
La impunidad había sido una constante en el país desde el primer gobierno democrático luego del fin de la guerra interna en 1985. La Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), una oficina respaldada por la ONU que apoyaba en investigaciones a cuerpos criminales incrustados en el Estado, llego al país en 2006. Pero no fue hasta 2015 cuando se destaparon casos contra los más altos funcionarios y que conmovieron a la población para salir a manifestar. Desde entonces, han salido más de cien casos de alto impacto y esto ha causado un terremoto político que no ha parado de temblar.
Desde la instauración de la Cicig, un consenso bipartidista en Estados Unidos respaldó esta iniciativa con el ánimo de ayudar a desintegrar las redes criminales que parasitan en las principales instituciones públicas. Se hablaba de un “poder paralelo” como un grupo etéreo que gobernaba detrás de los presidentes. La Comisión le colocó nombres y apellidos a este cuerpo amorfo ilegal, de muchas cabezas, que para sobrevivir necesita al sistema de justicia de su lado.
El apoyo de Estados Unidos fue esencial para que en 2015 el expresidente Otto Pérez Molina –encarcelado por desfalcar las aduanas– no expulsara a la Cicig. Joe Biden, entonces vicepresidente, viajó a Guatemala en marzo de ese año para decir que si el Gobierno no continuaba con la comisión internacional, no podrían dar los fondos ofrecidos para el plan de la Alianza para la Prosperidad. Expulsar a la Cicig en ese momento hubiera sido entendido como una negativa a comprometerse con la transparencia. Pérez Molina no pensaba renovar el mandato de la Cicig, pero tras la salida del caso de la Línea, el 16 de abril de 2015, cambió de idea y firmó la prórroga el 23 de ese mes. Este caso, cuatro meses después, lo alcanzaría y lo obligaría a renunciar a la Presidencia.
En los próximos años corrió mucha agua. Protestas, procesos penales, campañas de desinformación, criminalización, exilios, hasta llegar en 2018 a la cooptación, casi total, de las instituciones como el Ministerio Público. Estas poderosas redes delincuenciales, luego de recibir los golpes de la justicia, se organizaron en una estrategia con todo el dinero que pudieron recolectar. La parte internacional fue esencial. Con fondos estatales y de la iniciativa privada, se insertaron a la narrativa ultranacionalista de Trump. Hablando de conspiraciones de la ONU y haciendo concesiones migratorias, se ganaron a actores del Ejecutivo y a senadores republicanos como Marco Rubio. El fin era cortar el respaldo político de Estados Unidos a la Cicig y lo lograron; la comisión terminó su mandato en 2019.
Para su desgracia, quedó la Fiscalía Especial Contra la Impunidad –FECI–, ente que trabajaba con la Comisión, que sigue litigando con ahínco sobrenatural los procesos que todavía siguen vivos. Algún día, en los próximos meses o años, estos casos llegarán a la Corte de Constitucionalidad, máxima instancia judicial, cuyos integrantes cambiarán en abril. Todos los cañones apuntan hacia ahí pues esta corte, casi como un milagro, se ha mantenido independiente en su lucha contra la corrupción. Pero la presión de la patronal y de los políticos es intensa, sin contar que un magistrado falleció y otro se encuentra muy enfermo, por lo que estas dos vacantes están a punto (una está en proceso de impugnación) de ser llenadas por abogados fieles a las redes de impunidad. Esto significa que la vida de los casos pende de un hilo.
Funcionarios del gobierno han impulsado para la Corte de Constitucionalidad la candidatura del juez Mynor Moto, que se encuentra suspendida por siete apelaciones pendientes de resolverse. Moto tiene tres casos en su contra por malas prácticas judiciales en favor de acusados de corrupción, pero aún así cuenta con un gran respaldo político y económico.
El 14 de enero pasado, Giammattei cumplió un año de mandato en medio de críticas por el mal manejo de la pandemia y por señalamientos de corrupción. A pesar de tener buena relación con los organismos Legislativo y Judicial, tiene una aceptación de apenas un 25 % de los guatemaltecos y no está haciendo nada por mejorar su gestión ni por separarse de grupos con fuertes acusaciones criminales.
El mismo día de toma de posesión de Biden –coincidencia o no– se capturaron en Guatemala y en Panamá, con orden de extradición, a dos hermanos de dos diputadas que pertenecen al partido Unión del Cambio Nacional (UCN), que ha sido calificado por oficiales estadounidenses como un narcopartido. Una de estas diputadas, Sofía Hernández, es la vicepresidenta del Congreso y que se muestren estos vínculos, que ya eran un secreto a voces incluso reproducido en los medios, no asustan ni asombran demasiado. Este partido es leal al presidente Giammattei (como lo fue con Jimmy Morales) y fue vital en la causa contra la Cicig. El crimen organizado opera al más alto nivel y esto se ha normalizado.
Además, Mario Estrada, excandidato a la presidencia por el UCN, fue señalado por la DEA de ser parte de una conspiración para asesinar a la exfiscal Thelma Aldana. Ellos influirán en la próxima elección de Corte de Constitucionalidad y por eso existe el gran riesgo de la cooptación de la justicia. Este entramado kafkiano se reproduce en cada elección de magistraturas, por lo que serviría que ciertos actores clave sufran un rechazo social y político al recibir este tipo de sanciones internacionales. Por el otro lado, se prevé que esta administración estadounidense, cuyos funcionarios conocen la región, aumenten el soporte a las entidades independientes, como la FECI, con ayuda técnica para las investigaciones, pues se ha hecho evidente que, sin ayuda internacional y tras la salida de la Cicig, el sistema de justicia ha venido en picada.