Las trompetas crean expectación durante 14 segundos, pero la emoción se diluye después. El himno de El Salvador es una marcha militar sin bríos que suele sonar en fríos eventos protocolarios, o en la voz desganada de estudiantes en clase. “Saludemos la patria, orgullosos de hijos suyos podernos llamar”. Todos los salvadoreños conocemos ese verso. Lo aprendimos en la escuela para corearlo cada septiembre en la fiesta de la independencia, como un punto fijo del programa que se canta con hastío.
Salvo cuando juega la Selecta. En cada estadio en el que la selección de fútbol se alínea, lo que ocurre después del crescendo de trompetas es un estruendo festivo que recita uno por uno los versos del himno en un grito inentendible y satura los micrófonos ambientales de las televisoras. Miles de voces que no cantan, no entonan, sino que se unen en un rugido intimidatorio que para los salvadoreños es como un haka neozelandés. “Nunca en mi vida, en ningún deporte o partido antes, en ninguna Copa Mundial he escuchado un himno nacional cantado de esta forma. Solo escalofríos”, escribió una reportera estadounidense al presenciar el ritual el 2 de septiembre en el estadio Cuscatlán de San Salvador.
Al final, cuando acaba la música, la multitud celebra y añade un gutural “uh, uh, uh” como si un ejército animal se lanzara a la batalla.
Roque Dalton escribió en su Poema de Amor, que describe la salvadoreñidad: “los que lloraron borrachos por el himno nacional bajo la nieve del norte”. En un raro momento de unión entre compatriotas que por décadas se han matado entre ellos o alejado continentes, el himno logra que antes de un partido de fútbol -que la mayoría de veces se pierde- no haya durante dos minutos nada mejor que ser salvadoreño.
Dos decenas de veinteañeros pasaron la primera mitad de 2021 memorizando la letra de ese himno. A diferencia de la mayoría de sus compatriotas no lo aprendieron de niños porque no nacieron en El Salvador. Algunos ni habían puesto un pie en el país hasta hace pocos meses. Los hay que ni siquiera hablan español. Y pese a ello están en el centro de la catarsis y la esperanza nacional, porque este año visten la camiseta azul de la Selecta.
El 8 de septiembre, en su partido eliminatorio ante Canadá, El Salvador tuvo en su once inicial a cinco jugadores nacidos en Estados Unidos, Eriq Zavaleta, Alex Roldán, Amando Moreno, Walmer Martínez y Joshua Pérez, y a uno nacido en Holanda. En total, una tercera parte de los 25 futbolistas con los que la Selecta compite para llegar al mundial de Qatar son foráneos.
“La primera vez que vine al país fue tres días antes del partido contra Islas Vírgenes”, dice Eriq Zavaleta, defensa central. Tiene 29 años, contesta en inglés y es difícil pasar por alto su apariencia anglosajona: 1.85 de estatura, tez blanca, ojos claros. “No tuve tiempo de aprender el himno. Pero creo que para el tercer o cuarto partido ya me lo sabía”. Junto a Alex Roldán, otro defensa nacido en California, practicó por horas escuchándolo en Youtube.
Amando Moreno, mediocampista nacido en Nueva Jersey, también tuvo que memorizar la letra durante las concentraciones del equipo. “Obviamente. Es algo que tuve que traer desde antes, pero estando en Estados Unidos todo el tiempo es difícil”, se justifica. Enrico Dueñas, también mediocampista y nacido hace 20 años en Almere, a unos 30 kilómetros de Amsterdam, tiene la dificultad añadida de que no habla español. Jugó en la selección sub-16 de Holanda y en las inferiores del Ajax y por fin conoció el país de su padre el 29 de agosto pasado. Dueñas, el primer salvadoreño en anotar un gol en la octagonal este año, todavía no canta el himno en los partidos.
Que El Salvador esté jugando con una mayoría de futbolistas nacidos fuera de sus fronteras es herencia de una diáspora interminable y un episodio más de la compleja relación del país con Estados Unidos. Carlos Zavaleta, el papá de Eriq, nació en Santa Ana en 1955 y emigró a Los Ángeles al cumplir 18 años. Cree que, de no haberse ido, hubiera corrido la misma suerte que la mayoría de sus amigos universitarios, asesinados o torturados por la dictadura militar durante la preguerra.
