El Salvador no tiene enemigos internos. Tiene problemas y muy serios. Sin embargo, Nayib Bukele habla constantemente de “enemigos internos”. Sus recientes palabras de agradecimiento hacia el Ejército por ayudar a salvar a la “patria de los enemigos externos e internos” solo significa que todos aquellos que no se sometan a las disposiciones del “instrumento de Dios en nuestra nueva historia” son infieles y, por tanto, enemigos de El Salvador.
La personalización de la política alrededor de Nayib Bukele significa que los enemigos ahora se definen en función de la lealtad personal hacia el presidente. Con el desmantelamiento de las instituciones de contrapeso y la inexistencia de cualquier oposición política efectiva, el presidente está en camino de convertir a todas las personas y los grupos que no comulgan con él en los nuevos adversarios de la patria.
Bañado en una popularidad sin precedentes en la historia reciente del país, Bukele ha utilizado sus victorias electorales para desmontar el aparato institucional de la posguerra. Él ha justificado esa acometida como necesaria para construir un país nuevo que beneficiaría a todos los ciudadanos. Pero, en realidad, está eliminando los pocos recursos institucionales que existían para proteger a la misma gente, especialmente a los más pobres. Esos recursos, en realidad, siempre han sido escasos y desiguales en El Salvador. Pero nunca, desde el final de la guerra, estuvieron a merced de una sola persona, particularmente de alguien con un profundo desprecio por las instituciones como el actual presidente.
El desmantelamiento institucional comenzó con quienes fueron más fáciles de comprar: los políticos y operadores políticos corruptos del pasado, que ahora son los aliados más vociferantes de Bukele. No es necesario mencionarlos: están allí, a la vista de todas y todos. Siguió con el posicionamiento de miembros oscuros de las fuerzas de seguridad del Estado, personajes que, dado su historial cuestionable—y en algunos casos, ilegal—, habían sido apartados o marginados de los cuerpos de seguridad. Tampoco es necesario mencionarlos, varios de ellos ya están a cargo.
La realineación se ha promovido y estimulado desde las redes sociales y los medios de comunicación. Algunos, en los medios corporativos que viven de la subvención estatal, se han unido gustosos. Después de todo, su supervivencia siempre ha dependido de venderse al mejor postor. Bukele es, por hoy, el mejor postor. Más de algún intelectual, en medio de las desilusiones del socialismo y las ansiedades económicas personales, ha hecho malabares ideológicos para justificar el autoritarismo del nuevo régimen.
El punto crítico del derrumbe institucional llegó el pasado 1 mayo con la destitución de los miembros incómodos de la Corte Suprema de Justicia y la Fiscalía General de la República. Eran incómodos no porque fueran opositores o rivales políticos de Bukele, sino porque el presidente no los controlaba como él quería. Los sucesos de ese día y los días subsiguientes son gravísimos y constituyen el paso fundamental para la definición operacional y el inicio de la persecución de los “enemigos internos”.
Le seguirán los grupos en la sociedad civil, los sindicatos y los empresarios. Algunos serán comprados con dádivas y beneficios —exención de impuestos, por ejemplo. Muchos serán coaccionados con amenazas cada vez más abiertas. Algunos sindicatos y gremios que se volvieron prácticamente irrelevantes en los últimos años, muy probablemente se vean favorecidos con nuevos espacios y con una línea directa con Casa Presidencial.
Estamos, entonces, a las puertas de la construcción del Estado corporativista salvadoreño del siglo XXI. Muy probablemente él y sus aliados no lo saben, pero, salvadas las diferencias, esto ya se ha hecho en otras latitudes—Perón en Argentina, Chávez en Venezuela— con consecuencias desastrosas para la estabilidad política y el desarrollo de esos países.
La actual popularidad del presidente y la campaña del Gobierno por repartir paliativos impiden que muchas personas vean los peligros intrínsecos del desmontaje institucional y la construcción del nuevo pensamiento único salvadoreño.
En la práctica, lo anterior significa que el reconocimiento de los derechos ciudadanos y el acceso a los beneficios y recursos administrados por el Estado estarán regidos por los vínculos directos con la clica de Bukele y de su círculo familiar. Los problemas con esta nueva configuración del Estado salvadoreño serán varios pero, en algún momento, la ciudadanía salvadoreña se dará cuenta de dos cosas. Primero, que el ejercicio de sus derechos fundamentales estará vinculado a los caprichos del autodenominado instrumento de dios. El mejor ejemplo de esto es lo que sucedió en los primeros meses de la pandemia, cuando Bukele impuso las cuarentenas más arbitrarias de la región. Con todas sus deficiencias y lentitud, en ese entonces aún existía una Sala Constitucional que fue capaz de señalar la inconstitucionalidad. La nueva Sala muy probablemente va a esperar por los tuits del presidente.
Y, segundo, que los operadores de Bukele, habilitados por sus vínculos con el líder máximo y empoderados por la falta de controles, usarán la impunidad para enriquecerse personalmente y perseguir a sus propios enemigos particulares. El mejor ejemplo fue la ley aprobada el 5 de mayo, la cual otorga inmunidad a funcionarios públicos. Bukele está creando una red de impunidad que estará tan viciada que el único criterio para conseguir justicia será apelar directamente al propio presidente. Claro, cuando el responsable directo no sean él o sus familiares.
Los “enemigos internos” serán, entonces, todas y todos aquellos que se resistan legítima y moralmente al ejercicio desmedido del poder bukelista. Y la impunidad, por tanto, se irradiará de nuevo a todos los niveles de la administración pública. En ausencia de seguridad jurídica y Estado de derecho, los salvadoreños terminarán acudiendo nuevamente a las viejas prácticas de justicia por mano propia, perpetuando la violencia y la injusticia en El Salvador por otro ciclo generacional.