Ana Roldán, madre de Alex, dejó Santa Ana en 1982 camino a Houston y luego a Los Ángeles, porque en los años más duros de una guerra civil en la que el gobierno estadounidense financiaba, entrenaba y armaba al ejército salvadoreño “estaban pasando muchas muertes”. Sonia Moreno, la madre de Amando, se fue con 16 años a Nueva York ya en 1992, cuando en El Salvador empezaba la paz pero, como antes y como ahora, no había trabajo ni claridad de futuro.
Tanto el hijo de Ana como el de Sonia tienen múltiples nacionalidades: Guatemala empezó los trámites en 2021 para nacionalizar a Roldán, que es estadounidense además de salvadoreño; Moreno, de padre mexicano, estuvo en la banca de la selección de Estados Unidos en 2016, durante un amistoso contra Puerto Rico. Ambos juegan ahora en la selección mayor de El Salvador. Ambos son ahora parte de ese coro estruendoso que en cada partido, antes del pitido inicial, canta: “Y juremos la vida animosos/sin descanso a su bien/Consagrar”.
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En el parqueo del Dignity Health Sports Park en Carson, en el condado de Los Ángeles, el sol pega fuerte este 21 de agosto, un olor festivo a carne asada navega entre los vehículos y cientos de salvadoreños beben Regia y Pilsener y escuchan canciones de la orquesta de Los Hermanos Flores como si estuvieran a las afueras del estadio Cuscatlán.
Una muchacha en jeans y con bikini plateado, subida a hombros de un joven con una bandera pintada en el rostro, canta al ritmo de tambores mientras sostiene una Pilsener. Byron Alvarado, nacido en Los Ángeles hace 25 años, muestra un tatuaje del escudo nacional en su pectoral izquierdo, debajo de la camisa azul de la Selecta. Pasea por la celebración previa al partido con una bandera del Águila de San Miguel, el municipio salvadoreño de su padre. Un niño de unos 10 años con pantalón holgado, tenis blancos y una chumpa azul en la que dice “La Bestia”, juega con una pelota. Un parrillero cocina junto a la cama de su pickup donde tiene una hielera, paquetes de vasos desechables y una bandera de El Salvador que tiene dos fotos del presidente Nayib Bukele.
La escena se repetiría si el partido fuera en San Francisco, Washington D.C. o Houston. Cuando la Selecta juega en Estados Unidos, vehículos de todo el estado peregrinan cientos de millas a una feria de salvadoreñidad. El pasado 18 de julio, El Salvador jugó en Arizona y hubo mayoría de salvadoreños en el público, pese a que el partido fuera contra México y un estado fronterizo.
Un hombre pregunta a un grupo si alguien tiene cables porque la batería de su carro se ha rendido después de horas poniendo cumbia en el estéreo.
—Échemosle una Regia, tal vez arranca esa mierda —le aconseja alguien.
—Es que compré la camisa de la Selecta en vez de la batería del carro —responde el conductor entre risas, para jolgorio de todos.
Detrás de ellos, un tipo abre la puerta de su carro para darse un poco de privacidad mientras orina en el asfalto.
Una hora después la fiesta se ha trasladado a las gradas. El partido es lo de menos. A mitad del primer tiempo el público parece mucho más concentrado en hacer correctamente la ola y culpar a los sectores del público que no la continúan que en los lances del enfrentamiento contra Costa Rica.
Es difícil culparles. El partido es malo y terminará con un insípido cero a cero sin apenas oportunidades de gol. Varios de los titulares habituales no estaban convocados para el amistoso.
Pero en la banca, Roberto Molina, un sonsonateco de 20 años que vive en Los Ángeles desde que tiene seis, está alineado por primera vez con el equipo del país en el que nació. Tiene ficha con Las Vegas Lights, un club asociado con el Los Ángeles FC de la MLS. La noche antes del partido, su madre y otros familiares lo rodeaban en el lobby del hotel de la Selecta. Lo abrazaban y se tomaban fotos con él. Su madre trabaja en seguros y su padre vende camisetas deportivas.
Cuando faltan 20 minutos para el final, Hugo Pérez le da entrada a la cancha. Para la familia Molina es el momento más importante del partido. Tras el juego, Molina publica fotos abrazado con sus familiares en las gradas: “gracias a Dios por estas oportunidades, el maratón continúa”, escribe. De nuevo, el resultado del partido es lo de menos.
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El 2 de septiembre de 2021 Carlos Zavaleta conoció un país distinto del que dejó en 1973. El aeropuerto en el que aterrizó fue inaugurado en 1980, el estadio en el que su hijo iba a jugar contra la selección de Estados Unidos fue construido en 1976. Ni siquiera existe ya el lugar en el que su madre trabajaba antes de emigrar: el mercado central de Santa Ana se incendió hasta los escombros a inicios de 2021.
“Mis padres se fueron para buscar algo económico, pero sabían que comenzaba aquí algo muy tumultuoso, una guerra civil”, explica. Su padre, carpintero, se había ido a Los Ángeles en 1970 para allanar el camino y tramitar la residencia del resto de la familia. Para ese entonces había ya unos 16,000 salvadoreños censados en Estados Unidos. Eran en su mayoría migrantes económicos pero en la siguiente década esa cifra se disparó por los refugiados de la violencia social y política. En 1980, la cifra ya era cercana a los 100,000 y al final de la década llegaba a 465,000.
La ruta migrante no ha parado de ensancharse y bifurcarse. Una estimación del Pew Research Center calculó que había 2.3 millones de salvadoreños repartidos por todo Estados Unidos en 2017, aunque es común que se hable de hasta tres millones.
El abuelo de Eriq Zavaleta fue uno de esos primeros migrantes de los 70 cuando los motivos económicos y políticos empezaban a mezclarse. “Perdí muchos amigos”, dice Carlos. Se refiere a que murieron. Cuando se fue, el Ejército ya había cerrado una vez la sede santaneca de la Universidad Nacional, donde Carlos cursaba primer año. Su recuerdo se vuelve sombrío: “Si yo no hubiera logrado la green card, Eriq no jugaría en El Salvador. Yo, quizá, no estaría vivo”.
Aunque en la mayoría de perfiles de Eriq Zavaleta se dice que nació en Indiana, en realidad lo hizo en Mesa, al norte de Arizona. Tenía dos años cuando sus padres se mudaron a Carmel, Indiana. Carlos lo recuerda de muy chico, conversando mientras driblaba con una pelota de peluche en la sala. Con seis años, los padres de sus compañeros de equipo infantil se quejaban porque, por su tamaño y habilidad, creían que era mayor al resto. Once años después jugó el mundial sub 17 de 2009 para Estados Unidos.
En aquel torneo clasificaron segundos de grupo tras la España de Isco, Álvaro Morata y Sergi Roberto, que luego hicieron carrera en el Real Madrid y el Barcelona. Italia eliminó a Estados Unidos en octavos de final.
Zavaleta era titular habitual y, naturalmente, esperó el llamado de la selección mayor. Nunca llegó. La selección salvadoreña tocó a su puerta desde 2017, después de que un reclutador, Hugo Alvarado, descubriera el origen salvadoreño de su padre. “Los aficionados tienen derecho a hacer preguntas de por qué tardé tanto y si realmente me importa el país”, dice Eriq. “He tratado de contestar esas preguntas de inmediato. Cuando anoté y besé el escudo quería mostrar que amo este país y al equipo. Y eso es así cada vez que salgo al campo”.
La foto de Zavaleta besando su camiseta tras anotar contra Antigua y Barbuda el 8 de junio es el fondo de pantalla del celular de su padre. “Yo le dije: estás representando a El Salvador pero no solo: me estás representando a mí porque yo soy salvadoreño”, cuenta Carlos. “Creo que cuando hizo eso, también fue para mí”.
Carlos y Eriq no conocen apenas el país que vuelve a ser suyo. Eriq solo viene a entrenar y a los partidos. A su padre ya se le había olvidado el himno. Para ellos, El Salvador se reduce a un estadio y una canción. “Cuando comenzó el himno nacional y la gente comenzó a cantar y yo estoy viendo a mi hijo…”, se emociona Carlos.”. “Overwhelming”, dice. Abrumador.
Anoche Carlos Zavaleta lloró en el estadio y ahora no puede parar de reír. Es 3 de septiembre. En la residencial Santa Lucía, en Santa Ana, Zavaleta revisa los memes que circulan sobre Eriq, elegido mejor jugador del encuentro la noche anterior. “Este chele nos defiende más que el Plan Control Territorial”, dice un aficionado. Otro postea en redes la imagen de una muchacha con mirada coqueta y quitándose la camisa “porque Eriq Zavaleta existe”.
Me pide ayuda para descifrar uno que hace referencia a “la riata” de Eriq Zavaleta, porque después de 48 años fuera no sabe qué significa esa palabra. Cuando le doy la definición, medio avergonzado, dice “hubiera preferido no saber”.
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El partido del 2 de septiembre fue también un reencuentro para un grupo conocido como “los 98”.
En casa de Desireé Calvillo en Lancaster, a unos 100 kilómetros de Los Ángeles, está colgada la camiseta de Estados Unidos que su hijo, el mediocampista Eric Calvillo, usó hace cuatro años en el mundial sub 17 disputado en Chile. Eric Calvillo es parte de aquella selección y de “los 98”, una camada de jugadores estadounidenses nacidos en 1998 que incluye a Cristian Pulisic, campeón de Europa con el Chelsea inglés; a Tyler Adams, del Leipzig alemán; a Luca de la Torre, del Heracles holandés; y a Joshua Pérez, exjugador de la Fiorentina italiana. “Era un equipazo”, dice Desireé sentada en el sofá de su acogedora sala donde exhibe otros momentos de la carrera de su hijo: banderines, trofeos, medallas.
Este 2 septiembre de 2021, Adams fue el capitán de Estados Unidos y Pulisic, la gran estrella de la selección estadounidense actual, no jugó por lesión. Joshua Pérez entró de cambio en el segundo tiempo, por el lado salvadoreño. El actual entrenador de la Selecta, Hugo Pérez, que nació en San Salvador en 1963 y en los 80 y 90 llegó a ser 76 veces internacional con Estados Unidos, dirigió a todos “los 98”, los de los dos equipos, cuando eran adolescentes e integraban la selección juvenil sub 14 norteamericana.
“Me encantó la manera en como él (Pérez) arreglaba todo ese cuadro, como él los ponía y sacaba de los jugadores lo que tenían que hacer”, recuerda Desireé. Por aquellos años cuenta que conocía a Joshua Pérez por las advertencias que le gritaba a su hijo en la cancha cuando se enfrentaban en torneos juveniles: 'Allá viene el colocho zurdo, Eriq, cuidado con ese zurdo, ese es el que te va a pasar, agarrálo”, le decía.
Desireé tenía seis años cuando en 1981 entró a Estados Unidos sin papeles. Su abuelo era militar. Cuenta que huyó con su mamá porque la guerrilla llegó a buscarla a un mesón, en el barrio Modelo de San Jacinto.
Recuerda el camino como un juego: un desierto en México, una cerca cortada, “nos metieron en un cuarto oscuro con mucha otra gente”, dice recuperando palabras de niña. Al siguiente día se acostó en el asiento delantero de un vehículo que manejaba un estadounidense, con su madre y su hermano en los asientos traseros. “Yo sabía que veníamos ilegales, pero si me decían “corre Desireé”, yo corría, “pásate aquí y métete a este hoyo”, y yo lo hacía”. Se instalaron en Los Ángeles. Vivía muy cerca de Koreatown, donde estaba la casa del padre de aquel “colocho zurdo” con el que su hijo comparte ahora camiseta azul.
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Giovani Pérez, como Desireé y como tantos otros salvadoreños, llegó a Koreatown huyendo. Pero no escapaba de El Salvador, sino de una amenaza en Los Ángeles: la del Barrio 18.
Nació en septiembre de 1971 en el barrio de Westwood, Los Ángeles. Es el menor de los Pérez, una familia llegada a California a principios de los 70. Se instalaron cerca de la Avenida Olímpica, en una zona llena de salvadoreños: “allá por donde están La Curacao y un Pollo Campero”, dice para ubicarnos.
Creció allí al mismo tiempo que lo hacían las pandillas. Miles de hijos de migrantes que escaparon de la guerra civil entraron por aquellos años al ya nutrido ecosistema angelino de pandillas mexicanas, coreanas y afroamericanas o fundaron las suyas propias, como la Mara Salvatrucha.
Giovanni, como tantos de centroamericanos ahora, creció en territorio de la 18.
“Como uno se cría ahí, en un barrio, ellos mismos nos abrigaban”, explica sentado en un comedor de Bell Gardens, a unas diez millas de Koreatown. “Aquí en ese entonces todavía se peleaba con navajas, con bates, a mano... Muy a lo lejos se oía hablar de pistolas”, dice. Mientras el ambiente se brutalizaba, el adolescente Giovanni se encontró con la calle. Sus hermanos ya no vivían en casa, sus padres se habían separado y vivía solo con su madre, que trabajaba todo el día limpiando casas en Beverly Hills. Admite que comenzó a realizar, dice, “travesuras”.
“En los 80 estaba la cocaína bien alta”, dice. Era alto y a los 11 años parecía de 16. Ríe nervioso para no dar detalles de aquella época. “Las cosas que uno hace, ya le digo que… había tiempos que… éramos jóvenes y era de hacer dinero. Desde pequeño nos íbamos con los cheros para la Sunset, Hollywood, a meternos a los clubes de 21 años y mayores”, dice.
La guerra total entre el Barrio 18 y la MS-13 ya estaba desatada. “Muchos de mis amigos murieron balaceados por la MS”, cuenta Giovanni. “Yo me había apartado un poquito, y dijo mi mamá ‘nos vamos a ir a otro lado mejor’”. Se mudaron al Este, cerca de Estrada Courts. Giovanni había empezado a jugar fútbol con su hermano Hugo Pérez, que ya entonces tenía voz de entrenador y lo mandaba a la portería.
Giovanni atribuye a la disciplina del fútbol y sus ganas de ser profesional su distanciamiento del ambiente pandillero. Jugó seis años con un equipo de San Bernardino en Estados Unidos y luego en El Salvador para el Fas, el equipo que más campeonatos de liga salvadoreña ha ganado, aunque estuvo la mayor parte del tiempo de reserva. Desde 1994 trabaja trasladando carga en California. “Del camión hemos vivido todos”, dice.
Cientos de miles de salvadoreños han buscado por décadas en Estados Unidos su segunda oportunidad, una vía para escapar de la pobreza o la violencia. En promedio, 262 salvadoreños fueron detenidos cada en la frontera sur de Estados Unidos durante los últimos once meses. Giovanni Pérez, así son las ironías, ve ahora en El Salvador una segunda oportunidad para su hermano y su hijo.
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Hubo todavía un encuentro más en el partido del 2 de septiembre. Tras el pitido final, los hermanos Alex y Cristian Roldán se buscaron e intercambiaron camisetas. La fotografía quedará para la historia porque Cristian juega para Estados Unidos y Alex para El Salvador. Sus padres estaban orgullosos en las gradas. Antes del partido les habían pedido que al acabar se buscaran para el gesto.
César Roldán es locuaz. Contrasta con la timidez de su esposa, Ana, que es de respuestas cortas. Viven en el vecindario angelino de Pico Rivera. En el jardín delantero de su casa hay palmeras y de una cuelgan la bandera estadounidense y la salvadoreña. César es originario de Gualán, Zacapa, cercano a la costa atlántica de Guatemala. Ana es de Santiago de la Frontera, un municipio fronterizo de Santa Ana. Ambos llegaron a Los Ángeles en 1982 con visas temporales. César es mecánico automotriz y emigró siguiendo el consejo de su padre, que quería que hiciera dinero. Ana trabajó en un Mcdonalds y luego se dedicó a la crianza de sus tres hijos. “Nosotros no tuvimos problemas pero sí daba miedo lo que estaba pasando”, dicen de El Salvador en los 80. “Muchas muertes”, dicen sin saber que repiten las palabras de los padres de otros jugadores.
Arreglaron su situación migratoria pronto. César ya era residente para 1984 y Ana se acogió a la amnistía migratoria de Reagan en el 86. El presidente que apoyaba con millones al Ejército represor durante la guerra trató con mano amable a los salvadoreños de su lado de la frontera.
Tener residencia legal les permitió viajar y eso forjó en los hermanos Roldán un fuerte sentido de pertenencia a Centroamérica. Conocieron el campo en que se criaron sus padres y lugares como Petén, Mopán, Río Dulce, Livingstone, Santiago de la Frontera. “Ellos andaban a caballo, en el río, hasta cuando capábamos chivos ahí andaban ellos, con las cubetas”, dice César.
Crecieron sin lujos, pero los Roldán pronto vieron en el fútbol una oportunidad para asegurar la educación universitaria de sus hijos. En el deporte infantil estadounidense participar en torneos a los que asisten ojeadores incrementa las posibilidades de que alguien vea talento en un niño y le ofrezca una beca, pero llegar a esos torneos cuesta dinero: membresías de clubes, boletos de avión y alojamiento, viáticos, uniformes. “Yo hice llamadas, mandaba emails, mandaba hasta los DVD con jugadas de Cristian para ver si nos contactaban”, recuerda César. “Fue un suertazo que les vieran en un lugar adonde no llegan entrenadores”.
Los dos hermanos Roldán juegan en la MLS para el mismo equipo: el Seattle Sounders. ¿Cómo terminaron jugando para selecciones distintas? A César Roldán le gusta contar que en 2009 Cristian grabó un anuncio para Adidas. En él camina por las calles de Los Ángeles buscando bolsas de plástico en la acera, por encima de un muro de razor, en basureros, incluso entre las pertenencias de un indigente. Al final las junta y hace con ellas una pelota de fútbol. Álex también audicionó en ese casting.
Cuenta su padre que los niños Roldán estaban jugando videojuegos y no querían ir a la audición. “Iban renegando en el carro, pero me los llevé”, dice. “Cuando llegamos había una línea de 100 niños. Los puse en la fila y me quedé chismoseando con la gente”. En la audición, los niños tenían que hacer malabares con una pelota. “A los que les miraban habilidad los apartaban y a los otros les decían ‘nosotros les vamos a avisar’”, cuenta César. Cuando llegó el turno de los hermanos apartaron a Cristian para un lado y al Alex para el otro.
Así siguió sucediendo. Cristian jugó dos partidos con la selección estadounidense sub 20 en 2015 y, aunque tuvo ofertas de Guatemala y El Salvador, se reservó para la selección mayor de Estados Unidos, con quien debutó en 2017. Alex, que a sus 25 años aún no había recibido esa llamada, tenía casi todo arreglado con Guatemala cuando El Salvador se interpuso a inicios de este año. Debutó con la Selecta en la Copa Oro, en Texas, en julio. Contra Guatemala. Hizo el primer gol de la victoria 2 a 0. Cuando su padre lo llamó al terminar el encuentro, el joven trató de excusarse: “Siento mucho que fue contra tu país”.
El padre dice que Alex está aprendiendo a ser salvadoreño. “La cultura no se puede aprender en un mes de viaje, ¿verdad?”. Ana confía en que no sea un proceso difícil: “viene en la sangre”, presume. Quizá tenga razón: en octubre, Álex ya ejerció como capitán del equipo.
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El 24 de septiembre, El Salvador volvió a jugar contra Guatemala, en Los Ángeles. El portero titular fue Damián Alguera, de solo 17 años, un colocho de ojos claros nacido en San José, California. Hace solo dos años jugaba con la selección sub 15 de Estados Unidos, pero se decantó por El Salvador cuando le ofrecieron quemar etapas y unirse a la Sub 23, muy por encima de su edad.
Como la Azul actual, aquella sub 23 también hablaba inglés. Enrico Dueñas, Joshua Peréz y Lizandro Claros estuvieron ahí. Alguera era uno de los porteros suplentes. El otro fue Tomás Romero, un salvadoreño nacido en Nueva Jersey que ha decidido, por ahora, no seguir atendiendo las convocatorias de la Selecta. Juega en el Los Ángeles FC de la MLS, y a los 20 años, todavía no ha decidido con qué bandera quiere jugar. Damián Alguera lo tiene más claro. “Me siento más salvadoreño que americano”, dice con un marcado acento que a veces sustituye las eses por jotas. “Ejtados Unidos”, dice.
Su padre, Edgar Alguera, es originario de El Carrizal, en Chalatenango. También fue un día portero: jugó en Adet y la Hacienda Santa Clara y atendió a algunas convocatorias de la Selecta a finales de los 80. Emigró en 1997 con una visa de turista que dejó vencer y no pudo seguir su carrera futbolística porque no tenía permiso de trabajo. Se pasó a la construcción. En su casa, en California, Alguera padre cita un viejo adagio del fútbol salvadoreño: “¿cuántos comentarios hemos escuchado de ‘vayan a los cantones, vayan a los pueblos’ a buscar jugadores?”
Con cerca de tres millones de salvadoreños en Estados Unidos, ¿estaría esa búsqueda de talento completa sin incluir los pueblos y barrios del país del Norte? Diego Henríquez, el director deportivo de la Federación Salvadoreña de Fútbol (Fesfut), está convencido de que no. Es el hombre que está detrás del reclutamiento de Damián Alguera o Alex Roldán y en buena parte es responsable del actual experimento salvadoreño de selección global.
El perfil de Henríquez, nacido en San Salvador en 1987, contrasta con el de sus empleadores. El Salvador lleva 40 años sin ir a un mundial y la afición y algunos periodistas culpan a los directivos, hombres viejos que quitan y ponen técnicos sin criterio claro y que no han sido capaces de articular un proyecto de largo plazo. Henríquez tiene 34 años pero tiene físico de veinteañero. Lleva el cabello corto, la barba estilizada y usa en los partidos trajes ajustados con zapatillas y lentes oscuros o gorra. Habla inglés. Si el adjetivo no estuviera tan desgastado, se podría decir que es “cool”.
Graduado de negocios internacionales en la universidad de Tulsa, en Oklahoma, Henríquez también fue jugador en las selecciones salvadoreñas sub 17 y sub 20, entre 2000 y 2006.
Aunque trata de ser diplomático, no se muerde la lengua: “las canchas en El Salvador son una limitante, la infraestructura no está, cuesta trabajar con el dirigente...”. Es el primer director deportivo en la historia de una Federación que despreciaba el debate técnico. El año pasado, durante los meses de cuarentena por la pandemia de covid-19, hizo una presentación de powerpoint, se la propuso al presidente de la Fesfut, Hugo Carrillo, y revolucionó el presente. Para octubre estaba contratado. En enero, ya había cuatro foráneos jugando en la sub 23.
“Sabía que el jugador nacido aquí, en Estados Unidos, con papás salvadoreños, está mucho mejor preparado que el nuestro en muchos sentidos”, dice en el bar del hotel Doubletree Hilton, en Torrance, California. “A los 10 o 12 años empieza a tener una infraestructura de entrenamiento, tiene gimnasios, nutrición, entrenador de fútbol, entrenador personal y unos hábitos de entrenamiento que no los tenemos en El Salvador”, dice.
Ya antes de este proyecto 2021 El Salvador había tenido jugadores nacidos en Estados Unidos: el volante Arturo Álvarez en 2009; el arquero Derby Carrillo, el defensa Steve Purdy, los mediocampistas Pablo Punyed, Richard Menjívar y Gerson Mayén, y el delantero Dustin Corea en la década pasada. Pero eran casos aislados, excepciones que no llegaron a coincidir más de cuatro en un equipo en el que las estrellas se habían forjado en la rudimentaria liga nacional.
Henríquez vio una mina y se propuso armar la maquinaria que la explotara. Pero le faltaba una pieza. Y sabía dónde encontrarla. “Yo propuse a Hugo Pérez para hacerse cargo de las dos puntas juveniles: Sub 17 y Sub 23”, presume. “Me era una pieza angular dentro mi propuesta, para que cuando yo me acercara a talentos nacidos en Norteamérica, Europa o Australia, tuviera un entrenador con el que a ellos les encantaría poder jugar”, dice.
Hugo Pérez nació en El Salvador en 1963 pero se crió en California y jugó para Estados Unidos en los Juegos Olímpicos de 1984, 1988 y en el Mundial de 1994. Previendo alguna resistencia por el experimento, fue también Henríquez el que tuvo la idea de que los neosalvadoreños se aprendieran el himno en Internet. “Le dijo a Lupita Zúniga, la encargada de prensa: “a estos seis necesito que usted agarre YouTube, ponga el himno y les ponga las letras hasta que se lo aprendan, para que cuando la cámara les pase enfrente no estén solo abriendo la boca, haciendo la paja”.
No quería exponer a los jugadores. La relación entre la Selecta y los aficionados quedó dañada después del escándalo de arreglo de partidos en 2013. La nueva camada devolvió algo de esa ilusión pero los salvadoreños tenemos un nacionalismo retorcido, herido, que puede ser cruel. Tan pronto como la Selecta empezó a perder en la octagonal, también empezaron los comentarios de aficionados que cuestionaban traer jugadores “de afuera” en detrimento de los de la liga local.
Alex Roldán es el jugador en mejor condición física del equipo y ha jugado ya como lateral izquierdo, derecho, volante de marca, interior y hasta extremo. La ausencia de Eriq Zavaleta fue sensible contra México donde la selección encajó un 2-0 en jugadas a balón parado donde su envergadura ofrece seguridad. Enrico Dueñas es regateador, uno de los dos anotadores de la eliminatoria y junto con Jairo Henríquez el mejor jugador ofensivo de la selección. Más críticas reciben los delanteros —el santaneco Joaquín Rivas, radicado en Las Vegas, los californianos Walmer Martínez y Joshua Pérez, el oriundo de Nueva Jersey Amando Moreno— pero sería injusto culparlos de la falta de gol, un problema sistémico en El Salvador. En la liga local, los primeros puestos de la tabla de goleadores suelen ocuparlos extranjeros.
Henríquez no quería una selección cuestionada por sus raíces desde alguna extraña defensa de la pureza. El proceso en que la afición vuelve a reconectarse con su equipo ha ido paralelo al de jugadores que crecieron sintiéndose estadounidenses o mexicanos. Tras su partido contra Estados Unidos, Eriq Zavaleta llamó a su padre y le dijo que era el juego más emocionante que había jugado en su vida. “Ellos son eso, mitad y mitad”, dice Henríquez, “y no hay nada que puedan hacer para cambiarlo”.
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La relación entre Estados Unidos y El Salvador a veces se empaqueta en términos fríos y palabras que significan poco: “diáspora”, “migración irregular”, “las relaciones se están deteriorando”, “las remesas representan una quinta parte de la economía”. Por años, hasta que empezó a entenderse que la expresión les hacía sentir insultados, desplazados, se llamó a los migrantes en Estados Unidos “hermanos lejanos”.
Se va aceptando que son demasiados como para considerarlos periféricos. Uno de cada tres salvadoreños tiene código postal estadounidense. La tía de Virginia, la prima de San Francisco, el papá en Los Ángeles, el primo en Houston existen en casi todas las familias del país. El Salvador empieza a aceptar que además de volcanes, playas, corrupción y memoria de una guerra, es una casita en el Bronx con cenizas de migrantes, el rótulo en dos idiomas de un pequeño pueblo costero en el Pacífico llamado Intipucá City y cada escuela del área rural que se construye con los aportes de los que se fueron.
Es también los cientos de miles de deportados cada año, que también tienen un espejo en esta Selecta. Lizandro Claros, un usuluteco criado en Maryland, fue deportado por la administración Trump en 2017, cuando se disponía a empezar la universidad con una beca para jugar a fútbol. Aunque le han denegado la visa y no puede jugar partidos en Estados Unidos, Claros juega en Águila y debutó como defensa central con la selección el 13 de octubre, en el Cuscatlán y contra México.
Y si Estados Unidos es el eterno sueño mitológico centroamericano, muchos salvadoreños sueñan también con volver a un país distinto del que dejaron.
Carlos Zavaleta, el padre de Eriq, pudo hacerlo el pasado 3 de septiembre.
En el barrio San Lorenzo, a unas cuadras del centro de Santa Ana, Carlos Zavaleta trata de conciliar su recuerdo con lo que ve. Cuarenta años después toca a la puerta de su antigua casa y pregunta por los antiguos habitantes. Abre grandes los ojos cuando le dicen que Armando Sánchez, su tío de 91 años, vive todavía ahí. Lo ignoraba.
Del fondo de una sala recubierta de madera y que huele a carpintería, sale un hombre con paso lento, pecho tostado bajo una camisa de botones abierta, con una mascarilla colgando inútil del bolsillo y un bastón. Se reconocen con más extrañeza que euforia y repasan una lista de parientes muertos y emigrados a Estados Unidos: “Yo soy hijo de la Nena y de Raúl, los dos murieron”, dice Carlos. “Ah, la puerca, ya se están acabando”, le contesta Armando, risueño.
No han hablado en medio siglo. Carlos nunca mandó un dólar pero no ha venido con las manos vacías. Después de un rato, recoge de la mesa el periódico del día, y muestra a su tío una foto de su particular remesa: Eriq, a página completa, vestido con la camiseta azul de El Salvador saltando por los aires para ganar un duelo aéreo. “Mira, él es mi hijo. Ahora podés decir a todos que un sobrino tuyo juega en la selección”.